Un día en el monasterio

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María Teresa de la Santa Faz está sentada con los ojos cerrados frente a una custodia parecida a un pequeño sol, semejante a aquella que un ladrón honrado se robó en la población de Badillo; con los ojos del alma, sigue contemplando la custodia que ahora despide pequeños destellos producto de la luz que se filtra por un vitral. Dicho vitral de encendidos colores narra en cinco pasos el desplazamiento forzado que sufrió el hijo de Dios en su huida a Egipto; en él se ve a una joven mujer con un niño de brazos montada en un asno tirado por un jadeante hombre que camina sobre una duna infinita. Algunas abejas vuelan alrededor del pequeño sol adornado con flores de tonalidades suaves y pasteles. María de la Santa Faz es el nombre que ha adoptado la madre superiora del monasterio de las monjas clarisas de Magangué, aunque para el mundo o el siglo, como ellas le llaman sigue siendo Ruth Mery Molina. Este acontecimiento o nuevo nacimiento sucede el día de la profesión perpetua que lo hacen “per saecula saeculorum”.

Se levantan a las 4:00 de la madrugada enfundadas en un hábito café y de allí se aprestan a cumplir las responsabilidades del nuevo día. Detrás de una pequeña buhardilla, se escuchan jaculatorias en latín y castellano; es la primera oración del día llamada oficio divino. En un costado lateral, está la imagen de Santa Clara, su fundadora, con una hostia en la mano, aquella joven que acompañó a Francisco de Asís en la empresa más temeraria después de la Jesucristo en medio de los mortales: cambiar el egoísmo por amor. Un crucifijo doliente como el de la pintura de Goya preside el altar; debajo hay cosas más terrenales – bancas en madera, un libro de canto, una campanilla que ellas repican interminablemente cuando el sacerdote o diácono eleva el pequeño sol sobre la bóveda de la capilla tapizada de estrellas – .

El teléfono negro modelo 1970 repicó varias veces antes que la monja lo descolgara; del otro lado del auricular se escuchó la voz de una mujer que pedía oración por un hombre al que la diosa Temis había llamado a rendir cuentas. Dicho hombre, según confiesa la mujer, permanecía detenido en su parcela de 1500 hectáreas. La anterior y muchas llamadas se dan en el transcurso del día en la abadía pidiendo intercesión; la hermana va anotando pacientemente en una pequeña libreta los nombres de las personas y situaciones por las que van a abogar. Son monjas de clausura, no tienen radio, televisión, ni mucho menos Internet, viven metidas en su mundo interior, dando fe del lema que hay a la entrada del convento: “los contemplativos evangelizan orando”.

El día que fui a visitarlas, me atendió una de ellas, una mujer silenciosa que casi nunca habló sino le preguntaba algo; intuyo que esto se debe a la regla de oro de los contemplativos, inspirados en la regla en san Benito, padre del monaquismo en occidente, de guardar silencio, de la economía de las palabras, de hablar las 24 horas con ellas mismas y el trascendente.

– Madre, ¿porque no tienen radio ni televisión? fue mi pregunta. Su respuesta fue muy práctica:  – “porque casi nunca nos queda tiempo” – .

Y acto seguido empezó a enumerar un rosario de ocupaciones: rezar, tejer, bordar, hacer panes, ostias…

Concluí: “caminar con una cesta debajo el brazo en el infernal sol de las dos de la tarde en la ciudad de Magangué, vendiendo rifas, ofreciendo escapularios” …

 – ¿Sí sabía que Magangué tiene un presupuesto anual de 200 mil millones de pesos y que la ciudad sigue postrada hace más de 20 años? – seguí preguntando – .

Ella seguía en silencio, me miraba y bordaba; con el juego de agujas en sus manos y el brocado casi finalizado, semejaba a Penélope esperando por 20 años a su esposo Odiseo, rey de Ítaca. Esperaba encontrar algún gesto de reproche o indignación en su rostro, o que su respuesta iba a desembocar en:

“Con ese dinero ya se hubiesen hecho varios conventos como éste”.  Pero no… siguió silenciosa, bordando, no pronunció palabra alguna y, con mirada indulgente, me invitó a que me arrodillara en silencio a su lado y suplicara a Dios por todos esos hijos que se han equivocado de camino porque, según ella, “es el único que puede cambiarlos”.

