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El uribismo ha sido en últimas una propuesta de neoliberalismo armado y autoritario.
Soy un ciudadano común y corriente, con preguntas y reflexiones, quien desde hace años, y al igual que muchos otros, tomó por decisión propia y también por factores extra-individuales el camino del exilio. En la distancia, he alimentado una relación de amor y dolor – jamás de odio – con mi país. Un amor y un dolor que se agudizan cuando sobrevienen coyunturas como la actual.
Sé que muchos de quienes están en Colombia quisieran hoy escapar y salir corriendo. Y sé también que muchos de los que alguna vez nos fuimos hemos tenido en algún momento deseos de volver para implicarnos en alguna causa, alguna lucha que dé mayor sentido a nuestras vidas en el extranjero. En estos días aciagos, muchos de nosotros, desde la distancia, nos preguntamos qué podemos hacer, con quién y cómo.
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Quienes están hoy en Colombia, bien sea atrapados o por voluntad propia, claman la ayuda de la comunidad internacional porque se sienten desamparados, desprotegidos y librados a su propia suerte. En realidad, creo que no son pocos los colombianos que durante años hemos tenido esa misma sensación. La “filosofía” del “sálvese quien pueda”, “cómo voy yo” y “solo debemos trabajar y ser emprendedores” ha acentuado aún más ese fenómeno. El individualismo y la autosuperación, acompañados de un tipo de economía que se conoce como neoliberalismo, han hecho carrera en nuestros países, exacerbándose en ciertos casos a extremos que rayan en lo delictivo. Por eso, la acción colectiva que hoy se ve en las calles, con todos los riesgos que ello implica, no deja de sorprender.
Hace años oía decir a algunas personas que uno de los problemas de los colombianos era que nos habíamos acostumbrado a recibirlo todo del “papá Estado”. No me imagino entonces lo que hubieran dicho si hubieran tenido la experiencia de vivir en América del Norte o en Europa o en ciertos países asiáticos y de Oceanía. Pero mirándolo desde otra perspectiva, esas personas tenían razón: es cierto que, en Colombia, muchos se acostumbraron a recibir la ayuda de ese supuesto “papá Estado” y alguien diría, no sin razón, que con ese papá mejor sería ser huérfano. De tal suerte, mientras unos reciben grandes “ayudas”, otros reciben las migajas, es decir, las migajas de quienes reciben las grandes ayudas. A estos últimos les han bastado esas migajas para seguir apoyando, como señal de gratitud, a quienes les han “donado” o compartido una parte de sus “ayudas”. Es por esto que muchos “debemos” estar siempre agradecidos de que al menos tengamos un trabajo, como también “debemos” estar siempre agradecidos de un alza de cien o doscientos pesos en nuestros salarios mientras los precios de las cosas aumentan trescientos o cuatrocientos más el IVA. No estoy en contra de la gratitud, que es una hermosa cualidad, pero se trata aquí de una manera de pensar que aplaza toda reflexión o discusión sobre las condiciones de nuestros trabajos y de nuestra vida en general. “Si no estás conforme con tu trabajo o con tu salario, puedes irte. Hay muchos ahí afuera haciendo fila”, nos dicen a menudo para zanjar cualquier disenso. Y así fue como muchos decidimos irnos.
Pero no todos tienen ni tuvieron esa oportunidad.
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En medio de todo esto, ha existido desde hace tiempo un amplio sector que no recibe ni las grandes ayudas ni las migajas y es sobre los hombros de ese sector que se ha diseñado desde hace años la política tributaria del Estado colombiano. Una manera silenciosa pero “efectiva” de cimentar nuestra economía, nuestra conducta y, por supuesto, nuestra mentalidad, mientras miramos absortos y sin falta las noticias y los chismes de farándula.
Buena parte del conflicto actual se debe a las diferencias entre quienes desde todos los sectores – ricos, medios y pobres – creen que esta situación o estado de cosas debe mantenerse, prolongarse o modificarse pero solo para profundizarse y quienes piensan que esto es algo que debe y puede corregirse por otro camino. Debemos ser sinceros y evitar las distracciones y las trampas retóricas: no se trata de discutir sobre socialismos o capitalismos, marxismos o leninismos, ni tampoco sobre amenazas terroristas o narcoterroristas, ni mucho menos sobre castrochavismos, izquierdismos ni revoluciones moleculares. La discusión, en este momento, es simple y llanamente sobre cómo equilibrar las cargas. Unas cargas mal repartidas y poco equilibradas. Se trata, a mi entender, de la discusión o la conversación a la cual debemos convocar a todos los sectores sin excepción, sin agredirnos ni matarnos y sin dejarnos distraer por quienes buscan poner el foco en otros actores y lugares. Forma parte del otro gran reto de los colombianos: aprender a tramitar nuestros conflictos y diferencias poniendo el foco donde es y sin la amenaza del disparo.
Desde luego, soy consciente de que esa gran conversación no es fácil y que, en medio de ella, hay muchas otras cosas en juego e intereses poderosos que hacen difícil avanzar. Nadie ignora que parte de ese desequilibrio tributario, que también se extiende a otros ámbitos, se ha construido a partir de formas de violencia y despojo. ¿Cómo corregir eso? ¿Cómo discutir para corregir los innegables desequilibrios de nuestras sociedades sin incitar a otros a que hagan uso del vandalismo y de las armas? La respuesta no es sencilla. Sólo quiero terminar con una corta reflexión: lo que hoy conocemos como uribismo ha sido una propuesta de neoliberalismo armado y autoritario. Por su parte, las presidencias de Santos significaron la continuación de unas políticas neoliberales, con ciertos matices aquí y allá, pero con un talante pacífico y demócrata. Sin embargo, desde el 2018, y llegados a este 2021, asistimos a una nueva fase (¿recargada, podríamos decir, o quizás agonizante?) de ese primer neoliberalismo armado y autoritario con el ingrediente adicional de una pandemia y la consecuente crisis social y sanitaria. Hoy los actores armados, tanto legales como ilegales, confluyen en la defensa de los intereses y capitales de quienes ponen el dinero y hacen las leyes para seguir en un proyecto y un modelo de sociedad que amenaza con dejar más muertos y más sangre ya no solo en el campo, como bien lo observó alguien, sino también en las ciudades. Todo esto sin equilibrar las cargas y con el ánimo de no ceder un ápice de tierra y mucho menos de su dinero. ¿Ha de ser ese el camino?
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*David Arias Marín, estudiante de doctorado en literatura, docente y antropólogo de formación. Creador del blog Literarias. @Unavoz5