About The Author
Las autoridades públicas en el país no han cumplido con su responsabilidad de realizar los ajustes normativos necesarios; el gobierno cuenta con la posibilidad de regular la materia.
El pasado mes de diciembre, la Superintendencia de Industria y Comercio (SIC) proscribió la utilización de la aplicación tecnológica Uber en Colombia. Incluso ordenó que, a través del Ministerio de las TICs, se oficiara a las empresas prestadoras del servicio de telecomunicaciones para que adoptaran todas aquellas medidas que estuvieran a su alcance para que esta aplicación tecnológica no pudiera ser utilizada por sus usuarios.
Esta decisión ha sido objeto de varias y diversas opiniones, reflexiones y análisis. Algunos han cuestionado los desincentivos que la decisión de la SIC genera para la creación de nuevas alternativas de ciencia y tecnología en nuestro país; ha habido también quienes han analizado el impacto perverso de la decisión dadas las limitaciones existentes en la oferta de transporte en ciudades como Bogotá y quienes han lamentado los efectos económicos que tendrá la decisión para los actores interesados, en especial, para las decenas de miles de conductores socios de la plataforma. Y, además, están, por supuesto, aquellos que se han concentrado en auscultar las posibles tramas y tensiones políticas detrás de la decisión de la SIC.
Más allá de los anteriores debates, todo lo relacionado con este tema y, en particular, la decisión de la SIC, plantea discusiones jurídicas profundamente interesantes que vale la pena tomarse muy en serio desde la teoría del derecho. Una de ellas está relacionada con la «indeterminación normativa» de la naturaleza del servicio que presta Uber en el país. En su decisión, la SIC concluye que Uber presta el servicio de transporte individual de pasajeros a través de su aplicación. Al respecto, vale la pena preguntarse, entonces, ¿para la SIC el servicio es legal en nuestro país, pero Uber no cumple los requisitos para prestarlo? O, ¿o el servicio debe ser entendido como ilegal? O, ¿es incluso ilícito, si se mira la magnitud de las órdenes que fueron adoptadas en el fallo? La decisión de la SIC no precisa ni justifica suficientemente estas cuestiones. Quizá el origen de la falta de claridad frente a estas preguntas radica en que la calificación que hizo la SIC del servicio que presta Uber no resulta ni material ni jurídicamente acertada pues asimila de manera forzada un nuevo modelo de industria, que permite conectar la demanda con la oferta, a un servicio preexistente con características sustancialmente diferentes como es el servicio de transporte público de pasajeros.
En ese orden de ideas, desde un punto de vista normativo ¿no se trata más bien de una práctica insuficientemente reglada que requiere la urgente regulación por parte del Estado? Es decir, si se trata de industrias y servicios distintos, ¿el país no debería contar con un esquema sólido de regulación diferente que le dé garantías a todos los intervinientes? Claramente. si entendemos el derecho como un conjunto de prácticas sociales articuladas alrededor de un sistema de normas que pretende la armonización de intereses en conflicto, el logro de fines y la satisfacción de necesidades sociales, puede observarse cómo las autoridades públicas en el país no han cumplido con su responsabilidad de realizar los ajustes normativos necesarios para la integración y la implementación de las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones, que han posibilitado el desarrollo de economías colaborativas, como en el caso de Uber.
Dados los intereses en juego, existen buenos y sólidos argumentos para considerar que el gobierno nacional cuenta con suficientes herramientas constitucionales para asumir la carga de esa necesaria y urgente regulación. De hecho, la Constitución de 1991 le atribuyó al presidente de la República, en su condición de suprema autoridad administrativa, expedir reglamentos de carácter general y abstracto que permitan la ejecución de la ley, asignándole la posibilidad de precisar los aspectos técnicos y operativos necesarios para este propósito. En relación con este tema, en Colombia existen, por ejemplo, disposiciones de derecho privado que contemplan figuras como el contrato de arrendamiento de transporte que podría armonizarse, vía decreto presidencial en ejercicio de la potestad reglamentaria, con el Estatuto Nacional de Transporte (Ley 336 de 1996) a través del diseño de una figura autónoma y especial que recoja con mayor precisión la estructura de la operación en la que Uber vincula a los usuarios de su plataforma con los conductores, garantizando constitucionalmente seguridad y certeza en las reglas sobre derechos y responsabilidades para unos y otros.
Así, pues, jurídicamente, existen opciones serias que muestran que el gobierno cuenta con la posibilidad de regular la materia. Lo que resta es el compromiso y la voluntad para atender un fenómeno de gran impacto social, que no solo tiene que ver con la optimización de las posibilidades ciudadanas de tener acceso a diferentes alternativas para su movilización en las grandes capitales del país, sino que también tiene implicaciones directas en el derecho constitucional al mínimo vital de miles de familias en el país que han encontrado en estas herramientas tecnológicas la posibilidad de asegurar su sustento diario.
*Jaime Córdoba Triviño, Expresidente de la Corte Constitucional y miembro de Iusdigna, @ius_digna