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A Bartolo Vidal, el negro que la vida le debe honra y los hombres tributo!
Nunca se supo si la muerte había madrugado a llevarse al viejo. Pensándolo bien, debió dormir en casa, pues, se le olvidó cerrar la puerta al regresar del ventorro donde acostumbraba a ir por media libra de azúcar y una papeleta de café, de las pequeñas, porque en cuentas ajenas, no tenía para más y siempre sus ganas de tomarlo eran mayores a lo que cargaba en su bolsillo.
Eran vísperas de elecciones, un intenso olor a pastel y los sonidos altisonantes de los cerdos habían espantado el sueño y confundido el reloj de los gallos. Ese día no cantaron como de costumbre, solo algunos se escucharon a lo lejos, perdidos, tímidos; precisamente, por los lados del cementerio, donde acaban las vanidades y no se entierran los cuentos.
El viejo, en sus mejores años, de hermoso parecer, cejas pobladas, patillas gruesas y largas, vestía de pantalón, drill almidonado, de camisa bien planchada, brillante, y con rastros de una vieja plancha de carbón, suavizada con los trozos amasados de esperma; como los recogidos por mi abuela, cuando iba a las procesiones y esperaba que se quemaran las velas cargadas de esperanza; mujeriego, de bajo perfil y del que se decía que, estando joven, las mujeres no podían verlo a los ojos.
De él, poco se sabía, solo que llegó de lorica, por la Ciénaga Grande, y que era turco: Como esos que jamás hemos visto enterrar a sus abuelos, como tampoco celebrar fechas importantes para no gastar y porque todo le daba igual.
Trataban de seguirlo, como para armarle la vida o para justificar su soledad. Siempre se les perdía en el horizonte, el mismo que pone limite a nuestros ojos, el que se rueda a cada paso que damos y que se termina tiñendo de negro cuando cae la tarde.
Estaba muerto, y se supo con el mismo emisario que avisa a los buitres cuando tiramos a los perros que decimos amar. Eran entre las seis y siete de la mañana, por la claridad que se tiene cuando vemos pelear victorioso al sol con la neblina: No hace mucho que murió, aún está caliente, aguado…dijo Elcidora, la médica del pueblo, que no sabía otra cosa que limpiar heridas y recoger chismes, porque sin importar la enfermedad, la necesidad o el dolor, terminaba enterando a todos del sufrimiento y de sus causas, como si se hubiera especializado en mostrar los trapos con que se cubren las vergüenzas.
Mientras tales sentencias se escuchaban, algunos aparecieron rauda e intempestivamente para asomarnos por las rendijas de la vieja casa, y que más parecían las arrugas del viejo, profundas, delgadas, oscuras y abundantes, evidencia de los besos prófugos de santas y bandidas.
Todos se miraban, “las viudas escondidas”, se sentían más seguras, con la tranquilidad de enterrar con el viejo una parte de su historia, de sus encuentros furtivos y seguramente, la célebre historia de salidas al patio por la sencilla razón de no poder dormir o para ver por qué ladran los perros.
Nadie lo había notado, pero toda una generación había nacido en los años que el viejo era el rico del pueblo. Tan así, que asoleaba la plata; la época cuando los que no tenían nada, jamás se acostaban sin comer, y solo con las mujeres tomar el enmontado camino del cementerio.
Parecía un asunto de mujeres, las que se dividían entre culpas, lastimas y recuerdos, y que esperaban que todo fuera rápido. ¿Qué ropa se le colocaría a quien siempre se vestía igual? Una preocupación de nadie y en la que a todos se les concedía la razón, pero que no eximía de abrir una caja de caoba agonizante, que en algún momento fue un baúl de cuatro patas, con un penetrante olor a naftalina, y cuya llave empuñaba el viejo yerto en señal de cuidado e importancia.
En un parpadear, se perdió la llave, como si de un solo tajo le arrebataran al viejo la paz de su descanso. De seguro creyeron que sería un pasaporte a la riqueza; pero nunca, que aperturaría la ruina y vergüenza de todos.
La llave, segura de lo que guardaba, y con obstinación sagrada, rebelde, sin renunciar a su importancia, se dejó caer estrepitosamente de unas enaguas desgastadas y elásticos que se juntaban obligados por cutrosos nudos. Una carrera sin antecedentes, con arraigo en las tradiciones y con la importancia y el estricto protocolo de la sacramentalidad parroquiana: Un Cristo, testigo mudo, de mirada gacha y que pareciera fastidiarle la luz sinuosa de las velas. Unas heliconias juntadas con festivos bonches que aún tenía la evidencia de haberle robado a la noche el alimento que le trae a las plantas. Seis velas que, para estos casos, se deben meter en agua y que por supuesto, no tuvieron tiempo de alargarle su agonía.
¿Y las sábanas? – preguntaron en medio de los murmullos. ¿Para qué? Fue la contrapregunta que no evitó disimular las viejas estampitas de santos a los que el muerto no les rezaba y que, de seguro, alcanzaban a tapar las luces que se filtraban por las viejas paredes, testigos de encuentros de nivel delictivo.
¡Llegó Bartolo! ¡Llegó Bartolo!, un Negro de paso de plomo, lento, que nadie sentía llegar, más aún, cuando toda su vida la dedicó a colocar serenatas. Gran amigo del muerto, hasta el punto, que conocía un sin número de hijos, madres y cuyo papá era el mismo. ¡Amigo, aquí están las mujeres de mi tierra! Una frase que ilustraba la esencia del pueblo, una sinfonía de placeres y pecados y de los tambores de guerra entre el silencio y la verdad.
De Bartolo se sabía que siempre mantenía un ataúd de madera, pintado de caoba y blanco, esperando entrar en escena, y en cuyo revés, al medio día, veía pasar la película de su vida, pues, estaba justo encima de una curtida hamaca de pita, en la que solía subir los pies, después de meterlos bajo la mesa. No lo dudó, y con la firmeza que se tiene cuando se sabe la verdad, puso orden al caos y regaló a su viejo amigo el estuche de su partida.
Sin medidas de nadie y sin medias, con barbuquejo, entrelazados sus dedos y lánguido semblante, el yerto, no esperaba que nadie lloraba. Al unísono, se marcó el paso para llevarlo desde la manchada lona, hasta el estuche que le regaló Bartolo. Sin doliente, con esposas ajenas e hijos prestados en la escena, se clavaron cuatro puntillas. Uno por cada extremo del cajón. Una pequeña apertura del tamaño de un retrato, fue reduciendo al viejo y las posibilidades de saberse la verdad.
A excepción de Bartolo, nadie sabía que el muerto, era hijo del turco, que no quiso estudiar y solo se dedicó a comprar muchachas y preñarlas. Junto a él, fue músico de ventana, protagonista de amores que nacían cuando se apagaban los mechones, cuando los hijos corrían riesgo de acostarse sin comer, incluso, cuando los maridos se ponían bravíos por estar el fogón apagado, y sencillamente, cuando se ingeniaban los aparatos en los caminos para quedar solos con mujeres ajenas.
Tan delgado era el vidrio del ataúd, como lo que separaba a los presentes del muerto: Grande la Ciénaga de Lorica, pero curtidas las aguas que la nutren, como la profundidad de nuestras tradiciones y los secretos de quienes con cuatro pesos, sucios de plata, se les llama don.
*Luis Daniel Montiel Osorio. Licenciado en Filosofía y Ciencias Políticas, Especialista en Educación Cultura y Política y Maestrante en Administración y Políticas Públicas. efe de la Oficina de Egresados de la Universidad de Córdoba.