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No es tiempo de discursos nacionalistas trasnochados. Un mundo bien conectado facilita la propagación de un virus, obvio, pero también facilita los esfuerzos por salir de la crisis.
En las últimas semanas, hemos sido sometidos a un auténtico bombardeo informativo: muertos, contagios, cuarentenas. Información al instante, por montones, imposible analizar, imposible reflexionar. Ya el escritor israelí Yuval Noah Harari (best seller por demás) había notado que el poder hoy ya no está en la información – ya hay demasiada y al instante – sino en la claridad con la que ésta se analiza. Parece no haber mejor ejemplo que la nueva pandemia.
El Coronavirus (Covid-19) nos dice mucho sobre el mundo en que vivimos. ¿Cómo reaccionan nuestras instituciones, cómo funcionan los mercados, qué tan capaces somos de transformar nuestros hábitos para garantizar nuestra existencia?
Hace falta liderazgo. Estados Unidos parece haber renunciado, al menos parcialmente, a tener vocación de potencia hegemónica; hoy es un país más que lucha por contener la infección. China, aun habiendo superado la crisis, todavía luce muy distante, mientras que Europa, bueno, ni se diga. En los últimos diez años, sospecho, hubo un auténtico proceso de descentralización del poder y del saber global. La cura puede llegar del lugar más insospechado: ¿India? ¿Corea del sur? ¿Israel?
Volvamos a China. En las últimas semanas, China ha logrado contener la propagación de la enfermedad y, parece, empieza a cesar la crisis en el gigante asiático. Lo que no se puede olvidar es que China no es una democracia: funciona con otras lógicas y la autoridad y el poder se ejercen con criterios diferentes; para otra cosa no, pero para enfrentar una pandemia o, en general, cualquier crisis, los regímenes autoritarios suelen aventajar a las democracias. No estoy diciendo que tengamos que adoptar el modelo chino – no gracias – pero hay que reconocer la dinámica de las instituciones democráticas. El Coronavirus es, también, un asunto de capacidad institucional de las democracias.
El Dios mercado. Todopoderoso: pone y quita presidentes, dibuja ilusiones, crea riqueza y, ebrio de poder, mira con desdén a todos sus súbditos. Todo bonito hasta que llega la crisis; inversionistas de todo el mundo quedan con las manos en la cabeza mirando la pantalla mientras el mercado reacciona de la única manera posible: las acciones a la baja. Vivimos en un mundo donde el mercado – con su enorme fanaticada – le ganó el pulso al Estado. El problema es que el mercado ante una pandemia se ve rápidamente superado, el pesimismo se adueña de los agentes que empiezan a especular en contra del mismo mercado y las pérdidas se vuelven millonarias. Así, de un chispazo, se esfuma la riqueza y, de paso, parte del ahorro de los fondos privados de pensiones.
En 2016, el triunfo de Trump y el Brexit marcaron un nuevo auge de los nacionalismos. Enorme error histórico, los problemas del mundo actual suponen esfuerzos globales para hacerles frente: el cambio climático, la seguridad alimentaria, la seguridad internacional y sí, un tema como el Coronavirus. No es tiempo de discursos nacionalistas trasnochados. Un mundo bien conectado facilita la propagación de un virus, obvio, pero también facilita los esfuerzos por salir de la crisis. No tiene sentido que los países se queden mirándose el ombligo con un dedo metido en la nariz, mientras que otros países hacen exactamente lo mismo. Es tiempo de cooperar, de compartir experiencias y saberes: hoy el mundo necesita de sí mismo.
El Coronavirus y el cambio climático tienen lógicas parecidas: son amenazas para la humanidad, su riesgo aumenta conforme aumenta la indiferencia y luchar contra ambos supone grandes esfuerzos, algunos de ellos muy dolorosos. En los últimos días, casi todos los gobiernos del mundo han tomado medidas para contener la enfermedad, entendieron que es una amenaza real y están actuando en consecuencia. Esa es una de las grandes lecciones que nos puede dar esta coyuntura del Coronavirus y es que somos capaces de cambiar para protegernos en situaciones difíciles. El cambio climático compromete mucho más la existencia del hombre sobre la tierra que una pandemia, puede ser más letal y es mucho más difícil de controlar. La única diferencia es, tal vez, la escala de tiempo. No caigamos en la trampa de la inmediatez.
Soy optimista; creo que la humanidad es capaz de elevar muy rápidamente sus tasas de aprendizaje en tiempos de crisis. Entonces, no va a ser éste el fin del mundo, pero, si nos damos la oportunidad de analizarnos, de leernos, de entendernos, puede ser esta la oportunidad para conocer mejor el mundo de hoy y, con ese insumo, poder transformarlo.
*Felipe Arrieta Betancourt, estudiante de la Universidad Externado de Colombia. Bloguero en medios digitales, @felipe_arrieta.