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El gran logro de la seguridad democrática propuesta por el presidente Álvaro Uribe no fue que el Estado recuperara el control sobre la espiral de violencia que vivimos, sino que se aceptara el uso legítimo de la violencia por parte del Estado, lo que en la modernidad conocemos como el “monopolio de la violencia”.
Esto, sin embargo, ha sido malentendido por algunas élites locales y autoridades civiles que perciben al igual que Luis XIV, el Rey Sol, que “El Estado soy yo”, utilizando lo que es el legítimo y constitucional ejercicio de la violencia del Estado como un mecanismo de represión social y política hacia ciertos grupos específicos dentro de la población (campesinos, indígenas, comunidades afro, estudiantes, docentes, trabajadores informales, entre otros), y empleándolo para la protección de intereses o sujetos al interior de nuestra nación que nada tienen que ver con los objetivos colectivos (esquemas de seguridad y ‘ayudas’ a élites en sus negocios, muchos de ellos ilícitos), de forma que en Colombia se impuso una cultura que ‘justifica’ los muertos, los homicidios, los crímenes, bajo lo que algunos civiles consideran es ‘seguridad’.
Esto ha llevado a construir un imaginario de corte mafioso en el que cuando el ‘patrón’ señala a alguien, entonces la turba se manda furiosa porque ha sido movilizada, una práctica extendida en nuestra normal anormalidad de los ‘muertos buenos’, de lo extra-judicial, como me compartió –bajo condición de anonimato– un coronel activo del ejército en el año 2009, quien trabajaba en el Centro de Coordinación de Acción Integral (CCAI): un representante de la defensoría en un comité municipal de seguridad le solicitó –siendo él comandante militar en el área– que dejara “algunos muertos” en el camino, argumentando que esta era la razón detrás del incremento en robos en dicho camino .
Claramente Colombia no es un Estado policial, no es una dictadura, no estamos bajo ‘la bota militar’, pero la instrumentalización aceptada desde el Frente Nacional de las autoridades militares y policiales ha sido en detrimento de la nación en su conjunto. De una parte la infiltración de estos organismos por el narcotráfico o las bandas delincuenciales es grave porque es el uso privado de un recurso público para fines contrarios a los colectivos, pero más lamentable es que sean los poderes políticos elegidos popularmente los que asuman que estos servidores de la ciudadanía son su escolta, su personal de servicio, o unos matones para lograr sus objetivos.
Siendo un principio clave del fascismo el que los sujetos puedan dejar de lado la racionalidad de sus acciones y confiar ciegamente en lo que dice el líder, solo funciona si se aplica igual que una secta o una iglesia: las dádivas colectivas deben darse a los fieles para mantenerlos contentos. En Colombia lo público se ha convertido en un ‘botín’ para mantener a los señores de la guerra y sus ejércitos con el camino libre para operar en una economía donde el narcotráfico sigue creciendo a niveles récord.
Sin embargo hay historias que llenan de esperanza. En plena pandemia, el pasado 16 de mayo, terminó la fuga de Félicien Kabuga, luego de 26 años desde que instigara y financiara el genocidio de Ruanda. No importó que Kabuga no haya corrido con un machete para matar a más de 800.000 tutsis y hutus moderados, no importó que fuera un hombre muy conectado y protegido por sus millones, sus secuaces, sus amigos políticos en Kenia, Suiza, Francia. Lo importante es que él fue clave en sembrar el miedo, la desconfianza, el odio, en crear la oportunidad para que sus seguidores mataran, ahora ha sido detenido y debe para pagar por ello.
En Colombia, la presión de civiles a los militares por “resultados” y “bajas” algún día deberá ser respondida ante la justicia, como bien claman las madres de Soacha.
*David Camargo, docente asociado Universidad Antonio Nariño, científico analista de datos, asesor en políticas públicas con doctorado en el área de reconstrucción centrado en consecuencias de la guerra sobre la propiedad de la tierra.
David, tu columna está muy interesante, es una gran opinión. No creo, sin embargo, que la política de Seguridad Democrática haya logrado que la sociedad aceptara el uso de la fuerza por parte del Estado, por el contrario, la gran torpeza de ese expresidente consistió en deslegitimar y desprestigiar esa ibstitución. Por la sencilla razón de que no gobernó como un “Estadista” en tiempos de crisis, sino como un gangster. El resultado perdura hasta nuestros días: El comportamiento de los soldados es el de bandoleros asaltando el botín, incluidas Las mujeres.
Felicito al Autor del Escrito, por su capacidad de desarrollar un concepto concreto, partiendo de citas o referencias de Historia Universal y de Colombia, las cuales aterriza en nuestra Realidad Social, hábil y acertadamente, mediante un juicioso análisis del acontecer pólítico y de sus protagonistas.