Los payasos de Marquetalia

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Dedicado a los pequeños cultivadores de arroz de la Mojana y el bajo Cauca antioqueño

Son exactamente las 7:30 de la mañana. Una fría y tenue llovizna se desgaja sobre el puerto de Marquetalia, donde otrora funcionó el centro pesquero auspiciado por el gobierno holandés, construcción filantrópica para el beneficio de los pescadores de la ribera del río grande de la Magdalena y el Cauca y sus afluentes, representada en una de las primeras fábricas de hielo y cadena de frío llamada CESPA. Hoy solo quedan recuerdos; toda se la robaron y desmantelaron los políticos. Cuentan algunos moradores que hasta los camiones los vendieron por chatarra. En la plataforma de Marquetalia, permanecen parqueados camiones que no superan los años ochenta; algunos con sus chimeneas encendidas eructan el mortífero gas de efecto invernadero. Impacientes esperan bultos de arroz que unos hombres de torso desnudo y sudoroso en procesión silenciosa sacan de una inmensa canoa depositándolos en sus carrocerías.

El reloj sigue su curso inexorable; marca las 8:30. Sigue lloviznando; una mujer corpulenta, de mirada triste y atuendo campesino, está trepada en una de las canoas. Desde allá sostiene un rifirrafe con un diminuto hombre que está en tierra al que le apodan “el perro”.

─ ¿A cómo lo vas a pagar? casi que sin mirarlo le pregunta al hombrecillo que fuma un cigarrillo, se lo extrae de la boca y le responde a voz en cuello por la distancia que los separa.

 ─ ¡A 33 mil pesos el bulto! Hay un silencio. La mujer deja de hilvanar un bulto que tiene atrapado entre sus piernas, alza la cabeza, lo escruta con desconfianza de arriba abajo; tal vez lo ve más pequeño por la distancia que hay entre ambos, baja la vista, balbucea palabras ininteligibles y termina vociferando.

 –¡Esto es un atraco! Alza nuevamente la mirada. ¡Págamelos a 40! le grita.  El hombre enmudece y, con la fuerza de su dedo índice, arroja a lo lejos la colilla de lo que queda del cigarrete, da un rodeo y desaparece en medio de la lluvia. Un hombre silencioso que está sentado guareciéndose de la lluvia debajo de un improvisado plástico ha mirado con interés la conversación; sonríe maliciosamente y le hace  “seña”  a la fornida mujer que se ha levantado y organiza varios cachivaches; el hombre no deja de mirar por el rabillo del ojo al perro que se pierde en medio del ruido ensordecedor de los camiones que han sido copados por completo con bultos llenos de arroz. Los coteros que están exhaustos y sedientos hacen una pausa, se sientan sobre algo que parece un tapete y se reparten por igual las ganancias. Uno de ellos desocupa en varios vasos plásticos el contenido de una cola peruana; el final del convite termina cuando uno de ellos arroja sin ningun pudor los envases plasticos a la corriente del río.

Les dicen “los payasos”, no precisamente por pertenecer a un circo; así les apodan a estos hombres que permanecen en el puerto Marquetalia de Magangué esperando a los cultivadores de arroz que bajan de la Mojana bolivarense y sucreña (Achí, San Jacinto, Majagual, Guaranda, Montecristo).  En los corrillos de Marquetalia se rumora en voz baja que detrás de algunas de estas personas hay poderosos capitales, de orígenes no muy sanctos; entre ellos, existe un pacto, un código de respeto y silencio por el primero que elige a la potencial víctima. Se murmura que el dinero que corre diariamente por este puerto pertenece a pocas familias. La lluvia hace una pequeña tregua; la mujer sigue exaltada, refunfuña y se lamenta por el precio tan bajo como le quieren pagar su producción; queriendo buscar la aprobación de los presentes, salta de la canoa y truena: “traer un bulto de arroz acá cuesta, cuesta mucho”. Se frota los dedos de sus regordetas manos y empieza a sacar cuentas de los gastos de producción de un bulto de arroz delante de todos: -“combinada 500 mil pesos, embarque 1500…” Sigue enumerando un rosario de cifras y al final remata: “estamos trabajando a pérdida… los pequeños agricultores estamos en vías de extinción”.

