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Esos eran los años setenta en Colombia, todo iba muy rápido, no había tiempo de bajarse. El Ejército Nacional le dio una lectura complotista al paro de 1977 para endurecer el control social.
En horas de la noche del 19 de abril de 1970, el presidente de Colombia, Carlos Lleras Restrepo, declaró estado de sitio y toque de queda para todos los ciudadanos, toda vez que se respiraba el inicio de otro 9 de abril por cuenta de los militantes y simpatizantes Anapistas. Al parecer, hubo un giro de la conservadora sociedad colombiana en lo electoral que más tarde sería un grito de reclamo sobre la forma cómo se venía gobernando el país. El hastío de los colombianos con el Frente Nacional llevó a que los años setenta fueran de sublevación e inestabilidad.
Desde el final del periodo de La Violencia entre los años 1946 y 1958, Colombia no vivía una convulsión tan significativa. Si bien la guerra rural de los años sesenta había movilizado al campesinado colombiano, muchas eran las dudas sobre las posibilidades reales de una revolución en Colombia; el mundo urbano bogotano distaba mucho de aquellos campesinos rebeldes del municipio de la Gaitana en el departamento del Tolima.
De este modo, la euforia por la Alianza Nacional Popular del General Rojas contagió a la juventud colombiana que observaba con mucho optimismo en cabeceras y plazas municipales las ideas que diferían del Frente Nacional. A pesar de lo anterior, un ‘cachacazo’ que venía de ser embajador en Washington había sido escogido por la élite bogotana para que fuera el próximo presidente de Colombia, sin importar que tuviese muy poca simpatía, sin importar que las regiones lo vieran con malos ojos, sin importar que el Partido Conservador se atomizara por todas las regiones y sin importar que, a medianoche y en la oscuridad del crimen, los resultados de las elecciones se tuvieran que alterar.
De este modo, desde el 19 de abril en la noche hasta el día 20 en la mañana, los escrutinios se vieron sustancialmente alterados. Por miles eran descontados los votos para Rojas en los departamentos de Cauca, Chocó, Nariño, Sucre, entre otros y, de esa forma, Misael Pastrana Borrero le ganó las elecciones a Rojas por un estrecho margen, que se amplió a lo largo del escrutinio que duró varios meses. En consecuencia, se produjo la indignación popular, la gente no podía creer la derrota que sufrió el candidato, la derrota de los de abajo, la derrota de los nadie, la derrota que mostraba que las puertas de la democracia estaban cerradas.
Desde ese año, la conspiración para el cambio social se fue profundizando. Los estudiantes de universidades y colegios públicos estaban sintonizados en revolucionar al país y los sindicatos y barriadas populares se disponían a movilizar al viandante para que por primera vez esta indignación cambiara a la sociedad. En este marco, unos nuevos Robin Hood aplacerían por el sur de la ciudad capitalina. Sus pautas publicitarias hacían ver como idiotas a los medios de comunicación hegemónicos, su lenguaje estaba conectado con la clase popular y sus acciones rebeldes de pillaje a los carros de leche mostraban que la ciudad había cambiado para siempre.
En efecto, el M-19 no era solo un producto del fraude contra Rojas; por el contrario, reflejaba una serie rebeliones frustradas que por años estuvieron pausadas, de esperanzas destruidas, de vientos de cambio apagados que emergían a modo de tempestad, una tempestad que había visto la terquedad del viejito Marulanda, con su reiterado interés en enseñarle marxismo a los micos, una tempestad que impulsaba a la radicalización de sindicalismo, y, finalmente, una tempestad que se preguntaba más sobre la paz. Como decía el flaco Bateman, “¿qué es la paz?, ¿la paz es que se acaben los combates guerrilleros?, ¿la paz es que dejen de morir cuatrocientos niños de hambre al día?, ¿la paz es que dejen de deambular con hambre por las calles dos millones de personas?, ¿qué es la paz?”.
Así las cosas, emergió la sociedad civil colombiana, una sociedad mucho más crítica, mucho más dinámica, una sociedad que había surgido desde las barbas y el cabello largo del Che Guevara, una sociedad que tenía la responsabilidad cristiana y revolucionaria de Camilo, pero que también surgía de la libertad sexual y la revolución del cannabis, una sociedad que no se limitaba al sueño de la clase media de estudiar, tener una carrera, trabajar 40 años en una empresa hasta pensionarse, tener una casa, dos hijos y un carro. Esta sociedad era un heavy metal criollo.
