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¿No será que, si en las mesas de diálogo del paro, todos empiezan con una sonrisa para el otro el ambiente se relaja así sea un poco?
Aunque tal vez debería (¿o podría?) escribir sobre el paro nacional, ese que nos tiene sumidos en la incertidumbre, entre otras muchas emociones, creo que ya se ha dicho suficiente. Todos hemos oído y leído afirmaciones positivas y negativas, catastróficas y esperanzadoras, alegres y tristes y, como en toda situación de estos alcances, todos nos hemos ido formando nuestras propias opiniones. En general, creo que todos deseamos que el paro se resuelva de la mejor manera, es decir, una manera en la que todos ganemos, y que tanta agitación no sea en vano, de cara a construir un mejor país, frase que suena hecha pero que refleja los sueños de todos, así el significado de esta expresión sea diferente para cada quien.
Entonces a mi punto: hoy quiero escribir sobre el poder de la sonrisa, ese gesto humano que nos comunica y que muchas veces vale, como una imagen, más que mil palabras.
Todos los días salgo a caminar con mi perrita Lupe, a quien, dicho sea de paso, adoro. Ella es muy feliz con estas caminadas que, aunque breves, nos ejercitan a las dos. Damos una vuelta de media hora o un poco menos por el barrio y ella disfruta incluso más que yo pues huele todo, corre a raticos y ¡me lleva de la lengua!
En estas caminatas, he puesto a prueba un experimento que desde hace ya algún tiempo realizo cotidianamente: sonreírle a los transeúntes a ver qué pasa, qué sucede cuando hago ese gesto facial que relaja, como he leído por ahí, los más de cuarenta músculos de la cara. Los resultados de mi experimento son muy alentadores. Diría que en el 98% de los casos, incluso los más adustos de rostro, responden con una sonrisa a mi gesto y sus ojos se llenan de pequeños resplandores, como estrellitas en el firmamento, que me impulsan a seguir el día con mayor optimismo. Este experimento lo he hecho no solo en las partes tranquilas de mi barrio. También lo he llevado a cabo en la esquina de la 76 con Caracas donde la gente sale y entra atropelladamente de la estación de Transmilenio, lo he hecho en marchas y en manifestaciones, a la salida de cine, en la sala de espera de Colpensiones, donde todo el mundo parece estar súper tenso, en fin, en lugares en los que la gente no suele estar dispuesta a una sonrisa, y menos de una desconocida, y ¡bingo! Con raras excepciones, todo el mundo hace el gesto, ese fantástico gesto, que nos conecta con el lado más amable de nuestra humanidad.
Aunque le agradezco a Bogotá mucho de lo que soy ahora, siempre he pensado que es una ciudad difícil: es demasiado grande, contaminada, ruidosa, ocupada, más bien feíta… Y también he experimentado que su gente (y ojo que no digo los bogotanos exclusivamente) son personas que quizás debido al agite de la ciudad, suelen ser poco cívicas, poco amables, con comportamientos que no ayudan mucho a la convivencia amorosa (aunque últimamente también he notado que muchos carros me ceden el paso en las esquinas para mencionar solo un punto, o, que en tiendas y demás negocios, al igual que en los taxis, la gente se dice “veci”, un trato que me parece dulce). Sin embargo, y pese a lo difícil de Bogotá y sus habitantes, con mi experimento de la sonrisa me ha ido muy bien, como ya lo dije. La gente sonríe en retorno y se relaja así sea por una pequeña fracción de segundo.
¿No será que podemos aplicar este mismo experimento en todos los otros espacios por los que transitamos los bogotanos de nacimiento o adopción? ¿No será que, si en las mesas de diálogo del paro, todos empiezan con una sonrisa para el otro el ambiente se relaja así sea un poco? (Ay, sí hable del paro. ¡Es que era más o menos imposible no hacerlo!). Cuando hablo de sonreírle al otro, no me refiero a las cortesías propias de ambientes falsos y afectados sino de un gesto que sale del corazón, lo abre y deja entrar así sea un pedacito del otro. Al fin de cuentas, todos somos humanos e incluso los seres más abyectos, me atrevo a afirmarlo, tienen algo de ternura en su corazón. Si no, ya se habrían convertido en piedras.
Con esta breve reflexión, en días arduos como los que estamos viviendo, quiero hacer un llamado a que muchos se sumen a mi experimento y comprueben los resultados por sí mismos. Puede que esto no haga que deje de haber pobreza, desigualdad, leyes absurdas, violencia, pero al menos abre un espacio en nuestro ser por el que puede colarse esa humanidad que nos caracteriza a todos así, aparentemente, estemos ubicados en esquinas opuestas desde las cuales todo parece difícil, inhumano, irreconciliable.
* Miriam Cotes Benavides, Filósofa y comunicadora. Licenciada en Educación con Maestría en Literatura Inglesa. Amplia experiencia en creación y dirección de contenidos; investigación y pedagogía tanto en el sector público como el privado.