Al final de la tarde, el bordado ya estaba terminado; se veía, elaborado con maestría, el rostro sufriente de un hombre coronado de espinas. Qué lección tan grande recibí ese día … por razones de este oficio, “el más lindo del mundo”, como lo definió el hijo del telegrafista, a veces formulo muchas preguntas.

Ingresan al convento a la edad de 17 años y la formación la inician con una etapa llamada el “aspirantado”, seguida del “postulantado”. En dos años y medio, realizan el “noviciado”. En esta etapa conocen a profundidad la vida de la fundadora; es la etapa más deseada por ellas porque se preparan para los votos “simples o temporales”.

A las 6:00 de la mañana, se escuchan nuevamente los murmullos detrás de la buhardilla; es la nueva oración que acompañan con una salmodia cantada llamadas “laudes”. A las 7:00 a.m., se asoman furtivamente por la buhardilla para escuchar la misa que un curita de la ciudad viene a celebrarles sagradamente todos los días.

Este día tenía una connotación especial. Se alegran profundamente cuando el capellán un hombre entrado en años de sienes plateadas les pide que sigan orando por el papa Francisco.

Según me comentó este hombre, ellas no imaginan el fuerte ataque que está recibiendo Francisco por parte de una jauría de mastines de tufillo ultraconservador que quieren sacarlo a sombrerazos del solio de Pedro. En Francisco, me dijo el religioso, se podía aplicar el texto de las bienaventuranzas narradas por un pecador y cobrador de impuestos para el imperio romano llamado Mateo, arropado por la misericordia del nazareno: “Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y digan toda clase de mentiras por mi causa, alégrense y regocíjense porque vuestra recompensa será grande en el cielo”. En un desnudo y austero comedor, desayunan en silencio; el olor exquisito a pan aliñado que sale del interior es embriagador. Una de ellas rompe el silencio y comenta que el convento lo están construyendo a fuerza de panes, rifas, bordando ornamentos litúrgicos. En fin, suspira, denotando en su mirada una profunda bondad que otea la lejanía: “confiamos en la divina Providencia”. El silencio es total, algunas aves como mirlas y azulejos inician su concierto. Desde afuera, se observan los pórticos medievales del segundo piso donde varias de ellas caminan meditativas con camándula en mano.

A las 9:00 de la mañana, un órgano musical arranca unas bellas notas, las monjas interrumpen sus quehaceres para rezar una oración llamada “tercia”; se le denomina así porque es la tercera hora litúrgica del día. Después del almuerzo, tienen una hora de recreación; tuve curiosidad por preguntarles en qué la ocupaban y entre bromas y sonrisas una de ellas comentó:

– A veces jugamos fútbol.

Nunca pierden el sentido del humor y se les ve felices en todo momento. Faltando un cuarto para las 12:00 de la noche, como está escrito en la bitácora del día,  suena la campana para rezar la última oración, llamada “maitines”. Ésta lleva una especial intención que es ofrecerla por todos los que han extraviado el camino.

Desde el fondo del convento, sale una tenue música gregoriana; nuevamente se aprestan para la oración.  Son anónimas para el mundo y tal vez no opinen, ni conozcan, ni les interese, el despliegue mediático, publicitario que por estos días le hacen a los famosos del planeta. La felicidad para ellas es otra cosa, otro estado del alma, otra concepción de la vida, quizás superior a la que nosotros llamamos felicidad. El día va agonizando, la noche se avecina y sobre la lustrosa autopista que conduce a Magangué se encienden las luces voltaicas de neón de un motel; la dinámica de la vida, mientras acá se reza allá se peca.

*Ubaldo Manuel Díaz, sacerdote. Premio APB de periodismo Pluma de Oro 2018 -2019, Barrancabermeja. Premio Nacional de Cuento y Poesía Ciudad Floridablanca.

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