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En los libros de aquella biblioteca efímera y en las cenizas de esas miniestaciones de policía incineradas, quizás por jóvenes conscientes de la manipulación de la que fueron objeto sus padres y mayores, quiero ver aunque sea de manera utópica e ingenua, las cenizas de aquel gobierno de la muchedumbre sin voluntad que permitió que Javier Ordoñez, Jaider Fonseca, Cristian Hernández, Julieth Martínez, Angie Vaquero, Freddy Mahecha, Andrés Rodríguez, Julián González, Germán Puentes, Marcela Zúñiga, Cristian Hurtado, Gabriel Estrada y Lorwan Mendoza fueran asesinados por quienes tenían la obligación constitucional de custodiar sus existencias.
“El hombre ha nacido libre y, sin embargo, por todas partes se encuentra encadenado”. J.J Rousseau. Contrato Social. 1762
Escribo estas líneas la noche del 11 de septiembre de 2020, año aciago en el que a la pandemia del coronavirus se ha traslapado en Colombia un nuevo brote de otra peste, crónica y endémica, mutable y perenne: la violencia.
El sonido arrítmico de mi teclado es opacado por el trepidar de un helicóptero que sobrevuela el barrio en el que habito; el tacataca iterativo del motor que hace girar las aspas que lo mantienen en su aterrador levitar se funde con el estallido de disparos y con el berrido sincrónico de las sirenas de ambulancias o de patrullas policíacas en la calle. Al lienzo sonoro se añaden, como pinceladas tétricas, gritos lejanos e ininteligibles de personas que resisten y provocan el embate represivo de la fuerza pública.
A mi lado la pantalla del televisor muestra las secuencias, tan dantescas como acostumbradas, de un día en Bogotá – jóvenes furiosos se enfrentan a comandos de la policía – . Los intercambios de pedradas y disparos de gases lacrimógenos en diferentes puntos de la ciudad obedecen a la indignación de la ciudadanía por el asesinato perpetrado por agentes de la policía durante la madrugada del mismo día sobre un hombre de 44 años que, en estado de embriaguez, se rehusó a un procedimiento de sanción judicial por infringir los reglamentos de la, eufemísticamente denominada, cuarentena obligatoria acaecida con la pandemia del coronavirus. La pantalla dividida en dos muestra también la escena, grabada con un teléfono móvil por un vecino, en la que se observa cómo los dos agentes redujeron al infractor a fuerza de la electricidad emitida por esas pistolas diseñadas para dominar sin matar a quienes traspasan los mandamientos de la ley. Sin embargo, la reducción del hombre, abogado de profesión y padre de dos hijos, se extendió con su traslado a una miniestación de policía, eufemísticamente denominada Centro de Atención Inmediata, donde fue ultimado con múltiples golpes propinados con arma contundente (así reza la necropsia) en sus piernas, hombros, pecho y cabeza.
La reducción preventiva por la infracción social resultó ser una reducción eterna y también fue la génesis de un desmadre que pasaría a ser uno más de la infinita lista de desmadres ocurridos en Colombia, de no ser porque a la represión de las protestas se sumó un ingrediente que le da título a este ensayo: los agentes del Estado, miembros de una institución cuyo fin constitucional es velar por el bienestar de la ciudadanía, desenfundaron sus armas letales y asesinaron a otras doce personas. La masacre contra el disenso quedó consumada.
La disgregación de la tragedia
“La industria norteamericana de armamentos practica la lucha contra el terrorismo vendiendo armas a gobiernos terroristas, cuya única relación con los derechos humanos consiste en que hacen todo lo posible por aniquilarlos”. Eduardo Galeano. Patas Arriba: la escuela del mundo al revés. 2008
Murió Javier Ordoñez, quizás sin enterarse, de que el artefacto amarillo con que minimizaron su resistencia fue creado en la década de los setenta por un estadounidense de apellido Corver y que lo bautizó con el acrónimo, en inglés, de una tira cómica llamada Tom Swift y su Rifle Eléctrico.
Murió Javier Ordoñez enterándose de que el curioso juguete, de los que hay 4.200 en la policía colombiana, cayó en manos de personas entrenadas no para contener posibles estados de exaltación o excitación sino para humillar y desintegrar la dignidad de los infractores urbanos.
