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Juan Ángel, experto en gestión cultural, describe algunos avances y muchos pendientes de la economía naranja y se pregunta por qué esta propuesta de largo aliento no consigue amigos.
A la hora de hacer un balance de las políticas públicas, todos los pronósticos se rajan por la pandemia. La economía naranja, también. Invitar a todo un país a que agregue a sus objetivos de crecimiento la innovación, la creatividad, el turismo y la cultura es una muy buena propuesta. Lo han hecho con muy buenos resultados en Londres, Silicon Valley, Hong Kong, Singapur, Barcelona, Eslovenia, Finlandia, Nigeria, India, China y Japón. Además, la promesa está llena de ventajas: para que la economía creativa funcione son necesarias la democracia, la libertad de expresión, la educación, una gran inversión estatal en cultura y desarrollos tecnológicos. Sin embargo, tras dos años de gobierno La economía naranja tiene un espacio político confuso.
En el resto de Latinoamérica, la economía naranja es una promesa como la economía verde, como cualquier otra. Si pueden, los gobiernos adoptan sus postulados, se inscriben en la idea y usan el término sin prejuicio. En Colombia, el término hace corto circuito porque se asocia al nombre del presidente.
El Ministerio hace la tarea: ampliación de las normas de cine a todo el sector audiovisual, proyectos de exenciones a inversionistas para toda la cultura, áreas de desarrollo naranja con enfoque local, creación del consejo naranja, atrayendo a sectores dispersos en otros ministerios, inversiones en el SENA muy grandes, consolidación de la información, aprovechamiento de las regalías. La reacción ante la pandemia para el sector es modesta e insuficiente porque la crisis es grande, pero clara y decidida: activación de beneficios (BEPS), flexibilización de presupuestos de la ley de espectáculos y más convocatorias, como la de MINTIC y otras.
Es muy seria la voluntad del gobierno de dejar estadísticas e información que permitan medir los resultados a largo plazo. Las cuentas satélites de cultura que vienen de otros gobiernos se están consolidando como puntos de referencia importantes, pero todavía no sirven para medir el éxito de esa política. Cuando termine este gobierno las estadísticas estarán listas para poder ser usadas por el siguiente. Bogotá, que hizo esa tarea en la alcaldía anterior, es un magnífico ejemplo: Claudia López tiene una batería de datos sólida con qué medir el éxito de sus propuestas en economía naranja. Las cifras no anulan el debate ideológico; le dan altura.
Ahora bien, si uno se detiene a mirar qué le ha pasado a la economía naranja en el entorno político, ese lugar que debe conquistar para convertirse en un proyecto común, la conclusión evidente es que le va muy mal: no tiene ni un amigo.
El primer desplante al proyecto más personal de Duque viene de su propio partido. Al Centro Democrático no le interesa la cultura. Sus militantes tienen una visión retrógrada de la economía. La economía naranja significa pluralidad, diversidad y educación más que cemento, elitismo, especulación y ganado. No se entiende por qué no dinamizan un proyecto que les puede dar oxígeno político por años y se suman al futuro que propone su líder. Les interesan otras cosas; lo sabemos.
Los independientes y aliados parciales del gobierno miran el desfile desde el balcón. La economía creativa todavía necesita mucho para ser una realidad sólida: debe entenderse más, tener metas y prioridades, explicar alguna que otra sorpresa en las estadísticas y fomentar mucha más acción local. Aunque algunos conocen del tema y, en sus campañas, tenían las mejores propuestas en industrias culturales, no se suman. ¿Tal vez para no darle ninguna ventaja al gobierno?
En las regiones el panorama es aterrador por la pandemia. Salvo las cinco grandes ciudades y las regiones de turismo cultural, todos los demás esperan la presión del Estado central y sus rentas. Los plazos de implementación son más largos y la visión de los líderes y empresarios locales corta. El Gobierno hace un trabajo de motivación, pero esa corriente de crecimiento sin involucrar a los actores de la economía naranja local no puede prosperar. La política creativa en región omite a los ciudadanos, a la educación, a la información y al consenso.
