Sueños de bailarina

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A un dios llamado Diego, gracias por tu rebeldía.

La primera vez que mi madre la vio, apagó el televisor y, quejumbrosa se alejó murmurando “¡las mujeres de hoy no se quieren vestir!”. Sacó su desgastada camándula y comenzó a rezar por su alma. Una vecina se unió a esta cruzada de puritanismo con hondo suspiro: “doña Esther, ésas son las mujeres que pierden a nuestros hijos”. En el rincón de la casa, mi padre sonrió Volterianamente mientras ojeaba un ejemplar del Marqués de Sade; en la mesa principal, reposaba la fotografía donde aquella mujer por la cual rezaban posaba sonriente a mi lado.

Hoy pasé por su casa, la misma de puerta terracota. El viejo pino permanecía en el mismo sitio, el viento frío que ululaba como sirena hacía crepitar las amarillas acacias, dejando caer sus hojas con perezosa gravedad, el otoño había asomado sus narices con milenarios musgos sobre el tejado. La ventana era un ovillo de telarañas arropando la figura de Halloween, la misma de hace un año; ramos de flores marchitas, arrugados papeles de regalos, botellas de brandy a medio terminar, reposaban en el basurero como trofeos, producto de la admiración y el amor platónico de los hombres que la asediaban. Ésa era su casa o, mejor, su cuartel general desde donde dirigía las encarnizadas batallas del corazón.

La primera vez que la vi o, mejor, la conocí fue un primer viernes; lo supe porque algunas beatas en procesión silenciosa pasaron con sus velos inmaculados sobre sus cabezas rumbo a la iglesia. Recuerdo que ese día llevaba su cabello recogido en una cola de caballo y ese peinado le hacía ver como guerrero mongol. Su rostro de luna lo eclipsaban unos lentes oscuros de una marca sofisticada; llevaba puesto un blue jeans a la cadera. En esas caderas inexploradas, sobresalían dos hoyitos similares a pequeños remolinos, los remolinos de mi concupiscencia; los aderezos orientales que adornaban sus brazos, el crucifijo de plata que se ahogaba en medio de sus turgentes senos, la pañoleta hindú que surcaba su cabeza dejaban ver con claridad su condición panteísta de la vida. – Esta mujer no es de este mundo – pensé; por la misma vía se acercaba un transeúnte que se unió a mi cruzada de admiración suspirando: “se están cayendo los ángeles del cielo”; – de igual forma los ángeles no son de este mundo – logré musitar. Sus ademanes sibaríticos y femeninos, propio de la gente decente, le hacían tomar un aire desafiante como diciendo ¡mundo aquí estoy!, sin saber que yo era de este mundo; ignorando que la observaba, se alejó.

Desde ese día monté guardia silenciosa en la cafetería de doña Chava, guardia inofensiva al estilo suizo de bostezos, tintos y cigarrillos, esperando otra señal de vida, señal que a veces me da la ventana en vidrio donde cuelga la calabaza desdentada del Halloween, cuando comienza a sudar por el aire acondicionado o el sauna que se enciende produciendo un ruido parecido al arranque de un reactor nuclear.

Hoy es el quinto día de guardia. Nada sucede, nada se mueve al interior de esa casa; la mirada de doña Chava se está mareando conmigo porque esta semana muy a mi pesar solo le he consumido tintos y cigarrillos. Mi atención se exacerba cuando veo el garaje automático subir lenta y pesadamente como un puente levadizo. Vomita un lujoso auto de vidrios polarizados que casi revientan por el “pum pum” de un estridente reguetón; sus farolas oblicuas le dan una imagen agresiva de felino que, raudo se pierde en la lejanía, levantando a su paso confetis del reluciente asfalto. Mi esperanza se desvanece.

Por la claraboya de la cafetería observo un cielo azul sin una sola nube, surcado velozmente por un jet plateado, fulgurante como la hoja de un cuchillo, dejando en su recorrido un perezoso hilo de humo.

Cierto día que no recuerdo, entró subrepticiamente un niño a la cafetería y, sin decir nada depositó un arrugado papel, igual a un manuscrito, casi deshecho por el sudor de las manos. Sin ningún aspaviento lo abrí. Rubricado por una caligrafía de monja, tenía la siguiente inscripción: “Mañana en la cafetería x de la calle murillo. 2:30 de la tarde. No faltes: Gabriela. Pasaron varios meses desde esa primera cita; nuestro sitio de encuentro siguió siendo la cafetería x, propiedad del señor y, con sus empleadas z, algunas ligeramente chismosas, quienes nunca dejaron de fisgonearnos.

Hoy entró con paso decidido y resuelto entre las mesas al sitio donde me encontraba. Lucía un ligero vestido de verano, dejando ver una delicada y anoréxica figura, cuidada por ejercicios diarios y dietas; su pronunciado escote hacía juego con sus brazos blancos como leche y, su cabello rubio y plateado caía sobre sus hombros como cascada. Un silencio reinaba en ese sitio, el rayo de luz que penetraba los viejos cristales se refractaba sobre la descolorida pared; como agujas que seguían el curso de un imán, las miradas de los que estaban presentes la escoltaban. Se sentó sin mirar, su cuerpo exhalaba un costoso perfume, cruzó sus piernas con elegancia de geisha. El corazón me latía violentamente, estaba demudado, la sensación que pasa del rubor al gozo comenzó a invadirme. Comenzó a tararear una canción de moda, la misma melodía que bailara la última noche con el artista de turno. Esa noche se veía feliz, fantástica. No podía creer que bajo esos sensuales movimientos se escondía el deseo soterrado de millones de hombres que a esa hora la veían frente al televisor y las redes sociales; ahora estaba aquí, junto a mí, con una taza de café en sus labios. No supe qué decirle por lo que pasó la otra noche, cuando arremetí contra los guardias de su seguridad en un ataque de celos. Con la leve sonrisa de siempre, entiendo que estoy redimido de mi error, porque para ella no existe la culpa. Las empleadas z, la siguen contemplando, afuera un rayo de luz deja ver con claridad la cúpula de la Iglesia de Nuestra Señora.

