Los amores ocultos de agosto

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Desmontando un poco el idealismo cotidiano, las madres también pueden ser pecadoras, en caso de que la realización sexual sea pecado.

Este último texto de Gabo, con una portada hermosa que pudo ser pintada por Gauguin, en donde se destaca un amarillo de ensueño, puede tomarse como novela breve o cuento largo. O nouvelle, al decir de moda. No importa la denominación. Lo cierto es que tiene claridad escritural, despierta el interés, y sorprende con los gestos o secretos que guardamos los humanos. En él se cumple aquella afirmación del mismo García Márquez, que sostiene que todas las personas tienen tres vidas: la pública, la privada, y la secreta. Esta es una narración fresca, de acentuados tintes cinematográficos, tocada por el amor, pero compleja y dolorosa.

Su personaje central, Ana Magdalena Bach, es un ejemplo de ello. Ella tiene una vida pública con sus amigas y con ciertos relacionados, una vida privada con su marido y su hija Micaela, y una vida secreta con sus amantes de agosto, y esto último no es por desamor hacia su esposo, un hombre atractivo y diestro en casi todo, desde la música y la magia de salón hasta el ajedrez, cuyo ejemplo está en las once partidas que Doménico jugó contra Badura Skoda en una noche de trebejos y las empató todas,  sino por un impulso incontrolable cuando, después de más de dos décadas de casada,  llega a los 46 años y sabe que, aunque está  jugosa y provocativa, no puede ya borrar las arrugas del cuello. Un deseo en donde combaten las atrocidades del cuerpo y las exigencias del espíritu.

La trama externa en apariencia es sencilla. Los 16 de agosto Ana Magdalena, maestra de profesión, viaja a una isla que está a cuatro horas de su ciudad (ciudad e isla que no se nombran), para depositar un ramo de gladiolos sobre la tumba de su madre, también llamada Micaela, fallecida ocho años antes. Es un deber sentimental, un ritual sin alteraciones. Viajar a la isla significa montarse a un transbordador, demorar 240 minutos, buscar un hotel, esperar el atardecer para ir al cementerio de pobres, limpiar la lápida, depositar los gladiolos e informarle, con toda confianza, durante una hora a su madre muerta todas sus andanzas durante el año que tenía sin venir. Contarle con toda veracidad. Luego, iría al hotel, se quitaría de encima la polvareda y los soles del día, y ya ataviada bajaría al restaurante o al bar a comer o a beber algo leve.

Y es allí en esos sitios, donde puede consumir un sándwich con café de leche o tomarse una ginebra con soda y hielo, su bebida favorita, y es allí donde el azar o su irresistible deseo oculto la lleva a encontrarse con otros hombres, uno en cada viaje, que, diremos, el destino le ha puesto para que atropellen su camino, o sacien sus deseos de hembra mayor con sus ímpetus sexuales todavía vigentes. Aun amando locamente a Doménico Amarís, su consorte, se acuesta y adultera con tres de ellos, tal vez como una forma de enfrentar las tenazas de su propia soledad. El primero, que le permite comparar su miembro viril con el de su marido, quizá sin querer, se retiró al amanecer, la dejó dormida, y también, como seña o recuerdo, le metió un billete de 20 dólares entre las páginas de Drácula, la conocida novela de Bram Stroker, que ella estaba leyendo.  Esa fue, para Ana Magdalena, la ofensa inolvidable. Otro, la sorprende con una enorme dotación sexual estrafalaria, que la dejó adolorida en su intimidad durante tres días, obligándola a los conocidos baños de asiento. El tercero, es un hombre de edad avanzada, negociante de seguros navieros de una empresa que tiene su sede en Curazao. Caballero de educadas maneras, no le dejó dólares en el libro que ella estaba leyendo, que en este caso es el Diario del año de la peste, de Daniel Defoe, sino su tarjeta de direcciones y teléfonos donde puede encontrarlo. Tarjeta que ella más tarde hizo pedazos para no dejar ningún rastro de sus aventuras de agosto.

