Los verdes años veinte

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No se trata de formular más políticas, ya que Colombia tiene un marco vigente muy sólido, sino de que la visión de crecimiento económico sea baja en carbono.

El legado de esta década debe ser la profunda transformación de nuestra sociedad.

Después de dejar atrás un año extraño y aciago, parece haber una vitalidad renovada a lo largo del mundo, alentada sin duda por esa mesiánica vacuna que nos permite atisbar un espejismo de normalidad.

Es natural y justificado el anhelo por retomar nuestra vida cotidiana, y más aún la desesperación por dejar atrás un periodo donde el sufrimiento, la vulnerabilidad y la frustración con el sistema se han acentuado; contagiando incluso a estratos que creían haber superado ese tipo de preocupaciones.

Aunque sin duda aún falta recorrido hasta que veamos el fin de la pandemia, algunos ya han predicho, con base en eventos pasados, que el comportamiento de la humanidad en épocas de pandemia – la gente se vuelve más religiosa, abstemia, ahorradora y reacia al riesgo – dará lugar a un periodo de incansable interacción social, libertinaje, liberalización del gasto y secularismo. Este panorama vaticina que, una vez nos hayamos recuperado de la hecatombe socioeconómica, a nivel global viviremos una etapa similar a la de los pasados “Felices Años Veinte”, – los famosos Roaring Twenties en Europa y Norteamérica a principios del Siglo XX, que surgieron de las adversidades de la gripe de 1918 y la Primera Guerra Mundial.

Sin embargo, si seguimos operando bajo los parámetros actuales, continuamente poniendo parches sobre fisuras estructurales, en lugar de dar espacio a una reflexión honesta y transformadora que nos permita llevar a cabo una verdadera metamorfosis de nuestro modo de vivir, consumir o hacer negocios, jamás nos podremos regalar el lujo de que la próxima década se caracterice por ese esperado alivio.

La pandemia del Covid-19 no es la principal crisis de nuestra época, y como tal, su superación no traerá ese ciclo de bonanzas económicas y sociales que tanto añoramos, sino que supondrá un leve consuelo a la espera de otras crisis. Precisamente, el cambio climático, el desafío que verdaderamente definirá nuestra era, es mucho más complejo, causa – y causará – mucha más miseria y está más arraigado en las falencias de los cimientos de nuestra sociedad.

Las desigualdades socioeconómicas, la debilidad de gestión de los gobiernos en sus diferentes niveles y la relación tóxica con el medio ambiente han sido causas conexas en varias de las catástrofes que hemos sufrido durante los últimos años, amplificadas al escenario internacional como resultado del alcance multidisciplinario e interconectado de los propios problemas.

Por lo tanto, por mucho que hayamos sufrido durante el 2020, anotarlo como un año singularmente fatídico sería un error, ya que todo lo que sucedió el año pasado no es sino un aviso de lo que se avecina si no somos capaces de reaccionar.

Ya lo han avisado hasta la saciedad todas las autoridades competentes, desde la Nasa a las sociedades científicas. Los impactos del cambio climático serán cada vez más severos y perjudicarán a más personas, pero su devastación también agravará desigualdades y conflictos que incluso en su forma actual no somos capaces de solucionar.

El uso de los tapabocas debido a la contaminación, las restricciones de viajes y las limitaciones de aforo en sitios de interés turístico sustituirán a sus homólogos pandémicos, pero a su vez serán las menores de nuestras preocupaciones. Los incendios, sequías, tormentas e inundaciones generarán escasez de alimentos, interrumpirán las cadenas de suministro, causarán aumentos de precios insostenibles y desplazarán a millones de personas en la que será la mayor crisis migratoria de la historia.

Si no somos capaces de elevar nuestra moralidad colectiva y convertirla en un plan tan ambicioso como concreto que haga frente a esta coyuntura generacional, al menos la pandemia nos habrá servido para acostumbrarnos a estas consecuencias.

Colombia no puede permitirse tomar medidas parciales. Por el enorme costo humano y de recursos que arriesgaríamos, por el orgullo de proteger nuestra diversidad biológica y cultural, ¿y por qué no? por no perder la oportunidad de destacarnos como un líder en este gran salto que debe dar la humanidad.

