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Koke cayó como muchos en estos tiempos, con la frente en alto, con la mirada al frente, cabalgando acompañado de muchos sanchos.
Jorge Solano Vega fue una especie de figura mesiánica, que quería no ser inferior a la estampa bíblica que irradiaba su imponente presencia escénica. De blanca y poblada barba, de larga melena algunas veces anudada, muchas veces vestido de blanco, sabía que no podía ser ignorado.
Un día cualquiera de 15 años atrás, decidió que una vida sin enemigos íntimos no era vida y comenzó a buscarlos, sin percatarse o tal vez a sabiendas, que estaba logrando que un monstruo de mil cabezas se fijara en su débil figura. Sabía que no era hombre de armas, nunca estuvieron en sus planes ni en su forma de vida, pero tenía el más demoledor artefacto de oposición a la guerra, como era su lengua, con la que daba vueltas a sus palabras más certeras y que, con ella afilada en el esmeril de la verdad, iba a derrotar a los corruptos.
A partir de entonces, como pocos valientes que ya no están, ensilló la bestia de las causas perdidas y comenzó a cabalgar en contra vía del viento o a nadar a contra corriente.
Además de temerariamente impulsivo y hasta neurótico fugaz, endulzaba sus malos momentos, con la estevia de su nobleza y la generosidad para con sus amigos. Si algo caracterizó a este quijote moderno, fue su desprendimiento, su delirante capacidad para arropar con su débil abrigo a los más frágiles.
Abrazó con delirio esquizofrénico la causa de Ocaña, como si fuera el Churchill de una ciudad sin dueño. Una ciudad que infla su ego de viejas historias de glorias conservadoras y alegrías perdidas en las violencias que desatan quienes se apropian de su vida y de sus pocos tesoros, como agiotistas malquerientes de su sangre y sus amores.
Lástima que no hubiera tenido una formación más férrea, que la ofrecida por un bachillerato insulso, para que otro y mayor hubiese sido su talante. Sus dos hijos, Esteban y Carlos Roberto, son una réplica física de su arquitectura anatómica, aunque llenos de la mesura y prudencia que le faltó a su padre. Poco escuchaba de consejos o recomendaciones que ayudaran a salvaguardar su vida. “No jodas Lucho”, era su réplica constante ante mis repetidos consejos perdidos.
Creo que tuvo tres Dulcineas del Toboso, eso me cuentan sus amigos de tertulia, a quienes como el colibrí besó sus pétalos, buscando sus néctares, pero siempre desde el aire, porque a lo mejor creía que aterrizando sus quereres perdía la ruta, que él sentía, era su misión.
Koke en esencia era un gocetas de la vida, un sibarita sin horario, que se sentía en su elemento, cuando percibía que era apreciado y reconocido por sus luchas.
El hedonismo del poder lo cautivaba, no por el ego gratuito de creerse grande, sino porque era la recompensa a todo su esfuerzo de kamikaze. Era de risa fácil y de puños rápidos e inmeditados. Poco efectivos por su contextura de hombre pequeño, afectado por las dolencias que el destino le escrituró. De abrazos como pocos, de charlas largas, de contradicciones profundas, de compromisos sólidos. Nunca planeó venganzas, no tuvo tiempo para castigar la deslealtad propia de esta tierra carcomida por la desesperanza, siempre se reconcilió con los amigos y abrazó la lucha por la paz.
En el fondo, Jorge Solano Vega se sabía predestinado a morir en los tiempos de Duque. Tal vez porque había visto y sentido que la muerte le rondaba desde hace varios meses y porque sus gritos de alerta no encontraban nido en los clubes del poder. Excluido muchas veces de los espacios de debate, señalado y estigmatizado desde la virtualidad que hace verdaderos los daños, Koke mantenía su hattah abrazando su cuello en señal de rebeldía, como si la fuerza mística de la selva del Catatumbo le protegiera de quienes destruyen el monte y esclavizan campesinos, para cristalizar su sudor y alegrar las fiestas en el norte, en todos los nortes.
Cayó como muchos en estos tiempos, con la frente en alto, con la mirada al frente, cabalgando acompañado de muchos sanchos. Con la palabra como lanza, enfrentado a muchos molinos, más fuertes, más violentos, más infames, más monstruosos que los que enfrentó el hombre de la Mancha. Le llegó, como escribiera Chucho Peña, “el tiempo de morir la muerte y correr el riesgo de ser”.
*Luis Emil Sanabria, bacteriólogo, docente universitario con estudios en derechos humanos, derecho internacional humanitario y atención a la población víctima de la violencia política. @luisemilpaz
No tuve el honor de conocerlo, pero me dolió mucho su muerte, para los que si disfrutaron de su amistad, será imborrable su recuerdo.