No es posible olvidar que, para los años setenta, parte de la juventud colombiana gozaba con Ritchie Valens, los Teen Tops, los Locos del Ritmo y con los peinados alocados de los Rolling Stone y los cuatro demonios de The Beatles. A Colombia todo llega tarde: la hacienda cafetera nos llegó tarde, la industrialización por sustitución de importación nos llegó tarde, el neoliberalismo nos llegó tarde, y, por supuesto, el rock and roll nos tenía que llegar tarde, esta música contestataria, la música del sexo y las drogas, como dirían las tías, “esa música satánica que Ud. escucha”.
En este orden de ideas, la sociedad colombiana estaba muy caldeada y del exterior vendría una lección para toda la juventud latinoamericana; la sociedad chilena cambió como nunca antes el rumbo del país. La victoria de Salvador Allende era la esperanza que muchos chilenos habían esperado por décadas, descalzos, entre hambre e inequidades, pero, como siempre ocurre, en la sociedad hay un grupo que no soporta la equidad, que no soporta para los pobres un poco de leche y un poco de pan. En Chile, esta sociedad era encabezada por el teniente coronel Augusto Pinochet quien, de un plomazo, le enseñó a los nadies que es peligroso soñar. El 11 de septiembre de 1973, la sociedad del mundo pudo ver de primera mano el inicio de la dictadura latinoamericana más salvaje en contra del cambio social.
Del mismo modo, no es difícil imaginar lo que sucedió después del paro cívico de 1977 en Colombia, cuando las centrales obreras realizaron la mayor movilización y protesta social en contra del gobierno. En efecto, el sector militar, como en una película de Pedro Almodóvar, entró en un estado de “mujeres al borde de un ataque de nervios” pues, según el ala militar, el comunismo estaba a portas de entrar triunfante a Bogotá, la guerra fría en Colombia la habían ganado los soviéticos y la bandera amarillo, azul y roja iba a ser remplazada por una bandera roja, un martillo y una hoz. Si ustedes creen que la disonancia cognitiva del Ejército colombiano era exclusiva, sorpréndanse al saber que esto también les sucedió a las centrales obreras, a los estudiantes, a los empresarios y al movimiento guerrillero. Todo el mundo pensó que Colombia estaba a portas de la revolución.
A pesar de lo anterior, nada más alejado de la realidad. Por un lado, las centrales obreras lograron conectar los problemas de la clase popular con los problemas partidistas de la juiciosa militancia camandulera, pero esto no era equiparable con la revolución. Por otro lado, los estudiantes no se imaginaban que la emergencia revolucionaria centroamericana iba a ser contenida por los Estados Unidos y, por supuesto, la guerrilla erróneamente pensaba que la aventura de Sierra Maestra era fácil de replicar en Colombia.
Esos eran los años setenta en Colombia. Todo iba muy rápido, no había tiempo de bajarse. La lectura complotista del paro de 1977 del Ejército Nacional sirvió para endurecer el control social, así fuera de la manera más violent. Por ende, en 1978, el presidente Julio Cesar Turbay fue el arquitecto de un sistema estatal de represión sin precedentes: jóvenes, hombres, mujeres y niños, sindicalistas y no sindicalistas, líderes y políticos, todos sospechosos del complot revolucionario. Este país entró en una suerte de dictadura disfrazada de democracia. No había la más mínima posibilidad de mostrar antipatía ante este deshumanizado sistema de represión. Años oscuros y tormentosos se vivieron hasta 1982, años que darían para escribir muchas crónicas.
A finales de los años setenta, Colombia era un país “del lote” como dirían en el ciclismo, pero, a lo largo de la década, vivió toda suerte de cambios, idas y venidas, flujos y reflujos, que la cambiaron para siempre. Lo más parecido a estos convulsionados años setenta es lo vivido desde el año 2021 en adelante, pues la juventud se comporta diferente, la sociedad protesta sostenidamente, los nadies ya no le temen a los gritos de los capataces, la libertad sexual cada vez es más amplia y la equidad de género se está haciendo costumbre. En Chile, ya no está Salvador Allende, pero está Gabriel Boric; tal vez hoy no canta Víctor Jara pero está Residente y, en Colombia, ya no existe el M-19 pero ustedes saben… en fin, todo esto hace pensar que probablemente el heavy metal nacional está sonando nuevamente.
*Jorge Baquero Monroy. Licenciado en ciencias sociales de la Universidad de Cundinamarca. Mágister en administración pública de la ESAP. Investigador del proyecto Infraestructuras de Paz, agendas políticas y dinámicas organizacionales en la implementación efectiva del Acuerdo Final en Colombia (2016-2022).
Interesante, excelente texto