Murió Javier Ordoñez en un oscuro pasillo de una miniestación de policía, enterándose de que el millonario gasto que hizo su país para dotar a sus agentes con esos artefactos, que escupen 50 mil voltios de corriente eléctrica, fueron desperdiciados, pues para escupir el odio fermentado con dosis de ignorancia y arrogancia hostil en los corazones de los miembros de esa entidad es suficiente con ponerles un garrote de madera en sus manos asesinas.
“No puedo, ni quiero, ni debo renunciar a un sentimiento básico: la indignación ante el atropello, la cobardía y el asesinato”. Rodolfo Walsh. Prólogo de Operación Masacre. 1957
Jaider Fonseca tenía diecisiete años y una hija de siete meses. Era un menor de edad que trabajaba haciendo domicilios de mercados para sostener a su hija, a la madre de su hija y a la abuela de su hija. “Era el único hombre de la casa”, dijo en una entrevista radial María Páez, de 19 años, madre de la infante y quien vio, mediante una transmisión en vivo de la plataforma Facebook realizada por uno de los manifestantes, cómo a su hombre de 17 años un escuadrón de policías asesinó con cuatro disparos en el tórax en medio de un enfrentamiento desatado en una de las protestas. Junto a un grupo de amigos, Jaider Fonseca lanzaba piedras a los uniformados; ellos respondieron con balas de plomo, dejándoles claro que aquello de la proporcionalidad de las fuerzas durante las protestas sociales y el impedimento de la tortura o la desaparición forzada son en Colombia simples pavesas de algún discurso de un bienintencionado relator de la ONU o de algún artículo perdido en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos–.
Igual suerte, con la misma sevicia, tuvo Cristián Hernández de 24 años y padre de dos menores quien fue detenido por otros cuatro agentes de policía, despojado de la bicicleta en la que también trabajaba como domiciliario y arrastrado trescientos metros para ultimarlo con un balazo, calculado y cobarde, en medio de la frente. “Me lo mató la maldita policía”, dijo entre lágrimas su padre José mientras señalaba el lugar exacto donde la entidad, cuyo lema institucional es Dios y Patria, le arrancó una parte fundamental de su existencia.
“Es que no sabéis, no podéis saber, lo que es tener ojos en un mundo de ciegos, no soy reina, no, soy simplemente la que ha nacido para ver el horror, vosotros lo sentís, yo lo siento y, además lo veo, y , ahora, punto final”. José Saramago. Ensayo sobre la ceguera. 1995
Julieth Martínez tenía 18 años era estudiante de psicología e inglés y, según sus familiares, amante de la pedagogía, actividad a la que esperaba dedicarse una vez culminara sus estudios. El 9 de septiembre, día de las más fuertes protestas, salió de su casa hacia donde una compañera para terminar una tarea de la universidad. Su padre la despidió en la puerta de su casa con la angustia natural de quien ve salir a sus hijos hacia las calles bogotanas. Esa angustia habría de convertirse momentos después en un remolino de rabia, dolor e incertidumbre. En su camino Julieth se encontró con las protestas y una munición, de esas a las que los medios de comunicación llaman, atenidos a los fríos peritajes forenses, balas perdidas, encontró el camino para incrustarse en su corazón y matarla.
Esa noche la miniestación de policía de su barrio, otro Centro de Atención Inmediata (CAI) como en el que asesinaron a Javier Ordoñez, fue incendiado por los manifestantes al igual que otros diecisiete de la ciudad.
Estos CAI consisten en unas pequeñas casetas dispuestas en cada barrio de la ciudad y su propósito original era el de servir como puntos de concentración de grupos de agentes de la policía dispuestos para recibir las denuncias de la ciudadanía y atender con prontitud las infracciones o delitos. Sin embargo, con el paso de las décadas y de gobiernos de carácter autoritario en Colombia, muchos de estos lugares han trocado su naturaleza hasta convertirse en una especie de garitas de una inmensa cárcel y verdaderos focos de corrupción donde agentes del Estado cometen torturas, abusos sexuales, sobornos y cohecho, de delitos asociados con bandas dedicadas al hurto o al tráfico de estupefacientes.
