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“Entre nosotros no existe algo y es el olvido”. Borges
Le había enviado con un amigo un ramo de nomeolvides con la promesa de que siempre se acordara de mí. La verdad nunca supe si lo recibió porque el que hizo de mensajero en esos días viajó al extranjero. Muchos años después me lo encontré y no me atreví a preguntarle sobre el tema, ya que quería quedarme con la idea que sí las había recibido. Lo que sí quedó grabado en mi memoria fue aquella imagen vaga y difusa por el paso del tiempo de su rostro ovalado llevando a su nariz una y otra vez el pequeño ramo color violeta que había arrancado furtivamente en el antejardín de una vecina, una mujer entrada en años, silenciosa y extraña que casi nunca se le veía en el vecindario y vivía sola con un gato en una enorme casa con fachada estilo gótico construida a principios del siglo XX. La forma de vivir de esta mujer, según los vecinos, era igual a la protagonista del cuento de Faulkner “una rosa para Emily”.
En ese vecindario, siempre había flores y quienes cultivaban y cuidaban esos hermosos jardines eran sus propios dueños. Algunos de ellos se distinguían por ser avaros y egoístas. Dicen que el oficio de la jardinería puede ayudar a exorcizar los demonios que todos llevamos dentro. Ese día, con el ramo de violetas que mojaban mis manos por el rocío de la mañana, tomé la firme resolución y me encaminé hacia el sitio donde yo suponía que estaba. Había dejado atrás al gato de la protagonista del cuento de Faulkner que me había mirado en silencio todo el tiempo mientras le arrancaba las flores a su dueña. La encontré sentada en la banca de un parque contemplando a unos niños que correteaban una parvada de palomas. Recuerdo que la había observado varias veces antes de acercarme y mentalmente había contado uno, dos, tres pasos… antes de tomarla por asalto y, sin que pudiera defenderse, le dije sin titubeos: ¡son para usted! Levantando la mirada, dijo: ¡gracias! Sus ojos se iluminaron y alcanzó a susurrar sobrecogida que nadie en la vida le había regalado flores, las apretó contra su pecho y me preguntó cómo se llamaba. Le dije que eran unas nomeolvides. Sonrió de manera profesional. Era una sonrisa impostada mientras decía ¡tranquilo que no lo voy a olvidar! Eso fue todo. Desde ese día, no la volví a ver. Varias veces regresé al parque con un ramo de violetas en mis manos con la idea de volverla a encontrar para que cumpliera su promesa. Solo permanecían las palomas que alzaban vuelo cuando alguien trataba de alimentarlas.
*Sacerdote. Premio nacional de cuento y poesía ciudad Floridablanca. Premio de periodismo pluma de oro APB 2018- 2019. Especialista en intervención comunitaria.