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La empatía es el arma poderosa que puede dar un vuelco a nuestra historia. Es el acto político para reivindicar las voces que fueron silenciadas.
Colombia ha experimentado una evolución sin precedentes en los últimos años. Una evolución asimétrica que se despliega de forma bien distinta en los campos y en las urbes y que depende, a su vez, de los karmas y violencias históricas de la región en la que uno se encuentre. Ese avance atropellado hacia la modernidad adoleció de una transformación cultural, que nos hubiera permitido desprendernos de los rezagos de la cultura mafiosa que tanto nos afectan. “Eso le pasa por sapo”, “lo encontraron muñeco”, “le voy a mandar el de la moto” hacen parte de un cumulo de expresiones a las que nos hemos acostumbrado casi en tono jocoso y, así, de la manera más infame, los colombianos terminamos por legitimar el discurso de la violencia.
Desde esa absurda división entre “ellos” y “nosotros”, que nos han vendido desde los extremos ideológicos, y bajo la perversa lógica de la venganza, comenzamos a normalizar la muerte como parte del día a día y sin saber cómo nuestros muertos dejaron de dolernos.
Nuestra cultura, nuestra historia y nuestros anodinos medios de comunicación sembraron una trastorno difícil de tratar en terapia en la conciencia colectiva del país. ¿Que nos puede motivar a asumir de forma irracional que tenemos el derecho a menospreciar la vida? A mirar hacia el otro lado, a no diferenciar la realidad de la ficción, a aceptar lo inaceptable. Hay que decirlo tal vez hoy más fuerte que nunca; no, no existen los “buenos muertos”.
Esta manera de representar la violencia que nos nutre el lenguaje, las noticias y hasta el entretenimiento ha conducido a la sociedad colombiana a un estado de conchudez crónico que le autoriza a banalizar el significado de la muerte misma, ignorando el impacto de la violencia en la realidad de otras personas, todas ellas tan humanas como usted y como yo. Entonces sin rendir tributo de solemnidad alguno, fuimos olvidando aquel mandamiento que reza que la vida es sagrada.
Los están matando por defender los ríos, por pedir que les devuelvan sus tierras, por reclamar verdad, por ser diferentes, por pedir justicia. Cada asesinato no solo silencia una voz sino que intimida a las que le acompañan. Secuelas y sufrimiento en miles de inocentes, que son una herida profunda en “la capacidad de acción colectiva” de las comunidades, en las ideas de libertad que se apagan, en el alma de nuestros pueblos. Una herida que toleramos desde el otro lado de la pantalla del TV como si el daño se lo causaran a otros.
Y he aquí la noticia del año: no existe el “Yo” sin el “Nosotros”, porque cuando asesinan a un líder o a una lideresa devuelven los avances sociales por generaciones, retrasan el desarrollo de las comunidades, perpetúan los sistemas mafiosos y criminales dentro de las estructuras sociales, políticas y económicas de nuestras ciudades. Le quitan a nuestros hijos la esperanza de un mejor futuro.
En este país donde los poderosos resuelven sus problemas a punta de plomo e intimidación, y donde todos saben quiénes matan, pero nadie se atreve a decir nada, quienes cambiamos de canal y nos acostumbramos a escuchar la cifra de muertos del día sin pestañear, le debemos algo a los valientes que se atrevieron a levantar la voz por nosotros. Se trata de un esfuerzo mínimo pero de grandes repercusiones: Reconfigurar un marco del lenguaje y de interpretación de la realidad en que el asesinato no sea normalizado, no sea tolerado, no sea aceptable.
Es responsabilidad nuestra, de esta generación de cacerolazos y pandemias, el no permanecer indiferentes; seguir como hasta ahora solo prolonga esta violencia sin fin. La transformación cultural es el cometido que nos impuso la historia. En la Colombia de los años por venir, la censura social será tan fuerte que al asesino le dolerá apretar el gatillo y un día dejará de hacerlo.
En medio del discurso ineficaz, de la estigmatización de los liderazgos sociales, de la falta de voluntad política, está a nuestro alcance que los valientes sepan que estamos de su lado, todos juntos y sin excepción. La empatía es el arma poderosa que puede dar un vuelco a nuestra historia. Es el acto político para reivindicar las voces que fueron silenciadas.
*Julián Andrés Ortiz, abogado con estudios de maestría en análisis económico y políticas públicas de la Universidad de Salamanca, dedicado a temas de comunicación para la transformación social, y relacionamiento estratégico. @Julian_ortis