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A partir de una triste experiencia que le ha tocado vivir de cerca, la profesora Martha Márquez reflexiona sobre las jóvenes masculinidades que la paz necesita.
La noche del 23 de octubre mi sobrino adolescente se vio envuelto en una pelea en la que participaron un par de amigos de su colegio, el Vermont, y un grupo de estudiantes de The English School. Todos habían estado en la misma fiesta y, aunque podría haber sido otro, fue el joven de mi familia el que salió lesionado después de sufrir una paliza brutal por parte de los estudiantes del otro colegio. Esto ameritó una incapacidad de 50 días.
Voy a proponer una reflexión sobre la responsabilidad de los colegios de educar para la paz y de formar nuevas masculinidades, desde una dolorosa experiencia personal que pone sobre el tapete muchas cuestiones que ameritan discusiones públicas. Cuento, entre ellas, el confinamiento de los jóvenes durante la pandemia, las fiestas juveniles en este escenario, la responsabilidad de los padres y el control que pueden tener sobre sus hijos adolescentes, la violencia juvenil y el consumo de alcohol.
Como científica social que soy, no puedo dejar de pensar que este caso de violencia física entre jóvenes se enmarca en un país con un largo conflicto armado, en el que más de 8.000 niños han sido reclutados por los grupos armados, en el que las niñas y adolescentes campesinas, negras e indígenas han sido víctimas de violencia sexual porque el control de su cuerpo fue usado como una metáfora de la dominación del territorio y donde más de dos millones de niños han sido víctimas del desplazamiento forzado. Tampoco puedo dejar de considerar que la violencia no es sólo física, sino también estructural y que se manifiesta en que cuatro de cada 10 niños de América Latina vivan en la pobreza. En términos de Amartya Sen, esa pobreza implica que no llegarán a desarrollar todas sus potencialidades ni a alcanzar sus sueños por falta de una alimentación adecuada, de una educación de calidad y por no tener muchas veces acceso a la salud.
Como profesora en el área de ciencias sociales y humanas, tampoco puedo dejar de preguntarme por lo que está ocurriendo con la educación para la paz y la resolución de conflictos en los hogares de esos jóvenes y en esos colegios de alto nivel que ofrecen el privilegio de una jornada completa, profesores bien formados, experiencias de internacionalización, la tan anhelada educación bicultural y la promesa de educar en valores como la inclusión y la diversidad. Me cuestiona de qué manera los colegios y la sociedad estamos construyendo masculinidades que reprimen sentimientos como la ternura y la empatía para celebrar como rasgo de lo masculino la ira, la crueldad y el desenfreno. Esas masculinidades violentas, ya adultas, son las mayores responsables de que el 42% de los niños y jóvenes de nuestro país haya sufrido algún tipo en violencia, según la encuesta publicada el año pasado por el Ministerio de Salud.
Colombia tiene una larga experiencia de construcción de paz en comunidades golpeadas por el conflicto, entre ellas el Magdalena Medio, Urabá y Buenaventura. Desde la firma del Acuerdo de Paz, se han multiplicado esas iniciativas así como las experiencias de reconciliación que dejan ver la grandeza humana cuando, en palabras de Hanna Arendt, se logra perdonar lo imperdonable. Pero, si queremos apuntalar la tan anhelada paz, todos los sectores de la sociedad, en especial, el educativo deben comprometerse a fondo en la formación de las y los ciudadanos que ese proyecto necesita. Esperemos que los rectores y la comunidad educativa de estas instituciones aprovechen esta dolorosa situación para avanzar en ese sentido. En lo que concierne a mi círculo cercano, eso haremos; esta reflexión es un paso en ese sentido.
*Martha Lucía Márquez, Ph.D, Directora Instituto de Estudios Sociales y Culturales PENSAR, Pontificia Universidad Javeriana.