MINTIC, que rige el sector más grande de la economía naranja, es rehén de los grandes conglomerados audiovisuales y de medios. Esos sectores miran la política de economía naranja con desconfianza porque, de prosperar, tendrían que compartir el mercado con muchos más: bombardearon la Autoridad Nacional de Televisión – ANTV – , excluyen las entidades sin ánimo de lucro de las convocatorias y la última ley dejó sin regulación, ni impuestos, a los grandes conglomerados mundiales de entretenimiento.
A la economía naranja no le puede ir peor en los consejos de cultura, esa institución de participación, única, del sector cultura. En tres de las manifestaciones recientes del consejo nacional, se pide derogar la primera ley naranja, la que lideró el senador Duque. Es decir, buscan su exterminación de raíz. También el sector de cine rechaza a la economía naranja, a pesar del éxito de una ley de claro corte neoliberal, de valoración del conocimiento y estrategias de gestión. Se organizaron para lograr tres puestos del Consejo Nacional de las Artes, Cultura y Cinematografía, para oponerse a la economía naranja. ¿Su objetivo acaso es dispararse en el pie?
Los grandes productores de eventos y conciertos, moda, diseño, los juegos de video, publicidad y todo el audiovisual ahora están cubiertos por los intereses del viceministerio de la economía naranja. Antes, dependían de otros sectores que no entienden las lógicas de creatividad y de valores intangibles. Al sector cultura, el de siempre, que había capturado los presupuestos del ministerio, le va a incomodar la presencia de esos colegas; es inevitable. Lo que deben hacer esos nuevos inquilinos del Palacio Echeverry es dialogar con los consejos de cultura y participar aportando otra visión de la gestión y la producción. Esa tensión es buena y el sector editorial es un buen ejemplo: siempre ha pertenecido a cultura, pero trabaja con Comercio y Hacienda para construir políticas favorables y medibles.
A nadie en el sector cultura tradicional le gusta esa política. Temen las consecuencias de balancear sus economías con políticas que fomenten otros modos de ingreso: taquilla, patrocinios, sponsors, mecenazgos y alianzas. La pandemia hace evidente lo absurdo de esa manera de ver el apoyo estatal como una obligación absoluta: el panorama es devastador. Si el Estado no apoya, se hunden y el Estado, ante la emergencia, tiene otras prioridades más urgentes, más de fondo, más acuciosas.
La oposición merece un punto y aparte. Oponerse es legítimo; nadie lo discute. Al principio del gobierno Duque, Aurelio Suárez animaba al sector cultural a rechazar la iniciativa económica de la economía naranja, propuesta por el Banco Interamericano de Desarrollo, instrumento del capitalismo por excelencia. Es cierto: la especulación de grandes capitales está en Hollywood y las grandes casas de contenido se toman el audiovisual, la multimedia y la edición. Sin embargo, en clave de economía local y reconociendo el tamaño de las industrias culturales en Colombia me parece muy positiva la presencia de inversionistas, de estrategias de gestión, de sostenibilidad, de diversificación de ingresos y exenciones tributarias. La ley de cine es un buen ejemplo.
Los grupos que hacen oposición con cultura son organizados y exitosos. La paradoja es que es la primera vez que un gobierno pone la cultura en el centro de sus políticas económicas y la oposición prefiere liderar el rechazo sin matices de esas propuestas. Ese liderazgo que prefiere anotar puntos en un tablero político es cuestionable. Yo creo que, en una democracia, lo correcto es revisar el detalle de las propuestas del gobierno legítimo y promover aquellas que benefician a sus militantes y a los demás.
Hay que hablar de la economía naranja en clave de futuro para todas las comunidades y de un potencial no explotado para la mayoría de creadores y creativos de Colombia. Ojalá el país entienda cómo la economía naranja puede ayudar a recuperar no sólo la economía y los negocios, sino la confianza y el alma de un país golpeado. Yo prefiero un país menos agroindustrial y más turístico, un país más creativo que industrial, aunque no menos industrioso; un país más culto y menos pendenciero; una sociedad más alegre y tranquila y una ciudadanía que no esté ahorcada con propuesta económicas insostenibles, contaminantes y desiguales.
*Juan Ángel, actor, director y dramaturgo colombiano.