Recordando a Las Sabinas

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El vínculo entre guerra y violencia sexual, desafortunadamente, nos viene de antiguo: en los mitos abundan las mujeres “raptadas” o “seducidas”, eufemismos con que se sublimaba una violencia primigenia, fundadora y sagrada.

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La reciente decisión de la JEP de abrir un macro caso de violencia sexual representa un hito histórico de reconocimiento y reparación para todas aquellas víctimas cuyo cuerpo, a lo largo del dilatado conflicto armado colombiano, fue transformado en un campo de batalla. Si la deshumanización del soldado consiste en que se le considere únicamente como carne de cañón, la de la víctima de violencia sexual implica un enajenamiento de su propio cuerpo, una reducción del mismo a mera materialidad. Como si este cuerpo, expropiado brutalmente, dejara de pertenecerle a una persona para devenir botín de guerra, territorio anónimo por conquistar, masa física y vulnerable que puede ser sometida, hendida y rubricada por el victimario.

El vínculo entre guerra y violencia sexual, desafortunadamente, nos viene de antiguo: en los mitos abundan las mujeres “raptadas” o “seducidas”, eufemismos con que se sublimaba una violencia primigenia, fundadora y sagrada. Así, por ejemplo, la leyenda del rapto de las sabinas, en que el secuestro masivo de estas mujeres por parte de los fundadores de Roma termina por interponer sus cuerpos en un dilema sin solución satisfactoria: si los romanos vencen con las armas, se enfrentan a la pérdida de padres y hermanos; si se imponen los sabinos, a una viudez prematura. El tema ha sido trasladado, una y otra vez, al arte pictórico y escultórico; ocupa paredes y salas de exposición en el Louvre de París, la National Gallery de Londres, el museo de la Universidad de Princeton.

Pasando del mito a la realidad, otro caso revelador lo ofrecen los recurrentes conflictos entre griegos y persas que marcaron el siglo V antes de Cristo. Inmortalizadas por Heródoto, estas guerras se libraron también en el ámbito de lo artístico: en algunas vasijas griegas los persas aparecen como figuras aterrorizadas, cuerpos dóciles y feminizados huyendo de unos guerreros griegos que los persiguen desnudos, pene erecto en mano. La incursión bélica en Asia celebrada como una sodomización. No sorprende, por lo tanto, que en las esculturas persas de la época se perfilen, gigantescos y barbados, reyes imponentes que atraviesan con sus lanzas los genitales expuestos de sus enemigos. De uno y otro lado, guerra y violencia sexual se conciben como inextricables o, cuando menos, como fenómenos que se implican mutuamente. Y el elogio de la fuerza, el afán de superioridad y las fantasías insaciables de venganza –el lenguaje de un poder que se ensaña en el desgarramiento físico del otro–, los cubre a ambos como un manto.

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Añadamos un último ejemplo: el ascenso furibundo del nacionalismo imperial japonés y sus esperables consecuencias. Considerados, aún a fines del siglo XIX, como una cultura feudal y pintoresca, dotada, eso sí, de una sensibilidad estética particular – la popular opereta The Mikado (1885), de Gilbert and Sullivan, sintetiza perfectamente esta percepción europea –, para inicios del XX los japoneses ya habían derrotado a los chinos en la guerra de 1894-95 y adquirido la suficiente confianza bélica como para retar a otro gigante continental, el Imperio Ruso de Nicolás II. La guerra ruso-japonesa de 1904-5 resultó un descalabro para una Rusia que ya enseñaba sus fisuras y una victoria contundente y sin precedentes para un Estado que no era ni blanco ni occidental. El imperio del sol naciente emergía como una potencia global y se entregaba, henchido de exaltado patriotismo, a rabiosos ensueños de dominación. Los grabados shunga del período dan cuenta del estado de ánimo reinante: en uno, de burdo significado, se ve a un soldado japonés penetrando analmente a un combatiente ruso (ver imagen abajo). De nuevo, es transparente la asociación entre guerra y violación, entre dominio y humillación deshumanizante del otro. Y la propaganda como advertencia fatídica: treinta años más tarde, las tropas japonesas entraron a saco en Nankín y violaron, mutilaron y asesinaron, sistemáticamente, a más de 20 mil mujeres chinas.

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*Alejandro Quintero Mächler. Filósofo e historiador. Magister en filosofía y Cultura Ibérica y Latinoamericana. PhD. Latin American and Iberian Cultures (LAIC) en Columbia University.

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