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A la ciudad bonita.
“Era amor a primera vista, a última vista, a cualquier vista”. Nabokov.
– Ahí están las lobas.
Fue la voz de un amigo convertida en susurro que hablaba a mis espaldas, con un vaso de Cuba libre a medio llenar, señalaba a dos jovencitas apostadas en la barra del bar. Habíamos entrado a uno de esos sitios de la famosa Cuadra Play, lugar nocturno de rumba más nombrado y concurrido de Bucaramanga. Las lobas en mención no eran precisamente las que amamantaron a Rómulo y Remo los fundadores de Roma; según la academia de mi acompañante que seguía ponficando, “dícese de aquellas mujeres que devoran a un hombre en un santiamén”. Una de ellas permanecía de espaldas junto a la barra, atrapada por los musculosos brazos de un hombre silencioso de mandíbula cuadrada y labios de ventrílocuo. Era una rubia atractiva, no pasaría de veinte años; con el peinado y atuendo emulando a Paris Hilton, parecía entusiasta aferrada al cuello del gorila bailando en una baldosa. El hombre, indiferente a esa muestra de afecto, miraba a varios jóvenes que se contorsionaban al ritmo de la música electrónica que atronaba de los altavoces. Una tormenta de intermitentes relámpagos y luces despedidas por una cámara giratoria de infinitos ojos apabullaba el ambiente. En medio del humo que vomitaba la enloquecida cámara, sobresalía la imagen del carpintero de Nazaret con la oración “Dios bendice mi negocio”.
La música seguía atronando con más fuerza; ahora el ritmo era interpretado por un cantante vallenato que saludaba reiteradamente a un “traqueto” y, como si fuera una revelación o descubrimiento, mi amigo, al ver al cantante, vociferó eufórico:
– ¡Yo estuve en esa parranda! –
La otra mujer que estaba al extremo de la barra se había acercado un poco; acariciaba como fetiche el mismo vaso de la noche y, de reojo, yo la observaba. Era una mujer de piel cetrina y rasgos orientales; su maquillaje riguroso ocultaba el paso de las múltiples veladas y el delicado y discreto vestido imitación de la última colección verano de Chanel cubría su cuerpo juvenil; sus brazos adornados por pulseras y aderezos hindúes le daban un aire sofisticado. Se me ocurrió ver en ella la encarnación de Mata Hari; también bailaba sola apoyada en la barra, insinuándosele de manera sensual a un militar pasado de tragos. El hombre de la mandíbula cuadrada había liberado a Paris Hilton que, animada y eufórica, cantaba en coro con otras amigas. – “Cuidao con Judas, cuidao con Judas”- El cantinero con cara de pocos amigos a esa hora era amo y señor de su territorio; se movía en ese espacio 4×4 de un lado a otro evitando sonreír para que nadie le pusiera “el plomo”. El militar había sucumbido a los encantos de Mata Hari; alicorado y en estado de indefensión, balbuceaba “que viva la milicia, que viva la milicia”; bamboleándose fue conducido por la mujer y ambos desaparecieron por una estrecha puerta adornada con guirnaldas que permanecía en penumbra. Desde allá se le escuchó balbucear “deber antes que vida”. El barman, que seguía agitando un vaso mezclador de cócteles, hizo un guiño a otra mujer que estaba acurrucada en una pequeña mesa, arropada por los brazos de un silencioso y monumental ruso que ingería sin parar pequeños vasos de vodka. Afuera, por la ventana, se veía a un joven en estado de indefensión ser sometido a punta de puños y patadas por dos musculosos gorilas que guardaba el orden y la seguridad de estos sitios. Yo me había instalado en la sala continua parecida a un pequeño salón de la fama: las fotos de varias leyendas del blues y el jazz tapizaban las paredes; en ella, permanecían varios hombres solitarios y, en silencio, contemplaban extasiados en una gran pantalla al gran Willie Dixon que interpretaba “I just want to make love to you”; la rubia había entrado de golpe a la sala y, al escuchar al poeta laureado del blues, se animó y acercándose descaradamente donde yo me encontraba, intimidándome con su pregunta:
– ¿Bailas?
