La vacunación: inmunes en la desigualdad

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Las estadísticas muestran la desigualdad socioeconómica de la aplicación de dosis.

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El 1 de septiembre, fecha en la que originalmente se proyectaba alcanzar la denominada inmunidad de rebaño contra la Covid-19 correspondiente a un 67% calculado de la población, la cifra de esquemas completos no llegaba a los 15 millones, ni la mitad de los aproximadamente 35 millones estimados para aquella meta del Plan Nacional de Vacunación (PNV). Esa situación podría ser excusable en mayor o menor medida debido a las dificultades logísticas y ajenas al gobierno nacional, sea en la parte de la producción de los laboratorios o en la distribución encargada a cada localidad. Sin embargo, no pueden pasar inadvertidas las estadísticas que muestran la desigualdad socioeconómica de la aplicación de dosis.

En efecto, siguiendo una tendencia de atrás (junio y anteriores), los datos correspondientes a julio muestran cómo las personas que no se encuentran dentro de la pobreza monetaria presentan una tasa de vacunación con dos dosis del 47% mientras la población dentro de la pobreza monetaria del 27%, según el reporte del DANE en agosto de su Encuesta Pulso Social (ronda #13). A la vez, en el periodo citado, el grupo pobre monetario tiene el 49% sin vacunarse pero dispuesto y, por el lado del grupo sin pobreza monetaria, un 27%. Es decir, el factor de ingreso se presenta como uno de desigualdad al acceso de la vacunación en medio de la pandemia.

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Para hablar con rigor, el PNV contempla unos principios adecuados que suponían evitar una situación así desde su concepción. El principio de beneficencia aseguraba la entrega gratuita y el de equidad-justicia la no discriminación, pero evidentemente algo falló entre esos presupuestos y el desenvolvimiento de una intervención de salud pública que se desarrolla en contextos determinados. Así, en el desarrollo del PNV podemos identificar una realidad de la desigualdad sobre las formalidades del mismo, donde no alcanza con establecer unos principios necesarios pero insuficientes para contrarrestar una realidad tan persistente de desigualdad socioeconómica.

Sobra mencionar nuestro lugar en el campeonato de la desigualdad. Lo que sí compete recordar y podría explicar la desigualdad en la vacunación es la marcada informalidad de nuestra economía, algo tan sencillo como que, si una persona que vive de rebuscar su sustento diariamente deja de trabajar por hacer las muchas veces prolongadas filas, no podrá llevar ingresos a su hogar ese día para satisfacer sus necesidades.

Por otra parte, si la persona se encuentra subordinada en su actividad económica depende de la permisividad patronal, la cual se pone al límite de la tolerancia debido a las fallas del desarrollo del PNV. Perdí la ida tres veces antes de recibir mi vacuna; la información no era precisa (‘espere, pero no sabemos cuándo llegan las dosis’) ni oportuna para disponer o no de un tiempo que podía simplemente desperdiciarse. Ese tipo de manejo no le ayuda a quien emplea ni a quien trabaja y minimiza la eficiencia de la empresa por ausencias innecesarias.

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Ese tipo de hipótesis se pueden considerar referente a la dinámica productiva, ya sea por empleo precario o ausencia del mismo, porque cuando el DANE indaga por la razones para no vacunarse pregunta únicamente por creencias o conceptos sobre las vacunas y el virus, a saber, efectividad, peligro, control (manipulación, el famoso el chip), percepción de riesgo y oposición a las vacunas, con la única excepción de la opción para las personas que se han contagiado. La razón del riesgo de efectos adverso se mantiene estable como la mayoritaria desde hace un par de meses, pero el sesgo ocurre porque ninguna opción contempla otro tipo de variables que se podrían englobar en razones económicas, para referirse a posibilidades de incompatibilidad productiva o, para las personas sin ingresos, falta de recursos para desplazarse a un puesto de vacunación. En toda intervención de salud pública debe corresponder, incluyendo su medición y evaluación, un análisis de las condiciones dentro de las cuales los ciudadanos adhieren o no a un tipo de tratamiento o medida, es decir, los determinantes sociales de la salud.

Además, un punto que refuerza la hipótesis de la contradicción entre protección y productividad lo trae el estilo oficinista preponderante en los operativos de los puntos de vacunación, que funcionan en horario únicamente laboral, solapamiento de jornadas que ponen en una dicotomía a las personas entre vacunarse o trabajar. En la consideración de la falta de ingresos, los gobiernos locales podrían facilitar vales o ‘tickets’ de transporte público u otros estímulos pequeños pero atractivos como refrigerios – en Nueva York pagan 100 dólares, suficiente para cubrir un jornal básico allá -. Faltaría hablar en general del caos habitual que se vuelve la red de puntos de vacunación por la falta de información sobre la disponibilidad y tipo de dosis en cada punto, que complica mucho la tarea y la puede volver en un oneroso paseo por la ciudad. Quién puede asumir ese costo oculto accede con mayor facilidad a la vacunación. Tampoco se puede desestimar la carga de la economía del cuidado, pues lo hogares monoparentales con jefatura femenina presentan mayores tasas de desempleo y pobreza.

Finalmente, la pandemia siempre ha desnudado la desigualdad. No sería el primer asunto en ella que se debe pensar con un abordaje diferencial para la población más vulnerable o con menos recursos, pero sí uno de los más delicados porque la salud, su protección, aparece como derecho cuando se materializa con un cuidado eficaz para las condiciones concretas de las personas. De lo contrario, lo único inmune es la desigualdad, la enfermedad colombiana de toda la vida.

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*Santiago A. Monsalve, sociólogo de la Universidad de Antioquia (2020), diplomado en Docencia Universitaria con Enfoque de Paz y Derechos Humanos, y corredor fondista aficionado y senderista. @SociologoAzul

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