La solución está en el Estado de bienestar de la Constitución

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El Presidente Duque ensimismado por el triunfo en el plebiscito y por su propio triunfo en las urnas solo supo leer a una parte de la sociedad colombiana. Consideró que era suficiente con tener una agenda concertada con los gremios y con la clase política tradicional.

En Colombia estamos asistiendo a una ola inédita de protestas sociales. Desde los sectores más tradicionales del establecimiento y la política colombiana, no han faltado las expresiones de los que han acudido a la añeja tesis de que se trata de marchas infiltradas por la guerrilla, el comunismo, el narcotráfico y Maduro. Desde esos mismos sectores, y para resolver las protestas, no han faltado los que creen que todo se soluciona a punta de ejercicios de autoridad y piden desde la declaratoria de conmoción interior hasta hacer cumplir la ley de seguridad ciudadana que penalizó un buen número de conductas que suelen presentarse en el marco de las protestas. No han faltado los que han dicho que todo es por culpa del Acuerdo de Paz que fortaleció el terrorismo y que, además, empoderó a los mamertos y a los indígenas. Tampoco los que todo lo han reducido al vandalismo. Y, de contera, aquellos de mentalidad colonialista y feudalista han pretendido justificar, sin ruborizarse, una especie de autodefensa urbana para repeler a bala a los jóvenes y a los indígenas que protestan en las calles y carreteras.

Propongo una mirada atrás para entender un poco mejor lo que está ocurriendo. Las consecuencias de la crisis económica de 1929 pusieron de presente las fragilidades de los modelos de organización social y estatal inspirados en los clásicos del liberalismo. La pobreza y la desigualdad que se incrementaron por aquella época hicieron que se abrazaran las ideas de quienes defendían los regímenes de libertades y derechos individuales pero garantizando a través del Estado unas condiciones mínimas para que los ciudadanos gocen los derechos económicos y sociales como la educación, la salud y el trabajo. Eso es lo que son los denominados Estados bienestar. Son regímenes de libertades pero también son regímenes en los que se garantiza un mínimo de oportunidades para todos porque está demostrado históricamente que el mercado por sí solo no es capaz. Exactamente eso fue lo que hizo Estados Unidos con el New Deal y lo que hicieron varios de los Estados Europeos occidentales en la post guerra.

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El Estado colombiano, fundamentalmente a partir del gobierno de López Pumarejo, inició la construcción de un modelo mínimo de bienestar con enormes limitaciones fiscales y con una profunda inestabilidad política signada por la violencia que campeó durante todo el siglo XX. A pesar de los esfuerzos de algunos gobiernos y de la presión social de los años 60 y 70, el Estado de bienestar no logró superar su etapa embrionaria. En el ocaso del siglo XX, en los inicios de su última década, el Estado y la sociedad colombiana fueron conducidos a una serie de reformas neoliberales, incluso, a mi manera de ver, a contrapelo de la recientemente aprobada Constitución de 1991 cuya profusa carta de derechos exige un Estado de bienestar. Algunos de los más importantes desarrollos legislativos de la Constitución de 1991 en materia de derechos económicos y sociales son hoy la más genuina expresión del modelo neoliberal. Por una parte, la Ley 100 de 1993, aunque logró una cobertura universal en materia de aseguramiento, está lejos de garantizar un acceso a un sistema de salud de calidad y tecnología de vanguardia a los ciudadanos de las regiones más apartadas de los grandes centros urbanos. La ley 30 de 1992 (ley de educación superior) le puso freno a la expansión de las universidades públicas y estimuló el crecimiento de las universidades privadas. En este último aspecto radica buena parte del descontento juvenil que hoy se expresa en las calles (muchachos que ni trabajan ni estudian).

A principios del presente siglo, se le vendió al país la idea de que el principal problema eran las Farc y se concentraron los esfuerzos en derrotarlas militarmente al tiempo que se promovía y aprobaba una reforma laboral que redujo las garantías para los trabajadores. También, durante esos años, se promovieron reformas tributarias cargadas de exenciones para los grandes empresarios pero que a la vez ampliaron la base gravable incorporando a más sectores de las clases medias. Fueron, quizás, los mejores años en materia de ingresos fiscales por cuenta de los elevados precios internacionales del petróleo y nada se hizo para ampliar la oferta de educación universitaria pública. Se hizo muy poco para mejorar y ampliar la oferta de servicios de salud en las regiones más apartadas del país, cuya responsabilidad, por cuenta de la Ley 100, quedó en manos de los entes territoriales, la mayoría de limitados ingresos fiscales, y de la venta de servicios de las denominadas empresas sociales del Estado (hospitales).