Yo había llegado de Montería esa noche. Toda la ciudad se había volcado al estadio para ver su gran espectáculo y el tumultuoso río humano que recorría las calles era abrumador. Recuerdo que, después del concierto, nos presentó un amigo, esos amigos que, por situaciones extrañas del destino, nunca vuelven a aparecer, eso a quienes el destino los lleva a estar en el momento justo en que debían estar. Esa noche caminamos por la calle Murillo. Estaba tan cerca de mí que de vez en cuando la miraba furtivamente, hasta que me sorprendía mirándola con descaro. La sangre caliente que corría por mis venas me taladraba las sienes. El edredón de la noche lo había cubierto todo. En el silencio, se escuchaban los fogonazos de la escuela de artillería alternando con el taconeo de sus zapatos; se los despojó, llevándolos en sus manos. Le hice saber que había quedado turbado ante su belleza por sus movimientos en la tarima. A lo lejos una bombilla mandarina de luz voltaica se acercaba cada vez más a nuestros pasos. Ella sonreía nerviosamente; así nos fuimos caminando. De vez en cuando, daba pequeños saltos, esquivando algunas piedras que maltrataban sus pies. Mis palabras, que habían sido contenidas desde hacía mucho tiempo, comenzaron a salir de mis labios tenue y libremente como de una caja de Pandora: “tienes mucho talento, estoy fascinado contigo”, – le dije -. Pensativa, se quedó mirando a lo lejos murmurando: – “la belleza es una maldición”-.

Sus padres eran personas relativamente jóvenes. A ninguno de ellos le importaba lo que hacía o dejaba de hacer; del rostro de su madre jamás se apartaba esa sonrisa estúpida de aprobación a todo. En ese pequeño feudo, sus deseos eran órdenes. Las meninas que estaban a su servicio corrían de un lado a otro como yeguas salvajes. Ese ambiente condensado de feromonas me embriagaba. En la soledad, era una mujer triste. Recostada a mi hombro, casi siempre gemía por sus penas y fantasías. Su vida frívola y atrevida era atormentada incesantemente por el fantasma de lo que llamaba amor; era adicta a Becker.

En esos tiempos, yo escribía desesperada y profusamente. Aún no me había salido el trabajo en un diario de quinta categoría, donde la sangre y el morbo eran lo más fuerte. Realmente no había mas nada que hacer; fumaba y miraba por la ventana el resplandor lejano de la ciudad con sus ecos y sonidos que se estrellaban en mis oídos. En la radio se escuchaba la canción de turno. El gato, con las patas hacía arriba en señal de juego, dormía en el mueble. Una de esas noches, sentí que la nave de mi poesía zozobraba. No tenía cigarrillos. Ella no apareció, no se materializó, porque podía hacerlo en cualquier lugar y a cualquier hora. Quise verla aparecer sobre la estrecha calle que daba a mi puerta, como aquella noche que entró a mi habitación, comenzó a mirar con curiosidad y acariciar los libros del estante mientras hablaba de otras cosas. Yo había ido por una copa de vino. Cuando regresé, la encontré arrodillada en la alfombra buscando un arete que se le había perdido. La noche con calma de primavera se había instalado a través de los vidrios. Una llovizna tenue comenzaba a desgajarse. Comprendí que había nacido algo distinto a la admiración. El rayo de luz que penetraba por una de las ventanas caía directamente sobre mi rostro; ya era de día. Ella estaba sentada de espaldas en el borde de la cama delineando el carmín de sus labios; su desnudez había sido cubierta por un delicado vestido verde. “No necesitas arreglarte” – le dije -. Extrañada, se volvió hacía mí con una sonrisa amplia; su voz era casi una canción de cuna. “La naturaleza ha sido muy generosa conmigo”- dijo – mientras se acomodaba el arete.

Musitó, arrullando la taza de café en sus manos, “he venido para que me entregues tu poesía, he venido a quedarme contigo”. En sus ojos pude leer que estaba cansada del mundo, de las luces, de las lentejuelas, de las cámaras de televisión, de los diez mil vatios de sonido, del mundo de las siliconas, de ser una judía errante – como le decía mi madre – , cansada de todo.

Trémula comenzó a recitar a Bécquer: “Volverán las oscuras golondrinas en tu balcón sus nidos a colgar, y otra vez con el ala a sus cristales jugando llamarán; pero aquellas que el vuelo refrenaba tu hermosura y mi dicha a contemplar, aquellas que aprendieron nuestros nombres…ésas no volverán”.

La cúpula de la Iglesia de Nuestra Señora empieza a desplazarse por el correr de las nubes; el rayo de luz ya no está y, afuera, un cielo azul profundo sin amagos de lluvia empieza a instalarse. Los últimos clientes de la cafetería van saliendo. Gabriela sigue recitando a Bécquer y yo sigo mirando con devoción sus profundos ojos.

*Ubaldo Diaz, sacerdote. Premio APB de periodismo Pluma de Oro 2018 – 2019, Barrancabermeja. Premio Nacional de Cuento y Poesía Ciudad Floridablanca.

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