– No – fue mi respuesta. Miré a los tipos de las mesas esperando algún gesto; no quería sentirme avergonzado al desechar semejante ofrecimiento. Sin embargo, estaba a ojo avizor y, por el vidrio, miré al de la mandíbula cuadrada que seguía metido en un silencio de autista observando a varios hombres hacer fila para entrar al baño. El blues seguía sonando de manera discreta; mentalmente lo seguía con el taconeo de los zapatos. La voz ronca de Paris Hilton seguramente de tanto trasnochar me sacó del pentagrama musical; nuevamente volvió a la carga – ¿cómo te llamas? – y, seguidamente, el interrogatorio de rigor – ¿qué haces? ¿dónde vives? ¿estudias? ¿trabajas? ¿nunca te había visto por aquí?.- . Mientras el interrogatorio continuaba, mi amigo en la otra sala miraba con devoción al cantante vallenato y apartaba con fastidio a un vendedor ambulante que le interrumpió ofreciéndole insistentemente un corazón de amor y amistad acompañado de un oso de felpa que decía “te quiero”. El vendedor se alejó en la penumbra sacudiendo una pequeña caja de dulces que sonaba como cascabel. Afuera, el joven sometido por los gorilas permanecía inerme, tirado en la acera; sobre su cuerpo, se desgajaba una tenue llovizna; las luces intermitentes de una patrulla policial inundaban el sitio; la rumba seguía en su frenesí. Era una imagen surrealista.
-¿No me has dicho cómo te llamas? – Me increpó Paris Hilton – jugando con el segundo vaso de la noche – ; nuevamente observé a mi amigo que seguía extasiado rindiendo culto al cantante vallenato que ahora decía a viva voz que él no era marica. No queriendo interrumpir su estado de epifanía, salí a tomar aire; por primera vez tuve conciencia en donde me encontraba. El sitio parecía una caverna y no precisamente la caverna del mito de Platón; de ésta, salía humo y gritos de euforia. Al joven de la acera lo habían levantado o le habían hecho el levantamiento; la verdad, no lo volví a ver.
El tipo de la mandíbula cubista, se quedó mirando a su hembra alfa alejarse y abrirse paso en medio de las mesas caminando hacia mí hasta casi rozarme. A esa hora todos los negocios vomitaban los últimos clientes de la noche susurrando apresuradas promesas de amor, risas juveniles envalentonadas; en el ambiente se respiraba un penetrante olor etílico y el proxeneta de turno se despedía entregando discretamente pequeñas tarjetas.
Paris Hilton y yo nos fuimos caminando hacia la carrera 33 que muere en el sector de cabecera uno de los sitios exclusivos de la ciudad, de reojo miraba sus brazos desnudos, sus contorneadas pantorrillas, el vello de la nuca, ese vello que ellas nunca se logran peinar; había en su rostro cierta indolencia nihilista; su actitud era la de una profetisa que estaba a punto de proferir un oráculo, rebuscaba frases del castellano de Cervantes y las acomodaba a su libreto cuidadosamente aprendido. Como en la casa de los espejos, para cada cliente había ensayado una palabra. Para los gurús de la economía, riéndose a carcajadas me dijo que les excitaba la frase “crecimiento económico”, a los políticos “pueblo y democracia” y, para mí, aprendiz de poeta prestó una frase del universo kafkiano que me dejó boquiabierto; debo confesar que nunca me gustó Kafka, pero esas palabras en sus labios redimían el submundo de Gregorio Samsa, aquel atormentado vendedor de telas quien una mañana amaneció confinado en una habitación convertido en insecto.