El Acuerdo de Paz, firmado con las Farc, fue una oportunidad para implementar reformas que habrían podido fortalecer el Estado bienestar. En él se planteó un desarrollo rural para cerrar brechas, que incluía reformas en educación y salud, y también una salida definitiva al problema de las drogas ilícitas y la apertura de espacios políticos para los jóvenes. También, aunque muchos se sorprendan, en el Acuerdo se plantearon reformas para ofrecer garantías a quienes ejercen la protesta social y a quienes no participan de ella. Desafortunadamente los sectores que se opusieron a él le vendieron al país la tesis de que se trataba de un pacto de impunidad, de una promoción de la homosexualidad, de un regalo de curules para los exguerrilleros y de un sistema pensional especial para éstos financiado con los recursos de quienes hoy gozan de una pensión, entre otras mentiras. De esa forma ganaron estrechamente el plebiscito y el Acuerdo quedó malherido.

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Como bien lo anota Sergio Jaramillo en el Espectador, desde el Acuerdo de la Habana se preveía el aumento de la protesta social. Por una parte, al desaparecer las Farc, se acabarían las excusas para endilgarle a la existencia de esa organización armada los problemas del país y, por la otra, se acabarían las excusas de los gobiernos para atribuirle a la protesta una orientación guerrillera. Así las cosas, se pensaba que la gente tendría menos temores para reclamar en las calles la ausencia de posibilidades reales para ejercer sus derechos.

El Presidente Duque ensimismado por el triunfo en el plebiscito y por su propio triunfo en las urnas solo supo leer a una parte de la sociedad colombiana. Consideró que era suficiente con tener una agenda concertada con los gremios y con la clase política tradicional. Mientras esa agenda se construía, el Acuerdo de Paz, aunque era defendido por el Gobierno de dientes para afuera ante la comunidad internacional, era desconocido y atacado ante los ojos de la comunidad nacional. Al mismo tiempo, el Gobierno lució indiferente al compromiso que asumió de liderar las reformas constitucionales y legales que millones de colombianos apoyaron en la consulta anticorrupción que se celebró unas pocas semanas después de la posesión de Duque. Desde muy temprano, el Gobierno tuvo señales de las inconformidades sociales por cuenta de las movilizaciones de los estudiantes de las universidades públicas, pero no reaccionó. A finales del año 2019 y principios del 2020 por cuenta de las movilizaciones de los sindicatos, los defensores del Acuerdo de Paz y los jóvenes, Duque propuso una conversación nacional que nunca tuvo un norte claro y mucho menos dejó ver una voluntad de recomponer el camino. Ni siquiera los hechos ocurridos en Bogotá el 8 y 9 de septiembre pasado marcaron un antes y un después de la agenda pública. Quizás pensó que la pandemia había sofocado definitivamente los ánimos de inconformidad y engavetó la conversación nacional. Solo eso explica que se haya atrevido a presentar la reforma tributaria que presentó. Todos conocemos lo ocurrido a partir del 28 de abril. A diferencia suya, Sebastián Piñera, un neo liberal confeso, supo leer la realidad y con más humildad que terquedad le dio un trámite democrático a la protesta del 2019 en su país. Hace unos días reconoció la desconexión de los sectores tradicionales de la política con la sociedad chilena.

La crisis actual es una crisis de oportunidades, una crisis de unos sectores de la población que no encuentran garantías para el ejercicio de sus derechos económicos y sociales. Jóvenes en las ciudades que, en su mayoría, no han tenido oportunidades ni para estudiar ni para trabajar; indígenas que se quedaron con las expectativas del enfoque étnico que propuso el Acuerdo de Paz en su reforma rural y en la política de sustitución de cultivos ilícitos; líderes sociales y campesinos que se quedaron con la expectativa de la reforma rural del Acuerdo de Paz y de las garantías para su protección que el mismo consagró; y trabajadores que durante décadas han planteado la urgencia de un sistema tributario progresivo acompañado de una reformas económicas y sociales. La Constitución de 1991 consagra el derecho a la educación, el derecho al trabajo, el derecho a la salud, el acceso progresivo y democrático a la propiedad rural y también un sistema tributario progresivo.

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Sin embargo, como decía Etanislao Zuleta: “El derecho no es más que un mínimo, porque de nada sirven los derechos si no tenemos posibilidades”. Se trata entonces de construir una agenda de reformas para garantizar que se puedan ejercer los derechos que están escritos en la Constitución. Una agenda de reformas que idealmente debe ser construida con los jóvenes y con los sectores que protestan. Una agenda que solo puede ser llevada a la realidad a través de un Estado de bienestar cuyo diseño se encuentra en la Constitución de 1991.

*Guillermo Rivera, veedor distrital. @riveraguillermo

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