La libertad de Garavito

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No le compete al juez de ejecución de penas ni valorar la gravedad de la conducta por la que fue condenado Garavito ni exigir el pago de perjuicios a las víctimas y, aun cuando las normas dan un estrecho espacio para hacer algún malabar interpretativo y así negar el beneficio, es innegable que algún día, no muy lejano, este confeso asesino serial podrá afirmar que ya ha cumplido su pena.

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Enorme despliegue mediático y gran preocupación social causó alguna noticia relacionada con la posibilidad de que el señor Luis Alfredo Garavito, quien fue condenado a cuarenta años de prisión por violar y asesinar a más de un centenar de menores de edad, pudiera quedar en libertad. Para comprender su situación particular deben atenderse cuando menos tres escenarios, antes de que el locuaz legislador, izando la bandera de los niños, corra a promover un referendo constitucional para intentar instaurar, una vez más, la prisión perpetua.

Lo primero que debe decirse es que el señor Garavito recibió la pena más alta posible para la época en la que cometió los delitos; hoy día, si cualquier persona perpetrara conductas similares, se vería enfrentada a purgar una condena de sesenta años, lo que muchos estimamos es una pena perpetua de facto.

En segundo lugar, de lo que se está hablando es de la posibilidad de que el Sr. Garavito acceda a la libertad condicional. Este instituto, según jurisprudencia pacífica de la Corte Constitucional, tiene un significado moral y otro social; por el primero se entiende el estímulo al condenado que ha dado muestra de su readaptación y, por el segundo, la motivación a los demás condenados a seguir con el buen ejemplo y así proyectar una reincorporación social.

Este instituto ha tenido diversas regulaciones. En el Decreto – Ley 100 de 1980, estatuto penal vigente al momento en que Garavito cometió sus delitos, un juez “podría” conceder el beneficio cuando se cumplieran las dos terceras partes de la pena impuesta y el estudio de su personalidad y su buena conducta en el establecimiento carcelario permitiera suponer su readaptación social. En esta normativa de manera expresa se prohibía al juez negar la libertad condicional por razón de los antecedentes penales del condenado o por circunstancias tenidas en cuenta al momento de imponer la respectiva sentencia.

Vino luego la Ley 599 de 2000, Código Penal vigente, y allí se preceptuó que el juez “concederá” al condenado la libertad condicional cuando hubiere cumplido las tres quintas partes de la condena, siempre que de su buena conducta pudiera el juez deducir, motivadamente, que no existe necesidad para continuar con la ejecución de la pena. A renglón seguido, de manera perentoria, se reiteró que no podría negarse el beneficio atendiendo circunstancias y antecedentes tenidos en cuenta para la dosificación de la pena.

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Posteriormente, la Ley 890 de 2004 modificó esta disposición principalmente en tres aspectos: i) introduciendo que el juez “podrá conceder” la libertad condicional, ii) añadiendo “previa valoración de la gravedad de la conducta punible”, y iii) aumentando el tiempo de cumplimiento de pena a las dos terceras partes. Una década después, mediante Ley 1709 de 2014, se señaló que el juez “previa valoración de la conducta punible”, “concederá” la libertad condicional, con el cumplimiento de algunos “requisitos” como son las tres quintas partes de la pena, adecuado desempeño y comportamiento y arraigo familiar, supeditando el acceso a la reparación de la víctima o al aseguramiento del pago de la indemnización.

En tercer lugar, no puede dejarse de lado que un principio orientador del derecho penal es el de favorabilidad, de raigambre constitucional, según el cual la ley permisiva o benévola, aun cuando sea posterior, se aplicará de preferencia a la restrictiva o desfavorable. Desde otra perspectiva, no es posible que a una persona se le aplique una norma posterior desfavorable.

De los anteriores escenarios se concluye, de una parte, que se ha propendido por poner talanqueras para acceder a la libertad, sin que haya habido preocupación por establecer auténticos programas de resocialización, con lo que se han deshumanizado los tratamientos penitenciarios. De otra parte, y aterrizando al caso puntual del señor Garavito, se tiene que la norma que le sería aplicable es aquella que ordena al juez conceder la libertad cuando se cumplan las 3/5 partes – que ya las debió satisfacer con creces – con una valoración de su conducta en el centro carcelario que le permita al funcionario deducir que no existe necesidad de ejecución de la pena.

Es decir, no le compete al juez de ejecución de penas ni valorar la gravedad de la conducta por la que fue condenado ni exigir el pago de perjuicios a las víctimas y, aun cuando las normas dan un estrecho espacio para hacer algún malabar interpretativo y así negar el beneficio, es innegable que algún día, no muy lejano, atendiendo a las redenciones, este confeso asesino serial podrá afirmar que ya ha cumplido su pena y, por lo mismo, que ha saldado su deuda con la sociedad.

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Ese día ya no habrá margen para malabáricos interpretativos y cuando se “denuncie” nuevamente la posibilidad de su libertad, el mandatario de turno saldrá a recriminar a la justicia por cumplir con su deber y a promover absurdas, pero taquilleras, reformas penales, desconociendo que nada se ha hecho para al menos intentar una posibilidad de resocialización que, gústenos o no y cúmplase o no, es, hasta hoy, uno de los fines que orientan la imposición de las penas en Colombia.

*Dr. Iur. Mauricio Cristancho Ariza, abogado penalista, @MCristanchoA

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