Las ironías que tiene la vida, ¿quién iba a pensar que después de un siglo, en una noche de rumba y excesos, bajo el cielo estrellado de la ciudad bonita, la niña caprichosa y más rica del planeta tierra, dueña del emporio de los hoteles Hilton iba a redimir al protagonista de la metamorfosis?
– ¿Cuántos años tienes? – le pregunté.
Quedó en silencio. Primer error… preguntarle la edad a una mujer. A ellas no les gusta que les investiguen la edad; en el silencio se escuchaban las frases altisonantes de las primeras peleas y trifulcas que ahogaban el murmullo de los enamorados que salían tomados de la mano. Un grupo de jovencitas yacían sentadas en la acera completamente ebrias con sus vestidos cortos y arrebatados, hablando incoherencias. El taconeo de los Luis Vuitton de Paris Hilton sobre el pavimento se escuchaba nítido parecido al final de un baile flamenco; se apoyó en mi hombro, se los liberó llevándolos en sus manos.
– ¿Por qué imitas a Paris Hilton? –
– Porque quiero ser como ella – fue su escueta respuesta.
– Ella es cabeza hueca, ya pasó a la historia; – volví a la carga con mi pregunta.
– No importa, quiero ser como ella – remató con vehemencia, dando punto final a mi curiosidad.
Los últimos carros pasaban raudos por la lustrosa avenida 33 que a esa hora permanecía desierta; los motores en ralentí de un grupo de jóvenes en sus piques ilegales estallaban en la fría madrugada. Una joven alucinada que apenas podía mantenerse en pie, ligeramente vestida y parodiando la cinta de Dominic Toreto “fast and furious”, daba la partida; los bólidos arrancaron de manera endiablada perdiéndose en la distancia, dejando a su paso una estela de fuego parecido a la propulsión de un motor aeronáutico.
Mis palabras que habían sido contenidas desde mi época de estudiante en el colegio San Pedro de los curas jesuitas en su clase de oratoria comenzaron a salir tenue y libremente como de una caja de Pandora; por fin se había liberado Pandora; dicen que todos los hombres llevamos en nuestra alma a Pandora y solo es cuestión de tiempo y circunstancias para que se libere. A mí me había llegado la hora y agradecía al hermano Diego, aquel hombre enjuto de ademanes de monje medieval, inculcarles a sus pupilos al final de una extenuante jornada académica que debíamos emular los hábitos de los dos grandes oradores Pericles y Alejandro Magno. Paris Hilton se detuvo y mirando a lo lejos susurró “la belleza es una maldición”.Los bólidos habían desaparecido por completo y los rugidos de sus potentes motores con la máxima combustión de octanaje ya no se oían; no pude seguir escuchándola porque un maldito camión lanzó un bocinazo parecido al rugido de un monstruo triste; era el burdo piropo de los camioneros hacia las mujeres que al final terminan asustándolas.
Parándose en vilo y balanceándose peligrosamente sobre una de las barandas del famoso viaducto de la novena, abrió los brazos y en estado de concentración comenzó a hacer los tradicionales pasos de ballet “arabesque y fouetté”. Sin perder su ensimismamiento dijo:
– Quiero que recites un poema – . Para esa hora yo le había confesado que escribía; enmudecí porque su petición me tomó por sorpresa; en un acto desesperado, le dije que me gustaba Molière, que admiraba a Pushkin, que al santo conde Tolstoi el v+Vaticano lo había dejado por fuera de los altares, que había hecho muchas comedias – pendejadas que ahora no importaban – . Ella reía contenidamente para no perder la concentración; los bólidos endiablados habían tomado la última curva hacía la autopista que comunica a Girón con el café Madrid. El haz de luz de la luna que irradiaba sobre sus cabellos la hacía ver majestuosa, sus movimientos eran perfectos, – “el cisne blanco”- musité sentado en un andén. Su imagen me evocó aquella famosa película del judío Aronofsky; alcanzó a escucharme y se apeó de la baranda donde practicaba sus últimos pasos de ballet que había aprendido en las redes sociales; vino hacia mí casi que, intimidándome, y su aliento mezclado con su perfume costoso aún olía a alcohol.
