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Aquí lo dañino no es la confrontación (al contrario, es absolutamente necesaria), aquí lo que nos está haciendo daño, es que la discusión es más de pasiones, de mentiras, de insultos.
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Una de las virtudes de la democracia, es que el poder no es una conquista violenta sino algo que se gana a través de la persuasión y de la confrontación de las ideas. Desde la antigua Atenas, el poder era algo que se colocaba en el centro y todos los miembros de la asamblea eran escuchados para debatir las posturas de quienes aspiraban a representarlos. Por ello, es importante que nos volvamos a plantear cuál es el papel de la palabra y de la crítica. La democracia exige que seamos razonables; que aprendamos a persuadir con argumentos, pero también que estemos abiertos a la posibilidad de ser persuadidos por otros. Que, si a ti te exponen unos argumentos válidos, puedas ceder a ellos sin que ello signifique una humillación; todo lo contrario, el orgullo de un ser humano es ser capaz de atender razones.
Gracias al internet y a las redes sociales, hoy tenemos un nuevo ágora que nos brinda la posibilidad de acercarnos más fácil al debate público; pero a su vez, ese mismo espacio se ha convertido en una especie de fuego constante que no está sustentado en nada, que se quema así mismo y amenaza con quemar al país y enfrentarlo. Montesquieu en el espíritu de las leyes dice: “Si uno acerca el oído a una sociedad y no oye nada, eso es una dictadura; pero si uno se acerca y oye discusiones, contiendas, altercados, sabe que está escuchando una democracia”. Y es que, si no fuera por la democracia, el debate político sería una guerra civil. Y eso precisamente, es lo maravilloso de la democracia, que podamos confrontarnos sin violentarnos. Aquí lo dañino no es la confrontación (al contrario, es absolutamente necesaria), aquí lo que nos está haciendo daño, es que la discusión es más de pasiones, de mentiras, de insultos… donde cada día las barras bravas se despedazan con trinos cargados de odio; quizás por faltos de razones o porque son incapaces de exponer con argumentos sus ideas, enquistándose en unas posiciones fanáticas y ciegas que los hace impermeable a cualquier opinión contraria; como esa escena de Homero Simpson con las manos puestas en las orejas, moviendo la cabeza de un lado a otro y gritándole a Marge: “No oigo, no oigo, soy de palo, tengo orejas de pescado”.
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Es raro ver un político diciendo “me equivoqué”, “esa propuesta no la puedo cumplir”, “eso que dice mi opositor es cierto”. No, eso no se ve. Peor aún, hay unos que en vez de combatir la ignorancia confían en ella; por eso hay ciertas ideas, ciertas formas de demagogia, ciertas falsas soluciones, que se defienden a raja tabla como si fueran actos de fe. Y si tu opinión es indiscutible, no nos sirve. Porque las personas impersuasibles le hacen muy mal a la democracia; amén, de que el debate se vuelve una humarada que nos termina distrayendo de lo fundamental y nos priva de la posibilidad de tener unos criterios razonables para escoger el proyecto político que realmente pueda reconstruir un país que está roto a pedacitos.
Por eso, el llamado es a que pongamos las opiniones en el centro del círculo y las discutamos. Discutir, viene del latín discutere, que significa sacudir. Es lo que hacían los antiguos romanos con las plantas, sacudirlas para ver si tenían raíces solidas. Discutir una opinión es ver si tiene raíces en la realidad o no las tiene. Y esa discusión es fundamental en la democracia. Como decía Machado: “Tu verdad no, la Verdad; y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela”.
De verdad que urge sensatez y que sacudamos las propuestas para ver si tienen raíces sólidas, porque aquí lo que está en juego es algo que nos afecta a todos y nos compromete a todos.
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*Diana Martínez Berrocal, Abogada, especialista en derecho público, Magister en sociología política, docente, columnista y analista política,
@DianaMartinezB8