“El azadón por unas libras de papa”: diez años de TLC

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Ya van diez años del TLC, diez años de este desastre económico en la producción agrícola colombiana.

El 15 de mayo de 2012, entró en vigencia el Tratado de Libre Comercio entre Colombia y los Estados Unidos (TLC). Los sentimientos eran divergentes: por un lado, una cantidad de empresarios y ciudadanos estaban maravillados al pensar en la acelerada disminución de los precios en las importaciones norteamericanas, mientras que, por otro lado, muchos otros colombianos perturbados veían como sus pequeñas producciones no iban a durar mucho tiempo compitiendo con los productos que venían del extranjero. Efectivamente, este segundo grupo de ciudadanos tenía un rostro de incertidumbre al observar el noticiero de la mañana: la leche, la carne, el maíz, los cereales, la papa pre-cocida, y varios productos del campo iban a llegar masivamente y a bajo precio a la débil economía colombiana. El TLC fue un “paquete chileno” y la “generación de empleo” un embrujo más.

La historia del TLC es de vieja data. Desde el año 2006, las mayorías uribistas extasiadas por el triunfo de la guerra de la seguridad democrática en contra de las FARC-EP permitieron que se le aprobara a Uribe todo lo que él deseara, inclusive que esta raquítica economía se colocara a competir con la primera potencia mundial de alimentos, los Estados Unidos de América. Para estos años, no faltaron las agremiaciones campesinas que preocupadas intentaron movilizarse y protestar, pero eran años de penumbra, eran años donde ser sindicalista o líder social equivalía a una lápida colgada al cuello, como lo demostró de manera excelsa el profesor Mauricio Archila Neira. Los periodos presidenciales de Álvaro Uribe fueron los años de mayor violencia y exterminio en contra del sindicalismo colombiano.

Las minorías del Congreso encabezadas por el senador Jorge Enrique Robledo expusieron hasta la saciedad las inconveniencias económicas, políticas y sociales que traía consigo el TLC, con la ayuda de varios especialistas que Robledo llevó al Congreso de la República. La oposición no logró hacer cambiar de parecer a las mayorías del capitolio. No había ni la menor duda que el TLC acabaría con la economía nacional. A pesar de los reclamos de Robledo, la suerte ya estaba echada. La sociedad campesina se tendría que conformar con frases célebres del ministro de agricultura y otros senadores gobiernistas como: “la solución de Colombia estará en algún producto que se nos ocurra exportar”, “senador, pero ya para qué discutimos sobre eso” y “más bien agradezcamos que ahora sí unos cuantos floricultores van a generar empleo”.

Esta tragedia no comenzó con Uribe. Aunque parezca mentira, allí no comenzó. La crisis del campo colombiano tiene una larga, larguísima historia. Este desastre inició desde la reiterada oposición terrateniente a la reforma agraria y, por tanto, esta oposición montuna evitó industrializar al país y volverlo un productor mundial de alimentos. De igual manera, en Colombia las recesiones económicas de los años 1935, 1954, 1966, 1973 y 1982 generaron el desmantelamiento del control sobre las importaciones. De manera progresiva, los productos del campo tuvieron que competir con los bajos precios de los productos de la familiar que venían del extranjero, cuestión que se consolidó en las épocas de la “apertura económica” del presidente Cesar Gaviria en los años 1990-1994.

Tal vez ni siquiera los economistas “monetaristas” seguidores de Friedman y Von Hayek se imaginaron que la entrada del neoliberalismo en Colombia iba a ser tan fácil. Las crisis cafeteras, la revolución verde, misión Currie y la crisis del IDEMA ya no eran necesarias para justificar la quiebra del campo colombiano; tan solo era necesario pactar con “el guaquero de Risaralda, el que se encontró la presidencia en un entierro” como dice Gilberto Tobón Sanín. De esta forma se concretó el ingreso de Colombia a las grandes ligas del comercio internacional. En diferente orden, se fueron quebrando los campesinos colombianos, iniciaron los algodoneros del Cesar, siguieron los pequeños arroceros del Huila, continuaron los cacaoteros del norte del país y así fueron pasando, uno tras otro, los cultivadores de trigo, los agricultores de cebada y los granjeros del sorgo. La crisis de hambre del campesinado colombiano pasó de ser una premonición espantosa a volverse una realidad desconsolante.

Al final de la hilera de los sectores agrícolas que se iban a quebrar estarían los lecheros, cebolleros, paperos, paneleros, los grandes arroceros, los comercializadores de carne de res, los exportadores de banano y productores de café. Ya habría lugar para ellos; era solo cuestión de tiempo. El 19 de Agosto de 2013, el campesinado colombiano salió a las calles a protestar, a movilizarse porque la situación del campo era insostenible. En las ciudades, los estudiantes, trabajadores y comerciantes respaldaron al campesinado. Parecía que el paro nacional agrario realizaría cambios profundos en la política económica y de producción de alimentos colombiana. Sin embargo, era tarde. El campesino debía hacerse a la idea de cambiar el sombrero, la ruana y el azadón por un casco, una pala y el overol.

Como si fuera poco, para el año 2012-2013, el Foro de competitividad del Banco Mundial señaló que Colombia era el país número 134 en competitividad agrícola, mientras que países con los que Colombia tenía TLC como Estados Unidos y Canadá estaban en el puesto séptimo y catorce respectivamente. Para estos años, las importaciones de comida en Colombia  se incrementaron considerablemente, por ejemplo, el arroz en un 239%, el maíz en 1.762%, los lácteos 215%, la carne de cerdo en 111%, la carne de res en 146%, oleaginosas en 215% y el alimento para animales de granja en un 515%. Por ende, la entrada de productos del campo a bajo costo desde el extranjero hacia Colombia parecía una guerra sin fair play, pues por lo menos en la guerras existe el derecho internacional humanitario y los derechos humanos, pero en este caso no hay ninguna línea roja, no hay copas de espera. No  cabe duda: a Colombia le queda poco tiempo para rendirse en esta descabellada aventura.   

Ya van diez años del TLC, diez años de este desastre económico en la producción agrícola colombiana. el incremento de los aranceles para productos agrícolas extranjeros es cosa del pasado, la generación de créditos para pequeños campesinos es cada vez más exótica, la subexplotación de la tierra cultivable se mantiene, y las limitaciones em la infraestructura vial están lejos de cambiar. Palabras más, palabras menos, ser campesino en Colombia se convirtió en una profesión suicida. Es un oficio que así nos duela aceptarlo va a desaparecer, con algunas excepciones como los productores de aguacate Hass, la uchuva, la gulupa y otros pocos productos agrícolas. En pocos años el campesino venderá el azadón para comprar unas libras de papa, si es que ya no lo está haciendo.

*Jorge Baquero Monroy. Licenciado en ciencias sociales de la Universidad de Cundinamarca. Mágister en administración pública de la ESAP. Investigador del proyecto Infraestructuras de Paz, agendas políticas y dinámicas organizacionales en la implementación efectiva del Acuerdo Final en Colombia (2016-2022).

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