Ha dejado de llover por completo. Al cabo de un rato, aparece el “perro” y le dice de forma terminante: “te los pago a 34 mil y, si no te parece, te los puedes llevar” Ah y remata el hombre del linaje canino: “el pago es para dentro de un mes porque esto está duro”. La mujer sabe que su arroz lleva dos días cortado y empacado; solo le quedan 12 horas a su mercancía o, de lo contrario, le daría “fiebre” como le dicen ellos y la pérdida podría ser total. Vencida, se deja caer sobre uno de los bultos, hace señas a un grupo de cuadrilleros que, en silencio, habían seguido la conversación. Con las relucientes ganzúas en sus manos cual corsarios, abordan la enorme canoa dando inicio a la operación de desembarco.

La anterior escena es una de las tantas que viven en tiempos de cosecha los pequeños cultivadores de arroz de la Mojana cuando arriban al puerto de Marquetalia de la ciudad de Magangué a comercializar su producto.

“Para los años 70 existían en Magangué aproximadamente 22 molinos de secamiento y trillado y hoy escasamente sobreviven cinco”. En esa época dorada, como recuerda Rafael Martínez, existía una cosa que se llamaba IDEMA. Esta última recibía, almacenaba, secaba y ayudaba a vender la cosecha a los campesinos. Pero poco a poco esta entidad fue desapareciendo por el apetito burocrático de los políticos corruptos, señala. “No había esa cantidad de intermediarios o ‘payasos’ como les dicen ahora”. Era la época de oro, recuerda Rufina Montiel, una octogenaria de cabellos plateados, otrora dueña de un molino. Hoy, quebrada, sentada en una poltrona en la sala de su casa llena de trofeos empolvados, sobre su regazo y con las arrugadas manos, muestra la fotografía de una joven de la época vestida de reina. “Magangué fue llamada capital arrocera de Colombia; aquí se hizo el reinado nacional del arroz, la primera reina fue…” Se quedó hurgando en la memoria, no recordaba y llamó a alguien. “Mijo cómo era que se llamaba la señorita esta que fue reina”. La voz susurrante y asmática de un anciano respondió detrás de un biombo – la señorita Marlene Peñaranda – .

Según Israel Callejas Álvarez, ingeniero agrónomo y arrocero del bajo Cauca antioqueño, “uno de los grandes problemas que existen en las regiones arroceras es la falta de infraestructura en vías y plantas para almacenar y secar el grano”. Este arrocero le ha propuesto mil veces a los gobiernos de turno hacer pequeñas plantas de secamiento por regiones para poder entrar en la competitividad. “Si de aquí al 2030, cuando los aranceles de los gringos lleguen a cero, no somos competitivos, vamos a desaparecer como gremio”, remata este agricultor. Unida a la anterior calamidad, están las redes de intermediarios y  básculas tramposas de algunos molineros. Según la resolución nro. 0216 del 2013, el Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural emitió una circular donde daba un apoyo a la producción de arroz por hectárea en la zona. Pero, según algunos campesinos, esto ha quedado en el papel. Los cultivadores exigen al gobierno nacional nivelar los precios de sustentación, bajar el alto costo de los insumos y, finalmente, subsidiar la agricultura, al menos en lo que se refiere al arroz.

Por la tarde, vi a la corpulenta mujer vestida y ataviada de forma pintoresca, recorriendo uno de los almacenes de cadena. En sus manos, sostenía una bolsa de arroz, y, balanceando dijo a los presentes: “en pocos años estaremos comiendo esto”. La bolsa tenía una imprenta que decía: made in Tailandia.

*Ubaldo Diaz, sacerdote. Premio APB de periodismo Pluma de Oro 2018 -2019, Barrancabermeja. Premio Nacional de Cuento y Poesía Ciudad Floridablanca.

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1 COMENTARIO

  1. De los políticos libranos señor.razon tiene Gustavo bolivar con el libro que a editar nido de ratas y las uribistas las peores ratas de la historia de Colombia

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