La compasión es la clave

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Siento compasión por los jovencitos cuyas vidas acaban en un charco de sangre y también siento compasión por el policía del Esmad que, antes de salir a enfrentar a una multitud iracunda, recibe una llamada de su esposa en la que le comunica que no tienen ni siquiera arroz para comer.

Suena a frase hecha y lo es: la violencia solo trae más violencia. Sin embargo, por muy hecha que sea la frase, no por eso es menos cierta. La violencia genera enormes cantidades de sufrimiento a enormes cantidades de personas. No solo sufre aquel sobre el que la violencia cae directamente sino también quienes lo rodean, ya sea de manera cercana o menos cercana.

Yo, por ejemplo, he sufrido mucho por la violencia que vivimos en este país. No logro entender sus motivaciones profundas, sus raíces. Claro, no soy tan ingenua como para no saber que la desigualdad, la pobreza, la discriminación y la injusticia son causas de violencia, pero me parece que, aunque ésta es una explicación necesaria, no es suficiente. No en todos los países donde la gente sufre por causa de estos flagelos la respuesta es de la misma magnitud. ¿Factores psicológicos propios de los colombianos? Tampoco me parece una explicación satisfactoria porque, si de patologías mentales se trata, es posible afirmar que todos los seres humanos sufrimos, mínimamente, de neurosis, ese estado mental que, aunque no nos desconecta del todo de la realidad, nos hace percibirla como amenazante e insatisfactoria y nos impulsa a actuar torpemente en consecuencia. Por mucho que me he devanado lo sesos, como dicen por ahí, no he logrado comprender por qué los colombianos (y las colombianas) somos tan violentos, por qué siempre respondemos a la agresión con más agresión, generando así un bucle de dolor que parece de nunca acabar.

Los hechos que han tenido lugar en el país y, principalmente, en la capital, en los últimos días, me han dejado consternada, tan consternada como las masacres que se vienen sucediendo una tras otra en las regiones. No logro entender por qué nos seguimos matando unos a otros de esa manera. No logro entender cómo la policía puede cometer semejantes desmanes, asesinatos; no logro entender por qué los jóvenes salen a destruirlo todo, en arrestos de “necedad juvenil” como llama el I Ching, libro sabio de los chinos, a los ímpetus irresponsables que nos poseen en nuestros años mozos. Tal vez, me digo, no se trata de entender, sino de actuar. Como en la famosa enseñanza del Buda Shakyamuni, si una flecha se nos clava, no podemos detenernos a pensar de dónde viene, a qué bando pertenece el que nos la lanzó, de qué materiales está hecha. ¡Nos toca actuar y sacarnos la flecha antes de que nos mate!

Mi manera de actuar, porque no sé cómo más, es ejercitar la compasión, ese sentimiento que brota del corazón y que nos hace desear, desde la comprensión profunda del otro, que éste se libere del sufrimiento y de sus causas. Comprensión no es lo mismo que entendimiento. La comprensión viene de otra parte del ser que no es la cabeza, e implica empatía, ponerse en el lugar del otro y tratar de abrazar sus sentimientos y, así sea por un instante, asumir su manera de pensar. Si no es con compasión, no sé cómo más aceptar lo que pasa en este país, en mi ciudad, con mis compatriotas. Si no es con compasión no podría seguir respirando el mismo aire con personas que creen que la violencia es la respuesta que hay que darle a la violencia.

Entonces, siento compasión por los jovencitos cuyas vidas acaban en un charco de sangre y también siento compasión por el policía del Esmad que, antes de salir a enfrentar a una multitud iracunda, recibe una llamada de su esposa en la que le comunica que no tienen ni siquiera arroz para comer, como me lo contaba un agente en unos talleres de derechos humanos que dicté para la Policía. Siento compasión por el masacrado y por el perpetrador, por la víctima de violación y por el violador, siento compasión por el que causa el dolor y por quien debe sufrirlo.

Sé que hablar sobre la compasión como forma de lidiar con los conflictos graves que nos agobian no tiene un buen ranking de popularidad. Como lo están diciendo muchos en las redes sociales, la ira está justificada y lo que hay que hacer es salir a las calles a gritar, patear, matar policías, quemar iglesias. Pero esto es cerrar los ojos ante una realidad contundente: todos estamos en el mismo barco y, si no somos capaces de abrirnos al otro, así el otro sea un asesino, si no sentimos compasión por él, si no queremos desde lo profundo de nuestro ser que se libere del sufrimiento y de sus causas, seguiremos respondiendo a la violencia con más violencia y nuestro ciclo de dolor se perpetuará hasta el fin de los tiempos.

*Miriam Cotes Benítez, Filósofa y comunicadora. Licenciada en Educación con Maestría en Literatura Inglesa. Amplia experiencia en creación y dirección de contenidos; investigación y pedagogía tanto en el sector público como el privado.

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