Los vándalos, esos hijos nuestros

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“A todos estos les digo: los vándalos son nuestros hijos. Pueden llamarlos como quieran, criticarlos, desautorizarlos, hacerlos aparecer como delincuentes, como escoria, como lumpen, como indeseables. No obstante, no dejamos de reconocerlos como nuestros hijos.”

Las marchas del 21 de noviembre en el país resultaron masivas, coloridas, diversas y bullangueras. La de Bogotá fue un carnaval democrático. El colofón del cacerolazo fue exultante. Sin embargo, periodistas postrados, políticos mentirosos y personajes públicos arrastrados por el puritanismo solo han visto el deshacer de los vándalos. Pues, a todos estos les digo: los vándalos son nuestros hijos. Pueden llamarlos como quieran, criticarlos, desautorizarlos, hacerlos aparecer como delincuentes, como escoria, como lumpen, como indeseables. No obstante, no dejamos de reconocerlos como nuestros hijos. De pronto los hemos educado mal, hemos sido muy permisivos o no les hemos dado el afecto y la seguridad suficientes. Quizás los levantamos en medio de violencias de todas las especies. Pero no dejan de ser nuestros hijos. Muchos de nosotros fuimos como ellos a su edad. Antes nos llamaban ‘la chusma’. Y hoy podemos decir que no nos quedamos en el fango.

Con todo y el presente que viven, no queremos abandonarlos a su suerte ni permitir que aves y mamíferos carroñeros de todas las calañas los acaben a picotazos, a dentelladas, a balas. Son nuestros hijos. Tienen la enorme posibilidad de reivindicarse, de salir de esa condición, de aprender de nuestro ejemplo de padres civilistas, democráticos, pacíficos.

Tengo que decir, como afirmó alguien en Twitter, que “me parecen más graves los abusos de la autoridad, de las fuerzas del Estado, que las acciones de los vándalos. ¿Por qué? Porque del Estado espero protección, de los vándalos no espero nada. No me parecen equiparables ni los voy a criticar de la misma forma”.

Con esto no quiero decir que estoy de acuerdo con los desenfrenos de nuestros hijos que en medio de marchas, protestas, paros y manifestaciones caen en la órbita del Código Penal, como el saqueo, el robo o el homicidio o su intento. No. Les acepto la lucha cuerpo a cuerpo o las pedreas con los autómatas del Esmad, que la mayoría de las veces los agrede primero, los provoca, así como el aleve ataque a vehículos y a la infraestructura de la ciudad y el inofensivo pintorreteo de consignas y grafitis en muros públicos y privados. Hasta ahí.

Aquí creo necesario establecer una diferencia esclarecedora entre el vándalo espontáneo y el infiltrado. El primero es el que defiendo en este escrito; el otro es una creación perversa de oscuros grupos anarquistas o de organismos secretos o de policía. Este infiltrado es un caballo de Troya que con apariencia de encapuchado universitario penetra la protesta, la encauza con ardides de maestro del caos, la desestabiliza y la derrota. Es cuando entra en escena la máquina inquieta, insensata del Esmad, apoyada por los policías motorizados que cuando capturan a alguno, no se limitan a retenerlo y judicializarlo, sino que lo arrollan con odio a patadas y bolillazos, sin ninguna consideración por los derechos humanos, para escarmentar a los demás.

En Chile, el profesor universitario Rodrigo Kalmy Bulton, al analizar la última revuelta de su país en su artículo Evade: el discurso contrarrevolucionario y el ajusticiamiento popular, publicado el pasado 21 de octubre en la web revistabordes.com.ar, sobre este tema afirmó que “el discurso contrarrevolucionario en el Chile actual cacerolea con la palabra “vándalo”. Insiste en él para introducir la lógica del enemigo interno y abrazar las fuerzas de seguridad que permitan “purificar” al pueblo de sus “malos” elementos. Se trata de “vándalos”, tipos que eventualmente –enhebra el discurso- están “organizados”, son “anarquistas” y pertenecerían a un “lumpen” que no tendría nada que ver con la bondad originaria del pueblo”.

Estas líneas pueden ser también propias de nuestro contexto, en el que desde semanas anteriores al paro nacional convocado por sindicatos, estudiantes, partidos de oposición, personalidades y movimientos sociales de indígenas y campesinos, la emprendieron contra él personajillos del gobierno, del partido en el poder, miembros del establecimiento, ciudadanos en condición de idiotas útiles y demás emperadores de las redes sociales, para deslegitimarlo, rodearlo de dudas, miedo y rechazo. Con trompetazos de anuncio del apocalipsis, siempre terminaban invocando a los vándalos, a nuestros hijos, mostrándolos como los enemigos a perseguir y a vencer. Pese a esta mentirosa e hipócrita campaña, la gente salió en masa a marchar el 21 de noviembre por las calles del país. Al final, para confirmar los temores, salieron nuestros hijos a revolcar la escena, luego de que el Esmad entrara al cuadro de la Plaza de Bolívar con sus desafueros de siempre, seguro invitado por la acción provocadora de algún infiltrado.