Antes de que sea tarde debe decirse algo que ya es evidente: toda la novela está cercada por la presencia de la música y los nombres de algunos músicos. El mismo apellido del personaje, Bach, es un homenaje al compositor de los Conciertos de Brandemburgo. Sin discriminación, hay un arco de referencias que van desde Mozart y Schubert hasta la caribeña Siboney o hasta los boleros, que para mencionarlos basta el nombre de la voz ronca y sensual de Elena Burke, quien una noche, y solo por una noche, cantó en el bar de la isla. Además, si acaso hiciera falta, no debe olvidarse que toda la familia está vinculada al arte musical: el marido, que dirige el Conservatorio provincial desde hace décadas; la controvertida hija Micaela que termina, después de experiencias eróticas y musicales varias, ejerciendo de monja con las carmelitas descalzas; el hijo, el primer chelista de la Orquesta Sinfónica Nacional que tocó una sesión privada para M. L. Rostropóvich, enamora a las muchachas y viaja exitoso por el mundo.  Se hace notar que tampoco a este joven se le adjudica un nombre, como a otros tantos personajes del texto. Quizá en esta característica haya oculto un mensaje: no importa cómo te llames, lo que importa es lo que tú haces.

Cuando le toca viajar para exhumar los restos de su progenitora, Ana Magdalena encuentra sorprendida que sobre la tumba de su madre hay una cantidad enorme de flores marchitas. ¿Quién las pondría?  Indaga con el celador del cementerio y él le confiesa que es un asiduo visitante, digamos de sesenta años, atildado y con un bastón que también le servía de paraguas, quien deposita anualmente allí esa cumplida ofrenda. Entonces, como si le llegara un chorro de luz súbita, Ana Magdalena Bach comprendió muchas cosas: porqué la madre viajaba cuatro o cinco veces todos los años a la isla, donde decía tener algunos enigmáticos negocios; porqué la madre pidió que la enterraran en ese cementerio de pobres de la isla, situado en la cúspide de una colina desde donde se veía la hermosa laguna azul. Todo quedaba claro, la madre, también en los agostos, se veía allí con un amante que nadie de la familia conoció. La vida de Ana Magdalena, en este aspecto, no inventaba nada, continuaba una práctica secreta iniciada por su madre. El acoso del eterno retorno. Desmontando un poco el idealismo cotidiano, las madres también pueden ser pecadoras, en caso de que la realización sexual sea pecado.

Era el final. La áspera coraza de su soledad le apretaba cada vez más el alma. Finalizaban los agostos. Finalizaban los amantes. Finalizaban las visitas a la isla. Ella regresó al puerto con un sacó lleno con los huesos de la madre. Con él se subió al transbordador. Arrastrando el saco llegó a la casa y se lo mostró a Doménico Amaris, el marido que ya había armado el rompecabezas de una certera sospecha por sus viajes a la isla, pero que mantenía su compostura de caballero amoroso y comprensible.

 “Es lo que queda de mi madre”, le dijo a su marido, mostrando el bulto con la osamenta. Él hubiera podido, escribo yo, responderle demoledoramente: “Es lo que quedará de todos”, pero no lo hizo. Allí termina la nouvelle.

Coda: Si atraídos por el nombre, quisiéramos hacer una comparación de En agosto nos vemos, con un cuento de Albert Camus, titulado La mujer adúltera, que aparece en su libro El exilio y el reino, publicado por primera vez en 1957, una lectura realista (no simbólica, no mítica) nos llevaría a la conclusión de que Janine, el personaje del cuento de Camus, es el opuesto existencial de Ana Magdalena Bach, la protagonista del texto de Gabo. El adulterio de Janine no se da con persona alguna; ella deja dormido al negociante Marcel, su marido, y se va sola a la noche, a la madrugada oscura del desierto. Allí percibe el frío, la agresión de la arena, las palpitaciones de su espíritu. Demora su tiempo y luego regresa al hotel, al lecho donde su marido todavía duerme y sigilosa se acuesta a llorar. Ana Magdalena Bach es más carnal, más tropical, más vinculada con los placeres torrenciales del cuerpo. En su ser confluyen soledad y sensualidad. Fidelidad sentimental y deseo sexual. En fin, dos mujeres diversas, dos hombres diferentes, en dos mundos distintos.

*José Luis Garcés. Escritor, ensayista, director del periódico cultural El Túnel, de Montería. [email protected]

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