La mujer que llegaba a las diez

0
70

About The Author

“La vida es la farsa que todos debemos representar” Rimbaud.

Créditos: Kristijan Arsov

(Lea también: Un espía entre nosotros)

Son las diez de la noche, sobre mi escritorio hay una caja de cerillas, cigarrillos y varias monedas dispersadas que han sobrado del viaje del metro que hago a diario, una intempestiva ráfaga de viento se cuela por una de las ranuras de la ventana; estoy tumbado sobre la cama fumando y miro la puerta por donde hace algunos minutos ha salido una mujer de unos treinta años quien ha venido a traerme varios manuscritos para que se los corrija porque está a punto de graduarse en no sé qué cosa. Es una mujer alta y esbelta, que aún conserva cierto aire de elegancia, vestía un jersey de color azul, acompañado de una falda ajustada tipo ejecutiva, pienso que esta mujer en alguna época pasada con algo de suerte debió ser actriz de cine o televisión, casi nunca mira a los ojos, nuestra relación es estrictamente profesional, viene a estos apartados lugares porque según sus amigas soy bueno en lo que hago: corregir, redactar textos para otros, no sé si eso será cierto, me es indiferente, lo que otros odian hacer yo lo disfruto.

Estaba a punto de encerrarme en mi estudio cuando tocó suavemente la puerta como lo hace la gente decente, entró de forma imperceptible, hubo un instante de silencio y comenzó a recorrer  la sala con dejo de preocupación,  se sentó en el sofá, cruzando sus largas piernas, con voz susurrante inició una perorata donde incluía frases como experticia, organización, éxito, estrategia; yo la escuchaba en silencio, permanecimos sentados uno frente al otro por varios minutos bajo la atmosfera de una bombilla que despedía una luz amarilla, yo la seguía escuchando atentamente cual confesor medieval, al final le ofrecí una copa de vino, por primera vez por encima del cristal me miró a los ojos, sus ojos despedían un brillo triste, al fondo el gramófono rebobinaba perezosamente sobre el acetato la sexta sinfonía pastoral de Beethoven; tomándose el primer sorbo preguntó: Mozart? No, le respondí con mirada de condescendencia,  pero con cierto aire de superioridad – vi que era una mujer acostumbrada a dar órdenes – se acercó y su cuerpo despedía el olor a un costoso perfume, dio un rodeo y me explicó en “forma ejecutiva” como ella le llamaba lo que quería con el documento, después siguió hablando y se metió en una especie de monologo el cual finalizaba mandando al carajo a la persona que la institución de educación superior le había colocado como acompañante, mientras se desahogaba despachándose contra esa persona, yo la escuchaba sin interrumpirla repasando el mamotreto página por página, noté que era un borrador, tenía varias anotaciones al margen, párrafos resaltados, flechas, líneas curveadas de arriba a abajo como las que hacían los escritores de la vieja guardia, al final de la “asesoría” como ella le llamó, hizo una breve venia y se despidió; “es necesario que la acompañe a tomar el metro”  -le dije– con fina cortesía rechazó mi ofrecimiento.

Las primeras gotas de lluvias tamborilearon con fuerza sobre el ventanal, en la habitación contigua mi vecino escuchaba una y otra vez un estridente ritmo mezcla de reguetón y urbana, noté que el ruido de esa melodía alcanzó a incomodarla, al final cuando se despidió dijo de manera sutil que quienes escuchaban eso eran unos salvajes. La verdad no supe que decirle. No me importaba. El gramófono ahora rebobinaba la sinfonía número dos de Brahms. Cuando salió reinaba un silencio, el olor de su costoso perfume se había mezclado con el humo del tercer cigarrillo que yo había encendido. Tumbado en el sofá pensé mucho en esa mujer, en sus ademanes, en su rodeo como fiera enjaulada alrededor del sofá explicándome que quería del documento.

(Texto relacionado: Saturno espiado desde Barrancabermeja)

A esa hora tenía que coger seguramente el metro que se desplazaba como un gran gusano articulado recorriendo las relucientes autopistas con sus vagones atiborrados de personas que en silencio sentadas o de pie regresaban de sus trabajos, algunos con cara de aburrimiento o de cansancio, otros metidos en sus pantallas digitales. En días pasados leí la historia de una mujer la cual vivía hiperconectada al mundo virtual y había caído en una profunda depresión al no saber qué hacer con su vida cuando uno de esos colosos digitales la había desconectado de esa realidad; después de varias horas cuando se restableció la conexión dicha mujer en estado de euforia propinaba besos a su tablet, el colectivo digital al cual pertenecía prorrumpió en vítores de júbilo cuando se le restableció el servicio.