El viernes 22 de noviembre, el alcalde de Bogotá, jefe mayor del Esmad capitalino, luego de decretar el nefando toque de queda de esa noche hasta el amanecer del sábado, informó que había salido a flote una patraña contra todos. “Una campaña de terror”, la llamó. Por Twitter, senadores del partido de gobierno, y por WhastsApp otros personajes anónimos, ajenos, extrañamente preocupados por el bienestar ciudadano, difundieron audios cargados de miedo en los que supuestamente alertaban sobre ataques en masa de vándalos a conjuntos residenciales de la ciudad. Sucederían esa noche. La gente salió en piyama y armada con palos y tubos a esperarlos. Jamás llegaron. Fue una noche infame para muchas familias. Gracias a la vandalización de la protesta social en el país.    

“El discurso contrarrevolucionario —continúa Kalmy Bulton— no ha sido privativo de la derecha o del gobierno, sino que se ha extendido en varios sectores políticos que parecen haber adoptado sin problemas su lógica inmunitaria. Se trata de hacer del pueblo una instancia “limpia”, de “higienizarlo” de su mal, de salvar su alma de la tentación propiamente “vandálica”. El discurso contrarrevolucionario es, a la vez, pastoral y cazador: “pastoral” porque pretende salvar a un pueblo de sí mismo y “cazador” porque intenta perseguir con toda la violencia del poderoso, a quien está identificado como el “mal” que ensucia. La bondad del pastor pasa por el rasero del cazador, la salvación del pastor implica la persecución del cazador: la defensa de esa “clase media” –según el gobierno- que justifica la declaración del estado de excepción, expresa la duplicidad con la que opera el poder (Chamayou)”.

Pastorales y liberadores, como hace cualquier padre con su hijo descarriado, “calavera”, malhechor o sinvergüenza, primero, no aceptamos el matoneo de nadie, y segundo, déjennos solos a nosotros con ellos, que intentaremos con todas nuestras herramientas afectivas, racionales y sensatas, que abandonen el ímpetu desenfrenado de sus hormonas, reconozcan la conciencia como un estado del alma que permite pensar, sentir y actuar mejor, y cambien para siempre de proceder, antes de que un agente del Esmad los acribille bajo algún puente, un policía motorizado les fracture el cráneo de una patada o les arroje la moto encima a toda velocidad o un soldado del ejército le meta entre las cejas la bala de un fusil. O que en el mejor de los casos, queden vivos y como vegetales en una cama de hospital a consecuencia de algunas de las situaciones anteriores. Como sucedió el sábado 23 de noviembre con Dilan Cruz, el joven de 18 años que, mientras hacía parte de una marcha pacífica de protesta por el centro de Bogotá, recibió en la cabeza el disparo de una cápsula de gases lacrimógenos lanzada por un robocop del Esmad, violando el protocolo de uso de esta arma supuestamente no letal.   

“Es importante subrayar —finaliza el profesor chileno— que el pueblo no es nunca bueno o malo, pacífico o violento, sino que su potencia, esencialmente múltiple, se ubica más acá de todo dispositivo de separación. Efectivamente, el pueblo es violento, mas también solidario. Pero su violencia es martiriológica o redentora y no sacrificial, porque no se orienta en instaurar un nuevo orden, sino en destituir radicalmente el orden existente, en abrir desde la sutura una verdadera grieta”.

Por último, como padres de hijos revoltosos somos conscientes de que la realidad social, mental (salud), económica, emocional y política de nuestras ciudades, en no pocas ocasiones, es infame, cruel y desgraciada. De que el país, al hilo, ha sido llevado por malos gobernantes al abismo, al dolor, a la desesperación, al hambre, a la oscuridad, a la pérdida de toda esperanza, al abandono, a la drogadicción y a la muerte. Y de que nosotros como padres, y ellos, nuestros vándalos queridos, somos fruto, semilla y raíz de todo esto. Pero también la resistencia, la rebeldía, el sueño de revocar y expulsar, ojalá sin matar a nadie, de forma pacífica, el oprobio encarnado en la figura del presidente, el gobierno, el Estado y cualquier forma de autoridad.

Antes de alcanzar esta epifanía, es necesario que la derecha y una parte de la sociedad les quite a nuestros hijos, sobre todo a los jóvenes que protestan solo a gritos y con el puño en alto, el mote de “vándalos”; que los convocantes a paros, marchas, manifestaciones y plantones asuman una posición vigilante, preventiva contra el infiltrado; que los anarquistas de oficio desistan de su afán de instalar el caos por doquier; que los organismos del Estado aprendan a respetar la protesta, acaten los derechos humanos de la ciudadanía y terminen con su doble discurso. En fin, que se “desvandalice” la protesta social.  

Una mañana de finales de octubre pasado, en Santiago de Chile apareció el siguiente grafiti en una calle: “No volveremos a la normalidad, porque la normalidad es el problema”. A esa normalidad es a la que no quieren volver nuestros hijos. Nosotros tampoco, pero por un camino distinto, aunque está la tentación de esa frase profunda que alguna vez dijo Carlos Marx: “La violencia es la partera de la historia”.

*Donaldo Donado Viloria, es miembro de la Asociación Colombiana de Correctores de Estilo, Correcta.  @DonaldoDonado

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