Así como los veinte son una edad que marca el porvenir de un individuo, en la que se afirman valores y las capacidades y se establecen prioridades para la vida, igualmente debemos hacer como país en el comienzo de ésta década.

Tenemos la oportunidad de capitalizar la voluntad política, empresarial y social que requiere la recuperación de la crisis actual y reconvertirla en una fuerza transformadora de gran impacto.

Lo que no tenemos es el privilegio de exponer la lucha contra el cambio climático a mezquinas luchas ideológicas. No podemos dejar que aquellos que velan más por sus propios intereses politicen conceptos que nos afectan a todos.

Lo que sí podemos hacer es extraer aprendizajes de otros. Nueva Zelanda, por ejemplo, ha acordado un marco transversal para todas las agencias del gobierno basado en la transición hacia una economía productiva, sostenible y resistente al clima y una sociedad justa e inclusiva. Este acuerdo incluye estrategias con compromisos específicos con el sector privado y enfoques particulares para mitigar los impactos del proceso sobre las regiones, sectores y comunidades más vulnerables del país.

Por otra parte, la Unión Europea – pese a sus muchas carencias – también ha integrado esta mentalidad en su política pública. Europa, aún condicionada por los impactos del COVID-19, los desafíos de una población envejecida, la inmigración, la digitalización y el resurgimiento del populismo y el extremismo o el difícil equilibrio de las relaciones comerciales con los gigantes asiáticos y Norteamérica, ha logrado conjugar los desafíos ambientales con las inquietudes sociales y con fórmulas económicas probadas, consolidando la acción climática como la estrategia de su transición hacia una sociedad y economía sostenibles.

En la Unión Europea, se ha impuesto el pragmatismo y la solidaridad entre generaciones y territorios y se ha admitido la culpa correspondiente por la aceleración del cambio climático al interior y al exterior de sus fronteras, para asumir el compromiso de convertirse en el primer continente climáticamente neutro para 2050.

Esta iniciativa, aunque incipiente, se materializa en ambiciosas medidas recogidas en el Pacto Verde Europeo y refrendadas en un plan de acción con un marco presupuestario y normativo que convertirá este compromiso político en una obligación legal y que pretende brindar apoyo financiero y técnico para evitar crear o aumentar la brecha entre los diferentes países, regiones y personas, así como para dinamizar los sectores más afectados por la transición.

Con este ejemplo en mente, hago un llamado a los futuros candidatos presidenciales a que sus programas de gobierno incluyan planes ambiciosos y transformadores a largo plazo que pongan la acción climática como eje a través del cual se puedan construir los cambios fundamentales que necesita el país, como la construcción de institucionalidad desde los territorios, la diversificación del tejido productivo, la implementación de un enfoque basado en resultados en la gestión pública, la modernización de la matriz logística y energética o el establecimiento de condiciones para la digitalización de toda la población.

No se trata de formular más políticas, ya que Colombia tiene un marco vigente muy sólido, sino de que la visión de crecimiento económico sea baja en carbono. Necesitamos que el siguiente Plan Nacional de Desarrollo aborde las metas de reducción de emisiones y resiliencia, no en un capítulo ambiental, sino de manera transversal, con planes de descarbonización y metas específicas para cada sector y estrategias de transición justa para las industrias y regiones que lo requieran.

Sin poner la sostenibilidad al frente del siguiente Plan de Desarrollo – de forma real, no nominal – el progreso del país se seguirá construyendo en detrimento de la población más vulnerable, cuya visión de desarrollo seguirá sin coincidir con la que se plantea desde Bogotá, sin crear sistemas verdaderamente resilientes y sin armarnos con las herramientas necesarias para las siguientes crisis.

Tenemos una oportunidad de decidir como queremos que se recuerde esta década. Si lo hacemos bien, ya vendrán más décadas para denominar los “Felices Años”. Hasta entonces, no permitamos que esta década sea otra cosa que no sean los Verdes Años Veinte.

*Diego Beamonte Cosín, consultor en estrategias de posicionamiento y relaciones internacionales.

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