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El año 2001, los países americanos firmaron la Carta Democrática Interamericana, esa misma que ha sido citada en distintas oportunidades para resolver el problema que en Venezuela está causando la gestión del señor Maduro y cuya aplicación no ha sido posible, pero que sí sirvió en sus inicios para consolidar al Presidente Chávez y afectó a Honduras cuando se sustituyó al Presidente Zelaya. Ese mismo dispositivo, en teoría vigente, es en la actualidad letra muerta respecto de lo que está ocurriendo en Nicaragua ante el silencio atronador de los países del hemisferio.

Que en Venezuela y Nicaragua se afecten de manera consuetudinaria las prácticas políticas de los dirigentes de oposición, que se les persiga, detenga o inhabilite ya se ha hecho costumbre y es lo cierto que, internacionalmente, nada efectivo pasa, lo que se contrapone a lo que ocurrió cuando quienes ocupaban el gobierno en Venezuela y Honduras fueron separados del mismo. En esas oportunidades, la reacción sí fue inmediata y hasta diríamos que efectiva, lo que podría llevar a la conclusión que dicha Carta es protectora de gobiernos.
“Los acuerdos deben ser respetados” es una máxima del derecho de gentes que adoptó de manera expresa la Convención de Viena sobre Derecho de los Tratados pero que los países no están respetando. Ello es una realidad incontrovertible al permitir que miembros de la comunidad internacional vulneren los mismos sin ningún tipo de sanción, bien por razones de identidad ideológica, bien por motivos de carácter económico. A eso, demócratas responsables, deben buscarle salidas.
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La retórica es muy buena para las galerías pero inefectiva para las víctimas de las prácticas de regímenes depredadores de las libertades que conlleva la democracia. Ejemplos tenemos en nuestra América ante la vista casi impávida de buena parte de los miembros del hemisferio.
La situación, sin embargo, no se reduce a éstos. Uno puede entender que países que no tienen por norma a la democracia mantengan relaciones con quienes aquella vulnera, pero resulta cuando menos llamativo que gobiernos democráticos permitan a dictaduras evidentes o gobiernos autoritarios actuar contra sus ciudadanos sin ningún tipo de sanción por ello.
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El principio de no injerencia debe tener un límite inalterable: la protección de los derechos humanos de los ciudadanos. Cuando ése se traspasa, el derecho de la comunidad internacional a reaccionar debería ser indiscutible. Pero, más aún, ese derecho no debería estar supeditado a acuerdos, consensos, votos o vetos cuando es lo cierto que el actuar de un gobierno, afecta a sus ciudadanos.
A pesar de lo escrito, he sostenido que en el caso venezolano, el problema debemos resolverlo nosotros. Estas líneas no contradicen ese pensamiento; por el contrario, lo reafirman con la particularidad que sería mucho más fácil resolverlo si, dada la actuación interna de la gestión Maduro o para Nicaragua del señor Ortega, aplicáramos el principio de derecho de bilateralidad en los contratos: si tu no cumples, yo no tengo por qué hacerlo.
De nada sirve suscribir pactos o acuerdos si estos no valen ni siquiera el papel en el cual están firmados. Esa es, lamentablemente, la impresión que a uno le aporta lo que observa en nuestra América.
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*Gonzalo Oliveros Navarro, Magistrado del Tribunal Supremo de Justicia. @barraplural