Un profesor llamado Fénix

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In memorian del profesor Félix Viloria Romero.

Si la paciencia no fuera una virtud, el profesor Félix Viloria Romero desde hace mucho tiempo la habría perdido. Este hombre no debería llamarse Félix sino Fénix por la capacidad de levantarse ante las adversidades de la vida. Con disciplina espartana y abnegación desde hace siete años se sienta en la sala de su casa a ver pasar la vida por la ventana. Lo hace precisamente no por gusto, sino porque una ostreartrosis cervical lo ha postrado a una silla de ruedas. 

Cualquier transeúnte que pasa por la casa beige con ventanas verduscas del barrio La Florida de Magangué diría que ahí vive un octogenario más. Pero no, ahí reside uno de los pocos hombres cultos y lúcidos que ha parido esta ciudad. La primera vez que lo vi sobresalía en medio de una montaña de libros. En sus manos reposa un ejemplar de los diálogos de Platón, diálogos que esporádicamente aterriza con uno que otro transeúnte que camina desprevenido. Sobre la blanca y desnuda pared de su casa cuelga un diploma honoris causa que un colegio de la ciudad le otorgó como reconocimiento a su labor de autodidacta y educador por más de medio siglo. Al fondo de esa casa beige, hay un pequeño jardín donde un pájaro trina de manera incansable desde un pequeño presidio.  Una jubilada máquina de escribir parecida a la que utilizó Cortázar para inmortalizar Rayuela reposa en un cajón. El Ulises de Joyce que devoré en mi adolescencia reposa en un canasto. Sentí un ligero rubor por lo que le escuché muchos años después a varios críticos literarios. Dijeron que ese libro debía ser lectura obligada para todo buen escritor; aunque Borges alguna vez comentó que el mencionado ejemplar nunca debió escribirse. Terminé creyéndole al ciego de Buenos Aires, que siempre estuvo por encima del bien y el mal; con actitud devocional, volví a tomarlo en mis manos.

El hablar pausado y suave del profesor Félix sin desperdiciar una sola frase me hizo acordar del extinto líder espiritual Ahmed Yassin odiado por Israel y el tío Sam, venerado por los radicales islámicos que apoyan la causa palestina. El primero buscaba una salida negociada al conflicto con los judíos. El profesor es partidario de una solución negociada al conflicto armado que ha flagelado a Colombia por más de medio siglo; con palabras pausadas, condena la actitud de aquellos que solo han visto la guerra por televisión y a cada momento viven atizando la hoguera de una confrontación fratricida de nunca acabar. Mientras sigue hablando, de manera especial mira un libro en su inmensa biblioteca llamado “Esperando a los bárbaros” de Coetzze. 

Afuera, debajo de un frondoso árbol se escucha el tableteo de la ficha de dominó; un grupo de hombres hablan animadamente alrededor de una mesa, mientras espera turno para la partida de esa tarde; los gestos histriónicos y el abrazo que se dan dos de ellos, propio de la mamadera de gallo de la gente Caribe, significan que la partida continuará al día siguiente.

En un rincón de su habitación, tiene un pequeño santuario, donde permanece una virgen morena con un niño en sus brazos presidiendo el altar; cuenta la leyenda que ante esa virgen morena se postraron los feroces indios chimilas que tenían arrinconados y reculando a los españoles que saqueaban esta zona. Hoy esa virgen de piel atezada y rasgos indígenas permanece en un santuario que está de cara al río Magdalena; abajo, en el piso, esparcidos por el suelo hay más libros, títulos como: “De qué mueren los papas, El marqués de Sade, Rafael Núñez”, el mismo que, en un arranque de soberbia, dijo: “regeneración o catástrofe”, parecida a la frase proferida por un conocido mesías con la intención de perpetuarse en el poder.

La academia no ha sido impedimento para que el profe sea profundamente religioso; en su bolsillo guarda celosamente una imagen del Señor de la misericordia que, según me comentó, lo protege de todo mal y peligro. “Hay cosas del corazón que la razón no entiende” es su respuesta al preguntarle por esa estampa, la misma frase que profirió hace varios siglos Blas Pascal.

“Todo empezó hace muchos años cuando apenas cumplía trece calendas, una enfermedad de amigdalitis me obligó a guardar reposo”. En ese estado, “cayeron en mis manos El Quijote de la Mancha y Las mil y una noches y, desde esa época, nació mi vocación por la lectura”, relata el profe Félix. “La templanza, la disciplina y  la fortaleza siempre han sido mis lemas”, sentencia este hombre admirador de la pedagogía de Vygotsky. Fue el fundador del colegio Marcos Fidel Suarez por donde han desfilado seis curas, ingenieros, abogados, médicos, docentes y  Camilo Torres Cuello, aquel célebre niño sin brazos hoy convertido en maestro de superación personal. Por la puerta principal, aparece doña Edith, su esposa, una mujer enjuta y silenciosa que le dispara un mocho de escoba parecido a un proyectil a un pato que cruza presuroso la sala, dejando a su paso una estela de estiércol.  La tarde va cayendo y desde una casa vecina se escuchan los lloriqueos de la telenovela de turno. Tengo curiosidad por conocer el colegio; ya no existe, fue reemplazado por una gran pared de concreto y varios locales comerciales. Sin embargo, no deja de escucharse en el recuerdo la canción que alguna vez niños cantaron: “mambrú se fue a la guerra”; en el televisor de al lado se siguen escuchando los lloriqueos de la telenovela; una familia absorta y en silencio está sentada frente a la diminuta caja mágica siguiendo el desenlace del culebrón turco en esa infernal tarde magangueleña. Al frente de la calle, hay una enorme puerta a medio cerrar donde un grupo de niños y jóvenes juegan furtivamente a las maquinitas y videojuegos. Pienso en las ironías que nos presenta la vida: mientras muchos aquí se educaron, otros, al otro lado, se embrutecen.

*Ubaldo Diaz, sacerdote. Premio APB de periodismo Pluma de Oro 2018 – 2019, Barrancabermeja. Premio Nacional de Cuento y Poesía Ciudad Floridablanca.

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