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Colombia fue certificada pese a que produjo más cocaína en 2018.
El temor, en algunos sectores, de no recibir la certificación por parte del gobierno de los Estados Unidos en la lucha antidrogas, pasó. El retiro de la visa al presidente de la sala penal de la Corte Suprema y a dos magistrados de la Corte Constitucional, Eyder Patiño, Diana Fajardo y Antonio José Lizarazo, sin precedentes en el marco de una relación en la que los dos países han ido de la mano por décadas, amenazaba la descertificación. Parecían sentencias anticipadas conminando al uso del glifosato en la lucha contra las drogas.
Añádase la observación de Trump, por allá en marzo, “Duque es un buen tipo, pero no ha hecho nada para resolver el problema de las drogas”, sumada al escandaloso incremento de las muertes por sobredosis en los Estados Unidos en los últimos años, aunque, en realidad, ha sido el uso de opioides, suministrados por farmacéuticas gringas, de lejos, el primer responsable.
Para Colombia, la descertificación, que ahora se denomina “designación como no cooperante” en la lucha antidrogas, hubiera representado reducción de preferencias comerciales y, probablemente, disminución o suspensión del giro de recursos, entre otros, para soportar la puesta en marcha del acuerdo de paz.
En realidad, “Colombia pasó el año” no tanto por haber hecho la tarea a los ojos de las autoridades antinarcóticos, sino por aplicación de Realpolitik de parte del país certificador.
¿Descertificar a Colombia, el aliado por excelencia en la región? En el contexto regional, particularmente de cara a la bomba de tiempo que es Venezuela, Colombia es el aliado por excelencia. Solo en el 96 y el 97, por razones conocidas, Colombia había sido descertificada, de manera que parecía inexplicable que, con un gobierno dispuesto a “hacer bien la tarea”, tanto en la aplicación de la política antidrogas, incluyendo su voluntad de asperjar con glifosato, así como en su rol frente al régimen de Maduro, fuéramos tratados como no cooperantes.
Lo obvio: la designación es un asunto político. Colombia certificada y Bolivia y Venezuela designados no cooperantes, pese a que la primera es campeona en el cultivo de coca y producción potencial del clorhidrato.
Como ya se ha informado por parte de la UNODC, la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, en el 2018 hubo una reducción de dos mil hectáreas en el área cultivada, llegando a 169 mil hectáreas en total. Sin embargo, el rendimiento promedio en el 2018 es superior al del 2017. Envidia de cualquier gremio empresarial, “esta mayor productividad se debe a la edad madura de los cultivos, a mejores prácticas agrícolas por parte de los cultivadores y a la siembra de variedades con mayor producción de hoja y más resistentes” (UNODC).
Así, la producción potencial de cocaína en Colombia pasó de un rango ubicado entre 915 y 1.246 toneladas métricas en el 2017, a uno entre 978 y 1.318 toneladas métricas en 2018.
El negocio va bien: Naciones Unidas reconoce que el precio del kilo de cocaína subió, antes de ser exportado, en 11.7%. A ello tienen que contribuir las incautaciones y la destrucción de laboratorios que, finalmente, operan como regulador entre la oferta y la demanda. A gran producción de cocaína, grandes incautaciones.
Sin embargo, detrás de la alta rentabilidad del negocio del narcotráfico, hay un hecho de bulto que debe recordarse: el eslabón más débil, el peor remunerado de la cadena, es el correspondiente al campesino cultivador. La unión de los eslabones del procesamiento y la comercialización es la clave del “valor agregado”, fuente de las ganancias de los carteles. Como lo recuerdan todas las series sobre Pablo Escobar, la primera base de su fortuna la hizo a partir de base de coca producida en Ecuador y Perú. Su aporte se centró en el refinamiento y las exportaciones.
Según el Observatorio de Drogas, en el 2005, dos tercios de los cultivadores de coca emprendían, de manera rústica, la primera etapa del procesamiento para vender pasta de coca, la base para la obtención posterior del clorhidrato de cocaína. Sólo la tercera parte vendía la hoja a un intermediario para su procesamiento. En el 2015 se habían invertido las proporciones: el 65% de los cultivadores vendía a intermediarios la hoja de coca. En otras palaras: los carteles han dado pasos hacia la integración industrial por razones de eficiencia en el proceso: homogeneidad en la calidad, mayores estándares técnicos en la producción.
“En promedio, una unidad productora agropecuaria de coca podría percibir al año alrededor de $13.657.000 por hectárea en 2016 (US$4.500/ha/año) sin descontar los costos asociados a su producción. Los costos de sostenimiento oscilan alrededor de $714.000 por hectárea al año (US$234/ha/año), caracterizados por un menor uso de agroquímicos en relación con años anteriores” (MJD, UNODC, Simci).
Teniendo en cuenta, según la misma fuente, que el promedio de tamaño de las unidades es de 0,96 has y que hay cinco personas a cargo, el ingreso anual per cápita ascendería a US $ 960 al año. Con tasa de cambio disparada, equivaldría a $ 3.600.000, es decir, a algo más de $300.000 mensuales. Esa es la dimensión de la fortuna que obtienen los cultivadores de coca en Colombia.
Hace algunos años, la OEA calculaba que las ganancias brutas del negocio de cocaína ascendían a US $ 85.000 millones. De ellos, sólo el 1.2% quedaba en los países productores y de esta porción, sólo el 20% iba a los cultivadores, es decir, algo más del 0,2% del total. El negocio verdadero está en el tráfico: en la exportación a los países en tránsito, en la venta al por mayor y, por supuesto, en la venta al detal. Esta última, la tajada leonina, está a cargo de carteles locales en los países consumidores.
De ahí que el reto de ofrecer alternativas a los campesinos cultivadores no es descomunal: sustituir ingresos a familias a cargo de, aproximadamente, cien mil unidades, infraestructura, presencia del Estado, salud y educación.
*Rafael Orduz, académico y analista económico, Doctor en Ciencias Económicas de la Universidad de Gottingen en Alemania, exsenador de la República, @rafaordm