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La moneda de Bizancio
Rubén Darío Flórez Arcila
Fiel a la magia del género esotérico contemporáneo, donde Jorge Luis Borges es un referente obligado, podemos ubicar a la novela de Rubén Darío Flórez Arcila entre una serie de títulos que, desde la narrativa o la historia, emulan el género en cuestión. Hablo de Carlo Ginzburg con El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo XVI (1976); de Umberto Eco con El nombre de la rosa (1982); de Michael Baigen, Richard Leigh y Henry Lincoln, con El enigma sagrado (1982); hablo también de José Saramago con El evangelio según Jesucristo (1991), y con Cain (2009); hablo de James Redfield, con Las nueve revelaciones (La profecía celestina) (1993) y también hablo de Dan Brown, con El código Da Vinci (2003).
La moneda de Bizancio de Rubén Darío, con un sutil poder de seducción, introduce al lector en las tramas de lejanías y vericuetos de la historia antigua y medieval. Lo saca de la fría Bogotá para llevarlo a la invernal Moscú y luego aterrizarlo en una tempestuosa y oscura Pula, en el hermoso y apacible litoral adriático de Croacia. No se trata de un crucero, sino de un viaje a la historia, a Bizancio. En su género, es una novela corta, que se digiere como delicioso aperitivo del variado buffet de la historia sagrada y medieval. Cabe también en el género policíaco y ahí lo hace sentir a uno como espectador de una saga de Netflix, como capturado por un guion cinematográfico, y doblegado así por la fuerza de gravedad del relato. No noté exuberancia en la prosa; es medida, discreta, minuciosa.
Los secretos y las inconsistencias de Dios – muestra la novela – parecen resguardados en los códigos y en los enigmas religiosos. Ahí la Santísima Trinidad se revela como un código ecléctico y antinómico, el mismo que Tomás de Aquino en el siglo XIII, apelando a la filosofía y a la semántica intentó en vano, sin salirse del dogma, descifrar. Tal vez faltó ubicar más la novela en todo el contexto de ese debate histórico-religioso, pues tiene que ver con muchas herejías cristianas, no sólo nestorianas; con el derrumbe del imperio bizantino, otomano y romano, y con la división del cristianismo.
La iglesia es hija de los avatares de la codicia, y no a la inversa. La exégesis bíblica ha sido la garante de la perennidad del imperio, del poder, es decir, de eso que ellos llaman fe. Los antiguos lo tenían claro, como Saramago: Dios ubicuamente protagonizaba la fábula de la Biblia, pero el diablo, ellos lo sabían, era el que estaba en los detalles.
Magnífico el prólogo del poeta y novelista nicaragüense Anastasio Lovo. Excelentes las ilustraciones de María Dolores Sanabria, que semejan retratos hablados. Quedó faltando un mapa medieval, para que el viaje al pasado fuera más completo y se viera desde las alturas.
*León Arled Flórez, historiador colombo-canadiense.