Noche de velitas, la virgen de las luces

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Esa mañana del 2 de febrero de 1792, arribaron mil canoas con los más feroces indígenas al puerto de Magangué. Al contemplar el rostro moreno de la virgen, atezado, de facciones indígenas de mirada tierna y penetrante, todos se postraron ante ella.

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Mariela Martínez está en silencio, acuclillada sobre un andén encendiendo varias velas multicolores. A su lado, varios niños desarrapados juegan a encender las otras; al frente, sentado sobre el otro andén está un adolescente con cara de pocos amigos que mira con indiferencia lo que hace la mujer. Los niños siguen correteando de un lado a otro. La mujer enciende dos cirios en la noche de velitas por su mamá y un familiar fallecidos por la pandemia del Covid-19. Más hacia el fondo y por la misma calle, varios equipos de sonido suenan estrepitosamente. Varias familias están reunidas en las terrazas compartiendo. Algunos bailan al ritmo de la música navideña; son esos ritmos que desempolvan cada año. A lo lejos se escucha el tronar de la pólvora estallar en el firmamento. El jolgorio es total. Mariela ha encendido por completo las últimas velas las cuales tratan de apagarse por la arremetida de una suave brisa. El pábilo toma un cariz azul y sobrevive al hálito de la noche y, finalmente, las tinieblas terminan venciéndolas por completo. La mujer se sienta en el andén a contemplar la última vela que se ha consumido de manera inexorable. El grupo de desarrapados infantes toma la cera blanda que ha quedado pegada sobre el andén y elabora pequeñas bolas de colores y se la entrega a la mujer que las guarda ceremoniosamente en una chuspa de tela. De ahí se para y sale con la rueca de niños y cierra la puerta tras de sí. En la calle, sigue el jolgorio, la música, la celebración.

La virgen de las luces

Habían pasado 40 días desde su nacimiento. Regresaban de Egipto después del desplazamiento forzado propiciado por Herodes. Como todo primogénito, tenía que ser presentado en el templo para dos ritos. En el primero, tenía que llevar una ofrenda, fuese un toro o un cordero; en el segundo, la purificación de su madre. Ellos por su pobreza llevaron dos pichones yuna vela. Desde ese día siempre aparecería con un cirio en su mano. Nuestra Señora de las Luces.

Los marineros que venían al nuevo mundo, a la América descubierta por Colón, plagada de historias y leyendas fantásticas de caníbales y cíclopes, arribaban al último reducto de islas camino al nuevo continente, llamadas Islas Canarias, con su capital Tenerife, para encomendarse a la protección de una imagen de la virgen de rasgos occidentales denominada la virgen de las candelas. Con el paso del tiempo, los nativos de estas islas le untaban en el rostro un aceite a esta imagen para protegerla de la intemperie del sol, de la lluvia tornándose con el paso de los años de un color de ébano. Con la protección de esta virgen, se embarcaban los marineros rumbo al nuevo mundo. En esos barcos también iban los religiosos agustinos recoletos para evangelizar a los nativos. Subieron por el río Yuma o grande de la Magdalena rumbo a Santa fe de Bogotá. En ese recorrido muchos barcos pernoctaron en la isla de Mompox. Para la época, era la tercera ciudad en importancia después de Bogotá y Cartagena de Indias. Muchos artistas, joyeros, marqueses, religiosos, se quedaron para siempre en la segunda depresión más baja del mundo por la fertilidad de sus tierras aptas para la agricultura y la ganadería. Según los entendidos, anualmente se hunde siete centímetros, pero por el efecto de las inundaciones la isla recupera el terreno perdido.

Llegados a Santa Fe de Bogotá, el ambiente para los agustinos se tornó hostil por la continua guerra entre españoles y criollos. Emigraron a un desierto, el desierto de la Candelaria ubicado en Ráquira, Boyacá. En esa soledad, según cuenta la historia, se le apareció la virgen a uno de los monjes, quien le pidió que le construyera una capilla en el cerro más alto de Cartagena de indias.

El sonido de los tambores africanos, las chirimías, se entremezclaban con las endechas y gaitas indígenas. El rito estaba a punto de iniciar. Por primera vez los negros cimarrones y los indios indómitos se escaparon del dominio de sus amos y se dieron cita en el cerro de la Popa ubicado en Cartagena de Indias a danzar en torno a un macho cabrío para ofrecerle sacrificios por medio de aquelarres y orgías. En ese momento, entró el religioso llegado del desierto de Boyacá y se encontró con el espectáculo de indios y negros. Entró en ira santa, derribando el altar idolátrico donde reposaba el macho cabrío. A este último lo desbarrancó con un puntapié. Cuenta la leyenda que por donde pasó el macho cabrío no ha vuelto a nacer hierba.

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El mismo religioso de paso hacia Mompox pasó por Magangué – Bolívar y se encontró a un desconsolado encomendero de apellido Monroy a quien le fue encomendada la pacificación del cerro del Corcovado frente a lo que hoy es Guaranda – Sucre. Este último en infructuosos intentos había fracasado ante la ferocidad de los indígenas chimilas y malibú, dos de las tribus más belicosas de la zona. Esa noche, bajo el calor de una hoguera el religioso Agustino, le confesó al encomendero que la única forma de someter a los indígenas era con la imagen de la virgen.

¿Cómo puedo lograrlo? – le preguntó el desmoralizado encomendero.

– Por medio de la virgen – remató el agustino.

El encomendero tenía un hermano en la corte y le escribió: “Quiero que me pintes un lienzo de la virgen con rasgos indígenas”.

¿Y cómo es la piel? ¿De qué color son los indígenas?, le preguntó su hermano. El le respondió: – el color de la piel es cobrizo -.

Así, con rasgos indígenas, con el color moreno llegó la pintura a Magangué.  Ese día era decisivo tanto para los indígenas como para el encomendero.  Si ellos no la aceptaban, seguirían en pie de guerra. Esa mañana del 2 de febrero de 1792, arribaron mil canoas con los más feroces indígenas al puerto de Magangué. Al contemplar el rostro moreno de la virgen, atezado, de facciones indígenas de mirada tierna y penetrante, todos se postraron ante ella.

Hoy la historia se sigue repitiendo. Todos los dos de febrero no llegan los indígenas, pero sí los miles de peregrinos que se rinden a sus pies. 

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*Ubaldo Díaz, sacerdote. Graduado en Filosofía y educación de la Universidad Católica de oriente. Premio nacional de cuento y poesía ciudad Floridablanca. Premio de periodismo pluma de oro APB Barrancabermeja. Años 2018 -2019

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