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La seguridad energética, la seguridad alimentaria y el medio ambiente están todos interconectados y tenemos que verlas como variables de una misma ecuación a resolver.
El Acuerdo de París y los objetivos de desarrollo sostenible
Indudablemente hay un antes y un después del 2015, año que marcó un punto de inflexión para la comunidad internacional en el propósito de enfrentar con resolución el cambio climático y sus estragos, mediante la descarbonización de la economía hasta neutralizar las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), que son las causantes del mismo. Ese año tuvo lugar en París la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP21), en el marco de la cual se suscribió un compromiso por parte de 197 presidentes y jefes de Estado, encabezados por el Presidente Barack Obama, de avanzar en el cumplimiento de la exigente agenda acordada.
Ese mismo año se suscribieron y adoptaron los 17 objetivos del desarrollo sostenible (ODS), en el marco de la Cumbre de las Naciones Unidas sobre el desarrollo sostenible, por parte de 160 presidentes y jefes de Estado. Es de resaltar que esta última fue una iniciativa que presentó en la Cumbre Río + 20 en 2012 el Presidente Juan Manuel Santos y terminó siendo acogida por parte de la comunidad internacional. El 13º objetivo plantea “adoptar medidas urgentes para combatir el cambio climático y sus efectos”. En ello coincide con el Acuerdo de París, el cual se propuso “evitar que el incremento de la temperatura media global supere los 2º centígrados respecto a los niveles preindustriales” y, además, promover esfuerzos adicionales que hagan posible que el calentamiento no supere los 1.5º”.
No será fácil mantener a raya el calentamiento global, pues cada día que pasa el reto es mayor. La más reciente Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP25) aumentó su ambición, fijándose el propósito de limitar el aumento de la temperatura global a sólo 1.5º centígrados con respecto a la era preindustrial, en momentos que la misma ya ha subido 1.1º centígrados. Con ello se espera y aspira a alcanzar la neutralidad de las emisiones de GEI hacia el año 2050. Y no es para menos, habida cuenta que, si se mantiene la tendencia actual, la temperatura global podría treparse entre 3.4º y 3.9º este siglo, arribando así a un punto de no retorno, por cuenta de lo que el Papa Francisco califica con razón como el “antropocentrismo despótico”.
La temperatura extrema que marcó en el termómetro los 54º centígrados y el calor infernal de esta última temporada, especialmente en el hemisferio norte, dispararon todas las alarmas. Por ello se espera que la COP26, que se reunirá a partir del 31 de octubre en Glasgow, Reino Unido, tome más en serio la amenaza que se cierne. Con el relevo de Trump, el negacionista mayor del cambio climático y el arribo de Joe Biden a la Casa Blanca, comprometido con la Agenda de Paris y los ODS, hay razones para el optimismo.
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La transición energética
Es en este contexto en el que se viene dando la transición energética desde las energías de origen fósil (carbón, petróleo y gas) hacia las fuentes no convencionales de energías renovables (FNCER) y limpias, con el propósito de reducir la huella de carbono. Claro está que dicha transición no se va a dar de la noche a la mañana y por ello se impone la necesidad de contar con una hoja de ruta para que Colombia cumpla con su compromiso de reducir sus emisiones de GEI en un 51% hacia el 2030. Y para ello, deberá recurrir a la combinación de todas las formas de lucha contra el cambio climático.
Colombia, por fortuna, cuenta con una matriz energética muy diversificada, pero en la que el carbón, el petróleo y el gas tienen una gran preponderancia. Es una verdad de a puño que el transporte es el mayor consumidor de energía en el país. La misma dinámica de la economía va a llevar a una mayor demanda de transporte, concomitantemente con una mayor demanda de combustibles y de contera mayores emisiones de CO2 y material particulado.
Según el Instituto Nacional de Salud (INS), anualmente, en promedio fallecen en Colombia 15.600 personas por causas asociadas con la pésima calidad del aire, siendo los casos de Bogotá y Medellín los más críticos. Hemos llegado al punto que la contaminación del medio ambiente es considerada por la Organización Panamericana de Salud (OPS) como “determinante básico de la salud”.
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Además de las emisiones de GEI a la atmósfera, las cuales contribuyen al cambio climático, la polución del medio ambiente tiene un alto costo en vidas, que es urgente frenar. Y ello se puede lograr y se viene logrando con las mezclas de los biocombustibles, las cuales al oxigenar los combustibles reducen las emisiones de gases contaminantes y material particulado. El ideal sería contar con la movilidad eléctrica, pero, como lo sostiene la Agencia Internacional de Energía (AIE) “la movilidad eléctrica impulsada por energía renovable no podrá resolver esto por sí sola y se necesitarán combustibles de transporte renovables para cerrar la brecha entre los objetivos de reducción de emisiones de GEI y las emisiones reales proyectadas”.
