Le llegó la hora a la Policía Nacional

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Sacado de RTVE.es

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Lo ocurrido en los últimos días con la Policía Nacional no es otra cosa que el paroxismo de la institución, la demostración más palmaria de la gravedad de la enfermedad que carcome a esa institución, un cáncer que no se encuentra en sus manzanas podridas sino en todo el cuerpo, incluyendo a los poderes civiles que la sustentan

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El periodo de posconflicto puede ser tan o más dramático y doloroso que el propio conflicto armado o las dictaduras. Así lo han señalado algunos expertos mundiales en justicia transicional. Esto tiene muchas explicaciones. Algunas de ellas son los denominados spoilers o lo que alguien llamó en Colombia como los agazapados de la paz, o las asimetrías de la negociación que no logran impactar en las causas estructurales, las garantías de no repetición, la narrativa de la memoria histórica, los privilegios para algunos de la guerra o dictadura, la corrupción sistémica enraizada por años de continuo conflicto, lo que Michael Foucault en su reinversión del aforismo de Clausewitz denominó “la política como la continuidad de la guerra por otros medios”, especialmente cuando ésta se libra en los tribunales.

En Colombia, desde el origen de la propia república se adoptó como identidad social e histórica la relación amigo – enemigo y en cada ciclo histórico encontró en el aniquilamiento, la pena de muerte, la ejecución extrajudicial, el exilio y, más recientemente, la desaparición forzada la forma de exclusión social y política del adversario. En cada periodo histórico, con una brillantez adaptativa y de retroalimentación histórica, las élites políticas en el poder y en otros momentos, como el presente, élites emergentes, han logrado encontrar en la militarización de la sociedad el camino para desatar enfrentamientos entre los más humildes y empobrecidos, que terminan en una suerte de masacre trágica de un pueblo utilizado para reeditar periódicamente nuevos modelos de represión o semidictaduras.

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Es sencillo demostrar como en cada periodo histórico de este trágico país se militariza la sociedad, conformándose grupos llamados zurriagos, chulavitas, autodefensas, paramilitares, y se lanzan llamados a la defensa social, a la masacre social como respuesta al fantasma del terrorismo, la utilización de sofismas ideológicos, como regeneración o revolución molecular disipada, la utilización de símbolos como las camisas blancas o, en últimas, la denominación de los seres humanos como personas de bien o del mal, que demuestra segregación, racismo, xenofobia y homofobia. Esta situación repetitiva ha motivado, desde la lectura política de sectores de izquierda, fundamentalmente en los últimos 60 años, respuestas que privilegian la acción armada que, bajo las teorías de la lucha popular prolongada y foquistas, nos han llevado a decenas de años de conflicto armado y al aplazamiento de los cambios democráticos y sociales que requiere nuestro país.

Cuando un país como el nuestro no resuelve las causas estructurales del conflicto, puede estar condenado a repetir ciclos de violencia sistémica, si no se habilita la democracia como mecanismo fundamental para dirimirlos. Quienes hemos trabajado por la paz y los derechos humanos creíamos utópicamente que el Estado colombiano estaba ad portas de cerrar lo que el mundo conoció como la Guerra Fría. La terminación de la guerra con las FARC – EP significaba cerrar parte de un ciclo que comenzó en los años 90s con la negociación de los grupos guerrilleros que operaron en Colombia. Pero no es así. Podemos tener muchas explicaciones para ese fenómeno antroposocial, pero la realidad es que parte de nuestra élite política requiere de la guerra para su propia gobernabilidad. No entiende otro lenguaje que la propia eliminación, la ejecución extrajudicial, la pena de muerte no reglada, la violencia sexual y la desaparición forzada.

A los 30 años de la Constitución de 1991, tenemos poco que celebrar, pues la paraconstitucionalidad, la excepcionalidad y los recortes constantes a los derechos han hecho que nuestra sociedad continúe afectada por una democracia limitada, altos niveles de corrupción, un grave conflicto armado, violaciones constantes y graves a los derechos humanos y la consumación de delitos de lesa humanidad y de crímenes de guerra.

¿Cómo entender en estos momentos lo que planteamos como paraconstitucionalidad, como excepcionalidad? En términos teóricos, la violencia es un conjunto de elementos que regulan, relacionan, interactúan en lo que llamamos Estado y sociedad. Eso explica, de una parte, por qué la sociedad no ve en la Constitución y en la ley la legitimidad en términos de respeto, protección y garantía de derechos y, de otra, por qué una institucionalidad, como en el caso de la Policía Nacional, utiliza métodos y medios ilegales para la estabilidad de la “seguridad nacional”. La Policía Nacional es una institución que, desde sus orígenes, se estructuró bajo un régimen de militarización en la doctrina, instrucción, formación, estructura jerárquica, sistema disciplinario y en sus medios y métodos de actuación, profundizada por la llamada solidaridad de cuerpo y de auto victimización. Eso explica su actuación en relación con los recientes hechos.

