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“Cuando un joven cuestiona a instituciones, gobernantes o empresarios, y adopta una forma de pensar diferente, no tarda en propagarse el rumor de que es guerrillero o miembro de algún grupo armado.”

Las etiquetas son armas silenciosas que hieren con la misma fuerza que un golpe. En un rincón olvidado del campo, donde el aire parece más pesado y los días más largos, basta con que alguien murmure: “Esos de allá son guerrilleros” o “Ese pueblo es de paramilitares”. No se necesita más. Las palabras viajan rápidas, saltan cercas, cruzan ríos, y antes de que alguien pueda defenderse, el rumor ya ha echado raíces. Estigmatizar a comunidades rurales como cunas de guerrilleros o paramilitares debería ser un acto penal que va en contra de los principios y valores de una colectividad. Es una narrativa que no nace únicamente en las lógicas urbanas, desde las oficinas y los escritorios de quienes nunca han pisado esos territorios. También brota, dolorosamente, dentro de las mismas comunidades, alimentada por miedos, prejuicios y años de conflicto.
En algún rincón del campo en Colombia, donde el amanecer huele a café recién colado y las manos jóvenes ya están en la tierra antes de que el sol despierte del todo, las palabras que vienen de la ciudad llegan como flechas envenenadas. “Los jóvenes rurales son aliados de la guerra”, dicen. Como si ellos fueran más que piezas de un tablero en el que siempre pierden. Como si la única ruta que tuvieran fuera aliarse con quienes llevan armas, sin importar si esas armas vienen de un lado o del otro. Es una visión tan simplista como cruel, un insulto para quienes, día tras día, resisten desde la paz. Pensemos en Ana, una chica de 17 años que camina kilómetros para llegar a la escuela. En su cuaderno no hay espacio para los rencores que otros quieren imponerle; en su mente solo hay sueños de ser maestra y devolverle a su comunidad lo que le ha dado. O en Miguel, que a los 20 años ya es líder de su vereda, no porque quiera fama, sino porque entiende que alguien tiene que alzar la voz por su gente.
Y, aun así, estas historias no parecen importar. Desde las oficinas de la ciudad, las regiones afectadas por el conflicto armado se reducen a manchas rojas en un mapa, si ese territorio es zona roja o negra. Se les mira con desconfianza, como si solo fueran tierra de nadie o tierra de guerra. Pero quienes viven allí saben que sus días están llenos de matices: el rojo del atardecer sobre los cultivos, el verde intenso de las montañas, el azul profundo de las noches en las que se comparten cuentos bajo el cielo estrellado.
Es fácil para quien nunca ha estado allí ignorar la diversidad cultural, la historia de lucha y el potencial transformador de estos territorios. ¿Qué sabe la ciudad de las madrugadas en el campo, de los cantes que acompañan la faena, o de los sueños que se siembran junto con el maíz? ¿Qué entiende de los desvelos de los maestros rurales que, con pizarras gastadas, enseñan no solo a leer y escribir, sino a imaginar un futuro diferente?
Es hora de asumir la responsabilidad colectiva. Cada vez que permitimos que estas estigmatizaciones prevalezcan, somos cómplices de la exclusión. Cada vez que callamos frente a los prejuicios, reforzamos un sistema que margina a quienes más necesitan ser escuchados. ¿Por qué seguimos creyendo en una narrativa que criminaliza la pobreza y la ruralidad, mientras ignoramos las verdaderas raíces del conflicto?
Los jóvenes rurales son mucho más que las etiquetas que les imponen. Son campesinos que cultivan el futuro, artistas que dan voz a su comunidad, estudiantes que luchan contra la adversidad, y soñadores que no se rinden. Ellos no son ni paracos ni guerrilleros; son el corazón y la esperanza de un país que aún no les ha dado el lugar que merecen.
No basta con escuchar sus historias; es necesario actuar. Es necesario denunciar las narrativas simplistas y apoyar los proyectos que surgen desde los territorios. Es urgente romper con el ciclo de estigmatización y reconocer a estos jóvenes como lo que son: líderes, constructores de paz y guardianes de su tierra. La lucha por un país más justo y equitativo empieza por cambiar la manera en que vemos y hablamos de nuestros territorios rurales. Porque hasta que no dejemos de juzgar desde el privilegio y la ignorancia, seguiremos siendo parte del problema.
*Juan Camilo Reyes. Licenciado en Ciencias Sociales, Investigador de la historia del arte y la cultura de Casanare, Coordinador de Vigías de Patrimonio Yajarote