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Debemos acudir a una Asamblea Nacional Constituyente. Confío en el pueblo y en su capacidad para crear un mundo nuevo. Creo en el pueblo porque creo en usted, porque creo en la política y porque creo que el pueblo es quien está llamado a escribir su propia historia.
“Reclamando tierra de futuro para descansar. Así estamos yo y mis hermanos”. Silvio Rodríguez. Oda a mi generación (1970)
La injusticia más grande que ha enfrentado nuestra generación es aquella que nos ha privado de nuestra capacidad creadora. Antes de nacer, el país de los noventa nos heredó una constitución política que, si bien consignó sueños y esperanzas, también consolidó un modelo social, política y económicamente excluyente. Crecimos en el mundo del temor al narcotráfico y a la violencia, donde todo proyecto se centraba en el individuo ante la imposibilidad de construcciones colectivas. Un país donde parecían enseñarnos que ni marchar ni votar valían la pena. Los proyectos sociales se quedaron con las brisas del siglo pasado y el siglo veintiuno nos precipitaba a una conclusión inevitable: en el mundo del neoliberalismo, se salvaba el que pudiera.
Así, todos crecimos con indiferencia por el “otro”. En la abundancia del presente pensamos que el otro era nuestra competencia. Peor aún si el “otro” se juntaba con muchos “otros” y formaba esa compleja masa llamada “pueblo”. Ese pueblo nos fue vendido por medios de comunicación y Estado como un grupo ignorante, voluntarioso y desordenado que no podía organizarse para cambiar nada. Nuestra generación compró la idea de que el “pueblo” es un concepto viejo y pasado de moda. La política se convirtió en una mala palabra, y nuestra confianza se trasladó a personas que no votó nadie nunca: el mercado, los medios de comunicación y los jueces. Creímos que no necesitamos ser salvados.
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Un buen día se desvaneció el encanto del capitalismo y nos redefinimos como generación en la protesta. Cuando salimos, nos dimos cuenta que el pueblo no es otro que nuestro vecino, nuestro amigo, nuestro padre y nuestro hermano. Nos encontramos con la impresionante capacidad transformadora del pueblo, que es soberano por derecho propio y no porque constitución alguna lo diga. A partir del 28 de abril, cada calle y cada ventana se han convertido en el espacio de expresión por tanto tiempo anhelado, mediante el cual podemos reclamar nuestro derecho a decidir en qué país queremos vivir. La historia alcanzó las ciudades, ajenas durante tanto tiempo aquello que nos dijeron que solo pasaba en las zonas más distantes de la patria. Sumado a lo anterior, la protesta se convirtió en algo real en un contexto de pandemia, en el cual las circunstancias nos enseñaron que necesitamos los unos de los otros y que depositar nuestra fe en el mercado es una apuesta perdida.
En la calle, en la pandemia, hemos recuperado nuestro derecho a decidir. Ahora, tengo una pregunta para mi generación: ¿de qué forma ejerceremos ese derecho a decidir? Somos testigos de una institucionalidad profundamente debilitada, porque sociedad y Estado se ven como enemigos. Algo está mal en un sistema en el que nos costó tanto reconocernos como pueblo y en el que es tan difícil vernos representados en el Estado que nos gobierna.
La Constitución se quedó corta en sus promesas de participación y el modelo de 1991 se ve cada vez más insuficiente para responder a los ideales que nos han dicho que representa. Esta Constitución ya no refleja quienes somos y qué queremos como sociedad. La ambigüedad de sus contenidos, la elevada cantidad de lugares comunes y las dificultades para hacer política nos han privado de la posibilidad de elegir el camino que queremos para nuestro país. Y, por supuesto, en ese vacío de poder, quienes terminan tomando las decisiones son los jueces, los mercados y los medios de comunicación. Todos ellos nos han robado la última palabra. Como los presos de la caverna de Platón, es hora de salir de la caverna, hora de conocer nuestra realidad y sobre todo, de conquistar la tan anhelada paz con justicia social.
Debemos acudir a una Asamblea Nacional Constituyente. Recuperada nuestra capacidad creadora, debemos ejercerla de forma pacífica mediante el espacio destinado a crear todo de nuevo. Por allí pasa necesariamente la paz social. Son tantas y tan diversas las demandas de nuestra generación, así como de aquellas que nos antecedieron, que necesitamos un espacio de decisión directo en el que podamos plantearnos con absoluta libertad y sin más límites que los de nuestra propia imaginación para dónde vamos como país. Solo así podremos decidir cómo queremos que sean la educación, la economía, las pensiones, la distribución de la tierra, las Cortes, el Congreso de la República, el sistema tributario o el régimen territorial, entre tantos otros retos que enfrenta nuestra sociedad.
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Sé que la principal crítica a la idea de una Asamblea Nacional Constituyente encuentra su límite en ese mismo temor que referencié desde un comienzo: el temor al pueblo. Los medios de comunicación y exponentes académicos del liberalismo salen con frases como “se sabe cómo empieza una Constituyente, pero no cómo termina”. Yo creo lo contrario. Ejemplo de ello es el actual proceso constituyente chileno o la misma Constitución de 1991. El pueblo es capaz de construir un modelo de democracia protagónica, en el que las decisiones públicas sean adoptadas de forma cada vez más directa por los ciudadanos y en el que la representación política sea objeto de un control ciudadano permanente. Confío en el pueblo y en su capacidad para crear un mundo nuevo. Creo en el pueblo porque creo en usted, porque creo en la política y porque creo que el pueblo es quien está llamado a escribir su propia historia.
Este proceso social que estamos viviendo puede terminar de dos formas. De un lado, con la foto de la “reconciliación nacional”, entre líderes políticos. De otro lado, con el pueblo organizado, pacífico y determinado a construir un nuevo país. Creo en la segunda alternativa. La ciudadanía está dando un testimonio que debe quedar grabado en los anales de académicos y tecnócratas: el pueblo existe. Nuestra generación hace parte del pueblo, ese mismo que ha recuperado lo que le pertenece. Y está en camino de recuperar aún más.
El país que queremos está en nuestras manos, porque en nosotros reside la soberanía. Las demandas sociales, ambientales, económicas, éticas, fiscales, de representación, entre otras, están abiertas a nuestro diseño. Un diseño institucional nuevo, apropiado a nuestras circunstancias, y que responda a las preocupaciones cotidianas de nuestras comunidades. Una Constitución plural, diversa, territorial y participativa, que convierta al Estado en nuestro aliado en la construcción de un mejor país. Una Constitución construida desde cada barrio, desde cada municipio. Un país en el que el Estado tenga pueblo, y el pueblo tenga Estado.
Hoy más que nunca creo que nuestra generación puede poner toda su capacidad creadora al servicio de un país en el que la patria es el otro. Yo creo en nuestra generación.
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*Luis Carlos Pinzón Capote, abogado de la Universidad del Rosario.