La contribución de los biocombustibles
Colombia se adelantó al Acuerdo de París y a los ODS, al hacer obligatoria las mezclas del etanol y el biodiesel a través de las leyes 693 de 2001, de mi autoría, y 939 de 2004, estableciendo como incentivo para su implementación la exención de los impuestos que paga el consumidor final del combustible motor del porcentaje de la mezcla. Según el análisis de ciclo de vida contratado por el BID y el Ministerio de Minas y Energía el biodiesel de aceite de palma y el bioetanol de caña de azúcar reducen en un 83% y 74% las emisiones de gases de efecto invernadero GEI, respectivamente, cuando se compara con el diésel de origen fósil y la gasolina. Se estima en 2.5 millones de toneladas de CO2 y 130 toneladas de material particulado, anualmente, la reducción de tales emisiones, gracias a las mezclas de los biocombustibles.
Además del beneficio que representa para la salud de los colombianos la mejora de la calidad de los combustibles, mientras éstos se sigan consumiendo, el consumidor se beneficia también de un aumento del octanaje de la mezcla con la gasolina (120 vs 81) y el cetano del biodiesel (69 vs 48), además de su alta lubricidad.
A los beneficios medioambientales y de salubridad, se vienen a sumar la mejora de la calidad y eficiencia de los combustibles, los que redundan en un mejor desempeño del motor. Los biocombustibles contribuyen a la seguridad energética del país, dado que el porcentaje de la mezcla reduce el volumen de gasolina y diésel – motor consumido en 54.667 barriles/día, aproximadamente, limitando sus importaciones. Además, la generación de energía a partir de la biomasa de la palma y la caña de azúcar, son parte de la cadena de los biocombustibles, representando en este momento una capacidad instalada de 800 MW de potencia, aproximadamente.
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Por lo demás, como es bien sabido, las áreas sembradas de palma y caña de azúcar para producir la materia prima de los biocombustibles, han hecho posible la ampliación de la frontera agrícola, así como la generación de empleo formal (90.000, según Fedesarrollo) e ingresos en el campo colombiano. Y algo muy importante, sin poner en riesgo la seguridad alimentaria del país, dado que en Colombia de las 11.3 millones de hectáreas aptas para la agricultura, sólo se cultiva actualmente el 35% de ellas (¡!).
Lo barato sale caro
Concluyo diciendo que la seguridad energética, la seguridad alimentaria y el medio ambiente están todos interconectados y tenemos que verlas como variables de una misma ecuación a resolver. Por ello, está fuera de lugar tratar de equiparar el precio de los biocombustibles con el precio de la gasolina y el diésel-motor, empezando porque mientras los primeros son producidos y conllevan un proceso de transformación y refinación, los segundos son sólo extraídos y refinados.
Es más, el precio que paga el consumidor final en la estación de servicio por la gasolina o el diésel no refleja el costo real de los mismos, ya que ellos tienen unos costos ocultos e implícitos que no se pagan cuando se tanquea el vehículo. Me refiero a lo que le cuesta al Estado o mejor a los contribuyentes el tratamiento de las enfermedades asociadas a la contaminación del medio ambiente: estamos hablando, según el Departamento Nacional de Planeación de $12.3 billones anuales (¡!). Una verdad que puede resultar incómoda es reconocer que de los precios de los combustibles de origen fósil, como se dice coloquialmente, se puede afirmar que ¡lo barato sale caro!
En síntesis, tal como lo sostiene un reciente estudio del centro de estudios Cerrito Capital, a propósito de una propuesta de política pública de biocombustibles más coherente, mucho más comprometida, “dentro del acervo de alternativas tecnológicas y de política con que cuenta el gobierno, un aumento de mezcla de biocombustibles es costo eficiente y es la política más veloz en implementación. Su celeridad y oportunidad hace que sea la medida prioritaria para acelerar la reducción de emisiones, tanto de material particulado como de GEI”. No me cabe duda, los biocombustibles son parte de la solución de cara a la transición energética y el cambio climático, amén de ser uno de los más firmes soportes e impulsores de la reactivación económica.
*Amylkar Acosta, Exministro de Minas y Energía, Exdirector de la Federación Nacional de Departamentos, Miembro de Número de la Asociación Colombiana de Ciencias Económicas, @amylkaracosta