– Quiero ser el cisne negro – .
– ¡Quiero ser la mejor bailarina del mundo! – puntualizó -.
Seguimos caminando o mejor casi que trotaba a su lado porque practicaba sin cesar los múltiples pasos del nuevo ballet; jadeante se detuvo e interrumpió su alegría y volvió a susurrarme:
– Quiero que me recites un poema- ahora sí la tomé en serio y más cuando una mujer te pide una cosa de esas; a lo lejos se escuchó la algarabía de los primeros estibadores que llegaban a las bodegas de calzado del barrio San Francisco, cuadra donde se producen los mejores zapatos de Colombia, hoy prácticamente en quiebra, asfixiada por los altos impuestos, la peste y el contrabando provenientes de China. Muchas de estas microempresas agrupadas en pequeñas familias se quedaron por fuera y ahora están en el baile de los que sobran porque el gobierno de turno eligió ayudar a una aerolínea extranjera con los impuestos de todos ellos. Alcancé a parafrasearle a Neruda: “es tan corto el amor y tan largo el olvido”. Repitió esa frase como una letanía: “es tan corto el amor y tan largo el olvido; es tan corto el amor y tan largo el olvido” …. Quedó en silencio. En la lejanía, se escuchó el ulular de la sirena de una ambulancia; tal vez llevaría a otro joven que en esta noche había sellado su destino. La brisa y las estrellas que parpadeaban en el firmamento del municipio de Girón tenían una extraña quietud.
Estuvimos largo rato con los pies sobre la baranda del puente escrutando el horizonte negro y suave; ahí hizo una pequeña confesión de por qué admiraba la película El Cisne Negro; la verdad no sé qué podía hacer un aprendiz de poeta ahora con Natalie Portman (protagonista del cisne negro) o qué carajos tenía que ver el ballet con la poesía. En esas cavilaciones estaba cuando la aurora del nuevo día nos sorprendió. Era domingo. – Uf – sí, era domingo el día del Señor – pensé-. Desesperada, como la cenicienta que pierde su encanto, volvió a preguntarme – ¿cómo te llamas? ¿qué haces? – ahora con más premura – . Después de acordar con ella y saber dónde vivía, decidimos vernos en la Catedral de la Sagrada Familia a las diez de la mañana porque era el sitio más cercano para ambos.
El Mesías de Handel sonaba en el ambiente, un rayo de luz traspasaba el verdusco vitral de la sagrada familia de Nazaret. Natalie Portman hacía su entrada por la nave central de la iglesia; llevaba puesto un vestido negro con escote en v; la imagen que tenía de ella ahora se me hacía más clara, nada se parecía a ella, la que había conocido anoche; su hermoso rostro ahora sin maquillaje era cubierto por un velo negro parecido a los que usan las viudas de la Cosa Nostra. En su mano izquierda, portaba un pequeño abanico y, en la otra, un devocionario sin estrenar; su taconeo y su caminado de pasarela hicieron que la vista de los fieles la siguiera. Las oraciones de esa mañana se convirtieron en murmullo. Cuando alzó la vista, quedó casi que petrificada cayendo de rodillas ante la imagen de nuestra señora la Virgen al verme recostado junto al altar enfundado en una sotana negra. El sacristán, un anciano macilento con escoba en mano, mientras barría los pisos marmóreos del altar, la miraba fijamente desde allá. Al rato se nos acercó apremiándonos a que saliéramos porque iba a terminar el aseo.
*Ubaldo Manuel Díaz, sacerdote. Premio APB de periodismo Pluma de Oro 2018 -2019, Barrancabermeja. Premio Nacional de Cuento y Poesía Ciudad Floridablanca.