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Luis Emil Sanabria, presidente de Redepaz, aborda la cuestión de la ausencia del Estado en los territorios.
Los informes que la Misión de Verificación de las Naciones Unidas a la reincorporación política, económica y social y las garantías de seguridad para los integrantes de la FARC, sus familias y las comunidades, como parte fundamental del seguimiento internacional pactado en el Acuerdo de Paz firmado con las extintas FARC-EP, juegan un papel de importancia.

A pesar de las dificultades, los ataques o estigmatizaciones de las cuales ha sido objeto, la Misión a través de los informes, logra presentar a la comunidad internacional y a la sociedad colombiana una radiografía sobre los avances y dificultades en la implementación del Acuerdo de Paz. Éstos afortunadamente van más allá de lo misionado en el acuerdo, reconociendo la integralidad del mismo y tratando de superar las miradas fraccionalistas que quieren limitar su alcance real a la dejación de armas, desmovilización y reincorporación – DDR -, como si el Acuerdo en general no fuera el fruto de una negociación política, con compromisos de las dos partes firmantes.
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Sin embargo, y sin dejar de reconocer la importancia de los informes, me atrevo a discrepar de una afirmación contemplada en el documento presentado con fecha 6 de abril de 2021 y que, en muchas ocasiones, es también argumentada por importantes sectores de la vida política y social, que defienden la paz y la reconciliación. Al respecto, el numeral 25 de dicho informe dice: “La concentración de la violencia en algunas regiones es el resultado de una presencia limitada del Estado, elevados niveles de pobreza y la proliferación de grupos armados ilegales y organizaciones criminales que se enfrentan por las economías ilícitas”.
Para mí, y seguramente para muchas organizaciones sociales y comunitarias, la concentración de la violencia en algunas regiones y en todo el territorio nacional no es el resultado de una presencia limitada del Estado, sino al contrario, es el resultado de la presencia del Estado como lo conocemos y la implementación de políticas de gobierno, que tienen grandes fallas estructurales ligadas a la administración y la planeación centralizada, la limitada democracia, el desconocimiento a las formas organizativas y de gobierno tradicionales indígenas, afrodescendientes y comunitarias, entre otras consideraciones, que generan las violencias que elevan la pobreza y promueven la proliferación de grupos armados ilegales, criminales y economías ilícitas.
El Estado ha llegado con sus planes y proyectos de “desarrollo” centralizados, violentando la autonomía y la espiritualidad de los pueblos indígenas y afrodescendientes, y desconociendo los derechos al agua y al territorio de los pueblos ancestrales y los campesinos. El Estado ha llegado con su máquina de guerra legal y sus aliados ilegales a despojar territorios, a sembrar violencia y desigualdad, a violar los derechos humanos, a confinar o desplazar comunidades. El Estado dominado por las corporaciones privadas que administran y se apropian de sus recursos económicos ha llegado a los territorios a convertir los derechos a la salud, la vivienda y los servicios básicos en un negocio corrupto y violento que le arrebata la dignidad a la gente y sus organizaciones, ese mismo Estado que asume las políticas económicas del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. El Estado ha llegado a los territorios a brindarle garantías a las multinacionales que implementan las políticas extractivistas que destruyen las selvas y condenan a la diversidad biológica a la extinción.
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Se trata de abordar el análisis a la problemática y las soluciones desde otra orilla, desde la de quienes creemos y trabajamos por la paz territorial, concebida como la construcción integral y participativa de nuevas realidades más equitativas y justas, desde ejercicios participativos de soberanía popular, los reconocimientos de los derechos a la protección de la diversidad étnica y cultural de la nación colombiana y la obligación del Estado de proteger las riquezas culturales, según se pactó, entre otros, en los artículos 3º, 7º y 8º de la Constitución Política. Esta mirada nos plantea el reto de reconocer, respetar e integrar a los diferentes conceptos y a las prácticas de Estado, las autonomías y la soberanía de los pueblos étnicos a la gobernabilidad democrática y participativa con poder de decisión, para que emerja desde el territorio el Estado legítimo y legal capaz de construir paz duradera y estable.
De allí la importancia de la implementación integral del acuerdo, que no puede dejar fuera de su desarrollo, por ejemplo, el punto 2: Participación política: apertura democrática para construir paz, el cual reconoce la necesidad de superar uno de los elementos principales e históricos generadores de violencia – la negación de espacios democráticos para que otras expresiones políticas y sociales participen en la vida democrática y hagan parte real de las diversas formas de concebir un Estado y gobernar en función de sus ideales – En ese sentido, el Acuerdo advierte que la construcción y consolidación de la paz en todo el territorio nacional demandan la ampliación y consolidación de la democracia, en especial de la democracia participativa que, a su vez, debe reconocer en la democracia directa el componente equilibrador frente a la democracia representativa y, desde allí, allanar la emergencia de las fuerzas políticas, sociales y comunitarias excluidas y/o ninguneadas en los escenarios de toma de decisiones públicas.
Dicho en otros términos, no se trata de que el Estado que ha generado violencias llegue al territorio a hacer o a no hacer de forma demencial “más de lo mismo”, como está ocurriendo con la perversa intención de retomar las aspersiones aéreas con glifosato. De lo que trata la paz territorial, y así la entendimos quienes apoyamos y aportamos al logro del Acuerdo de Paz, es de construir una nueva vivencia de Estado que, emergiendo desde lo local, reconozca en la ciudadanía habitante y defensora del territorio las capacidades para planear la permanencia en éste y la respalde como responsable y garante de la sostenibilidad ambiental y la biodiversidad, la valore como salvaguarda de la vida y la ancestralidad y como depositaria verdadera de derechos, una comunidad ciudadana a la que hay que fortalecer organizativa y políticamente, para que sea ella misma, respaldada por el Estado nacional, la que genere los cambios que serán necesarios para lograr una vida en dignidad.
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Se trata de desarrollar, amparados en el Acuerdo de Paz, en las comunidades y en el marco de la Constitución Política, escenarios de encuentro y construcción colectiva, capaces de generar realidades políticas, económicas y sociales que, bajo la legitimidad que otorga la participación ciudadana amplia y democrática, destierre de los territorios a la violencias en todas sus expresiones.
La territorialidad para la paz y la reconciliación es principalmente un reto que debe contemplar la generación de una nueva forma de ver y vivir, capaz de engendrar desde la periferia, una realidad política incluyente y dignificante de la vida. Papel importante juegan en estos escenarios los gobiernos y las democracias propias de los pueblos étnicos, las economías ligadas a la soberanía y el desarrollo endógeno, la autoprotección y el autocuidado de la vida, las organizaciones sociales, comunitarias, ambientalistas, defensoras de derechos humanos y constructoras de paz, las organizaciones y expresiones políticas progresistas que deben buscar la unidad territorial, capaces de asumir el reto de promover y presionar la reforma rural integral, la superación del narcotráfico, la sustitución concertada de los cultivos de uso ilícito, la reparación integral a las víctimas, en especial la reparación a los colectivos territoriales y nacionales víctimas del conflicto armado, entre otros compromisos del Acuerdo Final de Paz pactado con las FARC-EP.
*Luis Emil Sanabria, bacteriólogo, docente universitario con estudios en derechos humanos, derecho internacional humanitario y atención a la población víctima de la violencia política. @luisemilpaz