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No estamos debatiendo ideas acerca de cómo mejorar nuestra democracia; al contrario, la nuestra es una defensa a rajatabla de líderes carismáticos que se venden como los únicos capaces de sacar el país adelante.
A la democracia se le endilgan cientos de significados, interpretaciones y explicaciones según sea el interlocutor y su corriente de pensamiento. Parece que existieran algunos que se sienten sus intérpretes originarios. A manera de censor corrigen al resto de los mortales cuando les da por opinar de un tema exotérico del cual ellos son sus comentaristas autorizados. Hace ya un buen tiempo, el maestro Ortega y Gasset, en un bello texto titulado El espectador, dedicaba un capítulo al análisis de los demócratas entusiastas, un fenómeno que el filósofo español llamó ‘la democracia morbosa’.
En principio, la democracia no es la panacea. Como bien lo advierte otro filósofo, el Premio Nobel del año 1998, Amartya Sen: “La democracia no sirve de remedio automático para las enfermedades como la quinina funciona para curar la malaria. La oportunidad que abre tiene que ser positivamente aprovechada para alcanzar el efecto deseado”. En una frase atribuida a Winston Churchill, el primer ministro inglés diría algo así como: “La democracia es el peor sistema de gobierno diseñado por el hombre, con excepción de todos los demás”.
La democracia va más allá de los mecanismos de participación en clave con el odioso principio de mayorías. La garantía de los derechos consagrados en la Constitución Política escapa a los designios de la mayoría para tomar en cuenta nuestra dignidad, libertad y la concepción de considerar al sujeto un fin en sí mismo.
Los demócratas, como bien lo explica Ortega y Gasset, son también otras cosas. Eso explicaba Carlos Gaviria en su última conferencia en el Gimnasio Moderno en Bogotá. Es importante resaltar la heterogeneidad del ser humano, en especial, por lo fundamental de nuestra diversidad y, más aún, dada la necesidad de convivir. Insistía el Maestro en educar para la democracia defendiendo, al tiempo, la libertad de pensamiento y la consideración por la opinión del Otro. Y es precisamente esa libertad de pensamiento la que debe llevarnos a reconocer la posibilidad de entender un fenómeno de manera diferente sin recurrir al acoso del Otro por su comprensión del asunto. En ocasiones, requerimos del apoyo de otros que, al pensar diferente, aumentan la desazón de aquel que toma su percepción como correcta.
Por estos tiempos, la defensa de la democracia se debate en un ambiente de crispación que hace imposible un diálogo para la búsqueda de un acuerdo mínimo. Álvaro Gómez Hurtado hablaba de un acuerdo sobre lo fundamental. Dada la poca disposición a construir una transversalidad emanada de un acuerdo con otros puntos de vista, nos quedamos estancados en soluciones personalistas. No estamos debatiendo ideas acerca de cómo mejorar nuestra democracia; al contrario, la nuestra es una defensa a rajatabla de líderes carismáticos que se venden como los únicos capaces de sacar el país adelante. El asunto pasa por la nación y los acuerdos que podamos alcanzar.
El personalismo visionario también está ligado a la academia. Algunos de nuestros académicos creen que la teoría es todo cuanto hay: llegan al punto de interpretar el marco societal con el corazón, madurando el país a punta de papel y haciendo un esfuerzo enorme para encuadrar la realidad con la teoría. En últimas, la realidad les gana la partida a los profetas que, con libro en mano, aseguran que hasta la historia se moverá de acuerdo a sus interpretaciones.
Ortega y Gasset termina con esta reflexión: “La época en que la democracia era un sentimiento saludable y de impulso ascendente pasó. Lo que hoy se llama democracia es una degeneración de los corazones”. Existe una necesidad imperiosa de tejer una intimidad colectiva reconociendo que tenemos ante nosotros dos problemas: qué hacer y cómo hablar acerca de ello. De la respuesta a estos dos interrogantes dependerá la posibilidad de darle la vuelta a la forma en qué entendemos y construimos la democracia.
*Juan Carlos Lozano Cuervo, abogado, realizó estudios de maestría en filosofía y es profesor de ética y ciudadanía en el Instituto Departamental de Bellas Artes. @juanlozanocuerv