El 10 de septiembre, el CAI del barrio de Julieth Martínez amaneció con los vidrios rotos, las huellas negras del paso del fuego y mensajes de furia escritos con pinturas de aerosol en sus paredes. Durante la jornada, varios ciudadanos convirtieron esa pequeña estación incinerada en un símbolo de la protesta. Artistas callejeros pintaron el rostro de Julieth y vecinos del barrio llevaron hasta allí libros para levantar una espontánea y efímera biblioteca a la que nombraron en honor de la joven a la que la fuerza del Estado le quitó para siempre la posibilidad de dedicarse a la enseñanza.
Lo que nos queda
“Colombianos: atropelladores, paridores, carnívoros, cristianos, ¿hasta cuándo van a abusar de mi paciencia? ¿Piensan que van a seguir impunes como hasta ahora de fiesta en fiesta sentados en sus culos viendo darle patadas a un balón?” Fernando Vallejo. Primer párrafo de Memorias de un hijueputa. 2019.
En 1995, 25 años ha, Umberto Eco describió, en un ensayo llamado “Fascismo Eterno”, las claves para reconocer los lineamientos de esta ideología nacida en Italia y que se dispersó a lo largo y ancho del mundo para sostener regímenes que, sin importar su corriente política, han determinado el devenir de sociedades en todos los continentes.
Un rápido repaso sobre esas claves nos aleja de cualquier duda sobre si, en Colombia, el gobierno actual se ha colgado de esa ideología para prolongar un régimen iniciado en 2002 bajo el gobierno del ahora expresidente presidiario, pero pronto ex presidiario ex presidente y presidente en la sombra Álvaro Uribe Vélez, de cuyo proceder como mandatario y político Eco hace, sin proponérselo, una acertada síntesis en su escrito.
Eco no menciona, sin embargo, en su ensayo el término que encierra los lineamientos de los regímenes fascistas, encaminados siempre hacia la conversión de la ciudadanía en una masa sin voluntad, intencionalmente guiada hacia la ignorancia y revestida de ínfulas patrióticas y religiosas exacerbadas con la idealización o la creación de enemigos de las costumbres establecidas – la oclocracia – , el régimen de la muchedumbre en su definición etimológica.
De la oclocracia se han ocupado pensadores e intelectuales desde la antigua Grecia, advirtiendo sobre los peligros que supone su establecimiento en la sociedad. Arropada con los andrajos remendados de una legitimidad impuesta a fuerza de repetir mentiras, utilizando los medios masivos de comunicación de los que es dueña, limitando el acceso a la educación de sus gobernados, que vienen a ser gobernantes por medio del uso de un voto popular manipulado y direccionado hacia sus sacerdotes, la oclocracia es la carne de la uña del fascismo, ambos la pezuña que desgarra las posibilidades de una verdadera democracia.
En los libros de aquella biblioteca efímera y en las cenizas de esas miniestaciones de policía incineradas, quizás por jóvenes conscientes de la manipulación de la que fueron objeto sus padres y mayores, quiero ver aunque sea de manera utópica e ingenua, las cenizas de aquel gobierno de la muchedumbre sin voluntad que permitió que Javier Ordoñez, Jaider Fonseca, Cristian Hernández, Julieth Martínez, Angie Vaquero, Freddy Mahecha, Andrés Rodríguez, Julián González, Germán Puentes, Marcela Zúñiga, Cristian Hurtado, Gabriel Estrada y Lorwan Mendoza fueran asesinados por quienes tenían la obligación constitucional de custodiar sus existencias.
¿Estaría en esos libros, que a la postre fueron recogidos por la policía durante la retoma de la miniestación, en la que además cubrieron, a fuerza de brochazos y con pintura del color verde olivo de la entidad el retrato multicolor de Julieth Martínez, asesinando ahora su memoria, la respuesta a la pregunta germen de este ensayo? ¿Por qué leer? No sé, solo puedo responder con la certeza auténtica de que a veces las palabras escritas son tan contundentes como las piedras.
*César Mariño García, periodista y literato. @cesarmarinog
Buen texto Cesar, chapeau!
Una arista; el termino “oclocracia” me suena muy sofisticado!