Mi madre y Don Chinche

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A la reina Ester, a quien mi padre amó durante 74 años

– Mamá dígale a mi hermana que falleció Don Chinche.

Al otro lado de la línea mi madre levantó el auricular y, balanceándolo en su mano izquierda, dijo:

– ¡Hija! le manda a decir su hermano que ha muerto El Chinche. La voz se esparció por toda la sala; la bocina aun desgonzada filtraba una canción anodina que se escuchaba ambiente, interrumpida por el ruido intermitente de la lavadora que arrancaba una y otra vez regurgitando espumas de colores que se elevaban en el infinito. Era sábado. Mi hermana estaría lavando como era su rutina los fines de semana: se secaría las manos en el mandil, en mangas de camisa, y su pañoleta española, surcándole la cabeza, le haría ver como una de las espigadoras de la pintura de Millet. Con paso ligero se acercará al viejo radio heredado del abuelo buscando rápidamente la frecuencia “am”, que la llevará de un lado a otro por el amplio espectro que sonará como pequeños truenos fastidiando a las cucarachas, que desde hacía un lustro asaltaron el artefacto, tomándolo como su hogar. El periodista de turno confirmaría la muerte de Héctor Ulloa a los 82 años. Seguirá moviendo el dial encontrándose con el sonido celestial de la trompeta de Ricardo Rey & Bobby Cruz y su melodía “agúzate”, ritmo donde el autor le dice a un individuo que se “ponga pilas, que cambie de vida, que se convierta, que lo están velando”. Los timbales endiablados de ese sonido bestial entretendrán su búsqueda por un momento. Era sábado, el día preferido por la familia para ralentizar la semana y escuchar el tumbao de los salseros y, finalmente, la aguja del dial se detendría en la melodía “cinco centavitos de felicidad”. Una gruesa lágrima rodaría por sus mejillas, se sostiene en la mesa del teléfono donde está el cuadro principal de la sala con la imagen de mi abuelo con mirada masónica y bigote jacobino. No musitaría palabra alguna, seguiría en sus labores de la mañana escuchando una y otra vez cinco centavitos de felicidad; su congoja la acompañaría el resto del día. Mi madre seguiría indiferente a su pesar, picando con maestría la verdura en la taza de peltre azul para preparar los tamales del fin de semana. Para esta época, llegan las tías y su rueca de sobrinos desconocidos que caminan por la casa de un lado a otro como zombies cumpliendo las órdenes de sus tablets y dispositivos móviles. Mi madre ha sido desde antaño la “dama de hierro” a toda prueba de sentimientos y veleidades, impermeable a temas de farándula. El frufrú del vestido satinado de la empleada se escucha al rozar sus piernas embutidas en la licra rosada de siempre; camina de un lado a otro llevando y trayendo ordenes categóricas en ese vasto mundo de la culinaria donde mi madre siempre juega de local porque posee el secreto de las recetas heredadas por generaciones. Desde el extremo del salón, la mucama trata de comunicarle algo que no logra escuchar, aguza el oído y finalmente truena:

 ─ ¡bájale volumen al radio! -le dice a mi hermana-

 ¡Ya el que se murió se murió! ¿Qué vas a hacer ahora? –  El que se murió se jodió; se mete en un profundo monólogo disertando sobre vivos y muertos. Un gato goloso que merodea sus pies la mira fijamente, ella lo ignora; ahora descamisa una mazorca de maíz con una hoja de cuchillo reluciente. Mi hermana refunfuña algo, se seca las manos por décima vez en el delantal, toca el radio que enmudece, trata de reanimarlo con pequeños golpes, finalmente queda muerto, lo deposita al lado de viejo televisor donde hay un cementerio de cachivaches. El televisor, como el radio, no volvería a trasmitir la comedia más exitosa de la televisión colombiana.  Comedia que no era bufonada o algo por estilo. El Chinche fue un analgésico para todos los colombianos que vivimos el horror de los bombazos de Pablo Escobar en cada esquina. El ruido de la lavadora ha cesado; se escuchan sus últimos estertores vomitando un agua azulosa que recorre por una pequeña acequia que desemboca en la calle.

Los filipichines, pasillo y obra maestra de un grupo musical boyacense, esa banda sonora que sonaba todos los domingos a las 7 y 30 pm ponía en alerta la cuadra, el vecindario, vecindario porque para esa época existían los vecinos, amigos, primos, transeúntes, obreros, estudiantes, mucamas, que buscaban la señal en cualquier lugar, el sitio era lo de menos. Mis hermanas eran las primeras en sentarse frente al televisor a esperar con impaciencia que apareciera el hombre vestido medio elegante y popular a hacernos la vida feliz por media hora. Ese ritual se cumpliría todos los fines de semana. Nos apiñábamos uno contra el otro para no perder las excentricidades y bondades del hombre que un día encarnaba al plomero, al siguiente capitulo al albañil y al otro al Dr. Ese hombre sin saberlo nos hacía feliz.

Dicen que en el cénit de su civilización los griegos se inventaron la tragedia para paliar o sobrellevar el ocaso de sus pueblos. En Colombia, la tragedia aun está a la hora del día tocando a nuestras puertas. Nuestra historia ha sido una verdadera tragicomedia que sobrepasó la imaginación de los griegos.  Para lograr el sano equilibrio entre frustración y alegría, hombres como Don Chinche, Jaime Garzón… idearon el humor, la comedia para suavizar nuestros infortunios. Aquel personaje vestido en forma excéntrica, que encarnaba en cada capítulo, las luchas, sueños del colombiano de a pie retrató sin querer la otra Colombia, ese país que estaba naciendo; que sociólogos aún no habían identificado en sus métodos de investigación social, la migración de los campos a las grandes ciudades en busca de oportunidades. Por eso, el programa de Don Chinche tuvo tanta acogida en el ciudadano común.

El gato glotón no logró su cometido, se aleja en la distancia sorteando la pequeña acequia que se ha secado por completo. Mi madre lo ve alejarse, el día está agonizando, el radio ya no se escucha, mi hermana no logró resucitarlo; ahora permanece sentada en silencio ojeando una revista de modas, el nuevo televisor HD instalado en la sala muestra un gremio de actores y actrices con gafas oscuras transportar el féretro con Héctor Ulloa hasta su última morada.  Se ha bajado una vez más el telón de la obra de teatro que es la vida. El Chinche ya no volverá a actuar y su último capítulo se cierra para ser inscrito en la inmortalidad.

*Ubaldo Diaz, sacerdote. Premio APB de periodismo Pluma de Oro 2018 -2019, Barrancabermeja. Premio Nacional de Cuento y Poesía Ciudad Floridablanca.

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