La mujer que me había visitado esta noche, le tocaba experimentar de regreso a su hogar lo que viven a diario las miríadas de almas en esta metrópoli: viajar apretujados en esos vagones como latas de sardinas, comer, dormir, trabajar, en esa especie de circulo se les va la existencia, su paso por este planeta azul; alguna vez viajando en ese mismo metro vi a un hombre que ocupaba la silla delantera de uno de esos vagones fijar su lánguida mirada sobre los desiguales edificios parecidos a una película virtual que pasaban fugazmente por la ventanilla, tenía un tic nervioso en sus manos, con sus dedos contaba todo el tiempo cosas imaginarias o los edificios que acababan de pasar por su retina, ese hombre con un poco más de imaginación podría ser director de cine o de una película. – pensé – porque ellos, los directores de cine pueden ver los detalles, cosas, sucesos que los demás mortales obviamos.

Pasaron varias semanas en las calendas y la mujer que llegaba todos los días a las diez no regresó, un día estaba sentado en la soledad de un parque terminado de leer “si te dicen que caí”, la sórdida y electrizante novela de Juan Marsé, levanté la mirada y vi que llegaba con un niño el cual trataba de acomodar sobre un carrusel multicolor donde permanecían atornillados varios ponis elaborados en fibra de vidrio, a su lado un perro “de raza” roía un hueso artificial, desde allá hizo un ademán parecido a un ligero saludo, yo se lo respondí; seguí metido en mi lectura escuchando todo a mi alrededor, el perro que seguía jugando y ladrando, el ruido del carrusel que arrancaba a girar, el autobús que frenaba y vaciaba a los pasajeros, el vendedor de chuchería que ofrecía sus productos.

Cuando llegué a mi apartamento me dio curiosidad por buscar en que había terminado todo y encontré en un corto video que se había graduado con honores de una importante universidad, en un lacónico y emotivo discurso enviaba palabras de agradecimiento a todo el mundo, mi nombre no apareció por ningún lado, la verdad no tenía la intención que me nombrara; me era indiferente. igual como me dijo la última vez que nos encontramos que me “pagaba bien” por el trabajo que le había hecho, me sentí un poco incómodo cuando dijo “pagar”, la verdad no tenía ninguna pretensión que me incluyera en sus palabras de agradecimiento igual ese era mi oficio; si ese fuese el asunto ya tendría al menos diez títulos académicos, porque la mayoría de las veces me ha tocado estudiar por ellos.

Cuando cerré la obra de Marsé, escuché a mis espaldas una voz convertida en susurro: – ¡hola, usted es la persona que corrige los textos!, volví la mirada y vi que era una joven de cabello rizado, en sus mejillas sonrosadas había un universo de pecas, permanecía metida en un enterizo parecida a “la muchacha de las bragas de oro” de la obra de Marsé. La joven que me interrogaba tenía mirada de inocencia no como el diablillo de la novela de Marsé. “Sí, soy yo” – le respondí – “necesito que me corrija este texto”, y me largó varios rollos de papel amarillentos y estropeados por el sudor de sus manos. Nuevamente le quedé mirando y le dije sin apartar la mirada de sus pómulos tapizados de pequeñas estrellas. “Mañana nos vemos a las diez”. Sin mediar palabra se alejó en la distancia con sus manos metidas dentro de su braga, la mujer y el niño ya se habían alejado, el carrusel de caballos artificiales seguía girando solitario. Yo seguía pensando en esa muchacha de las bragas de oro que mañana llegaba a las diez.

(Le puede interesar: Luis Alfredo Sierra, el hombre que aún llora a su compadre)

*Ubaldo Díaz, Sacerdote. Premio nacional de cuento y poesía ciudad Floridablanca. Premio de periodismo pluma de oro APB 2018 – 2019 – 2022 – 2023 – 2024. En las categorías prensa escrita (crónica, perfil, reportaje), email: [email protected]

Autor

DEJA UNA RESPUESTA

Please enter your comment!
Please enter your name here

El periodo de verificación de reCAPTCHA ha caducado. Por favor, recarga la página.