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La Policía Nacional ha venido perdiendo legitimidad dentro de la sociedad, a pesar de que a través de la llamada unidad de cuerpo, se quiera hacer ver a las actuaciones contrarias a la ley como simples “manzanas podridas”, situaciones episódicas o aisladas que no comprometen al grueso de la institución. Esto se agrava aún más cuando se utiliza el encubrimiento y la obstrucción a la justicia, anomalías que se convierten en sistémicas cuando traspasan las barreras del poder militar – policial y se incrustan en las altas esferas del poder político civil. Hablar de manzanas podridas no deja de ser paradójico en una institucionalidad de carácter cerrada, piramidal, con mecanismos administrativos, disciplinarios y penales diseñados para su unidad y su control.

La institución ha sido objeto de múltiples reproches por graves y sistemáticas violaciones de los derechos humanos que, junto con otros mecanismos de seguridad, la han involucrado de manera cíclica en estrategias de aniquilamiento político, jurídico y físico. Basta recordar las llamadas detenciones masivas, la interceptación ilícita de comunicaciones, el abuso de poder que conllevó a la modificación del Código de Policía y ahora la más brutal y descarada utilización del uso de la fuerza, armas y medios prohibidos en la protesta social. Bastarán un par de años para que, en los tribunales nacionales e internacionales, se comiencen a ventilar las arbitrariedades que hoy la señalan, como el homicidio, la desaparición forzada, las lesiones personales, los daños a bienes ajenos, la complicidad con el paramilitarismo y la violencia sexual. Si se le suma a lo anterior las interminables denuncias de corrupción dentro de la institución, la conformación de bandas de delincuencia común y la posible complicidad con el narcotráfico y el microtráfico, entre otras formas creativas de criminalidad, la situación se torna más insostenible.

Un aspecto fundamental en esta discusión es la configuración simbólica que representa la forma cómo está estructurada la Policía Nacional que no es otra cosa que la perpetuación del patriarcado. Esto significa que, bajo el lema de “Dios y Patria”, se continúa instaurando en la cultura colombiana el anacrónico discurso de la herencia judeo-cristiana que subordinó a las mujeres, a las personas afro y a la población indígena. “Patria” no es otra cosa que patriarcado, un eufemismo de la opresión que busca controlar los cuerpos, las emociones y los sentidos de un territorio.

Lo ocurrido en los últimos días con la Policía Nacional no es otra cosa que el paroxismo de la institución, la demostración más palmaria de la gravedad de la enfermedad que carcome a esa institución, un cáncer que no se encuentra en sus manzanas podridas sino en todo el cuerpo, incluyendo a los poderes civiles que la sustentan. Un cáncer que se puede originar desde la forma de selección de su personal oficial o suboficial, calificación y ascenso de los altos mandos, en sus sistemas de control interno y disciplinario, en su proyecto educativo institucional donde operan currículos ocultos que naturalizan la vulneración de derechos humanos, igual que en sus cursos de ascensos, facilitando la unidad de cuerpo y garantizando lealtades internas frente a fenómenos como la corrupción.

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Un panorama como el descrito no es un invento de la oposición, pues todo este tipo de hechos se ventilan en la cotidianidad. Sumada a las inveteradas comisiones de alto nivel que crea cada gobierno en los momentos de crisis y cuyas recomendaciones han expuesto las necesidades de cambio, no queda otro remedio que extirpar de raíz el cáncer que la carcome, someter a la institución a una profunda investigación tendiente a superar la impunidad, encontrar las causas de su crisis, liquidar la vieja institución tal como ocurrió con el Departamento Administrativo de Seguridad y avocarnos sin apasionamientos a construir con decisión y respeto, una nueva institución policiva.

Se requiere con urgencia crear un nuevo ministerio que podríamos llamar de Seguridad Ciudadana y Derechos Humanos y una nueva institución de la policía de carácter civilista bajo su dirección, que tenga como eje de actuación la doctrina de la seguridad humana, la defensa y protección de la vida y los derechos humanos, que luche contra el patriarcado y lo derrote, hecho que solamente es posible desde el feminismo, comprendido como la transformación de las relaciones de dominación y de opresión de los cuerpos y las emociones.

Necesitamos con urgencia una nueva institución policiva para una nueva democracia y una nueva sociedad, que cree en la paz y la reconciliación nacional, que rompa con el concepto de autoridad que no es otra cosa que la homogenización y la militarización de la vida, pensada no en reprimir sino en prevenir, que no contemple en su accionar la existencia de los llamados Escuadrones Móviles Anti Disturbios-ESMAD, claramente comprometidos en el uso excesivo de la fuerza y la muerte de jóvenes indefensos involucrados en la protesta social, una institución organizada para andar de la mano de la ciudadanía, que se diferencie abismalmente de las Fuerzas Militares, en su mandato y su forma de actuar, en su uniforme y su armamento, en su relación con la comunidad y en la misionalidad.

*Luis Emil Sanabria, bacteriólogo, docente universitario con estudios en derechos humanos, derecho internacional humanitario y atención a la población víctima de la violencia política. @luisemilpaz

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