Violencia con tapabocas

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El tapabocas puede proteger contra el Covid, pero no es antibalas.

¿Qué ha pasado con la violencia en las zonas más conflictivas en Colombia? ¿Qué sucede un mes después de las manifestaciones de la Alta Comisionada de Derechos Humanos de Naciones Unidas Michelle Bachelet? ¿Acaso la violencia también se protege con medidas sanitarias?

Estas dudas surgen a partir del seguimiento de las variadas alocuciones del presidente Iván Duque en donde pareciera ser que la coyuntura por el Covid-19 ha eclipsado realidades que persisten en las zonas rurales y más afectadas por el conflicto.  

El 24 de abril de este año, la Organización de las Naciones Unidas dio a conocer en un comunicado de prensa la carta redactada desde la oficina de Michelle Bachelet, la cual señalaba con urgencia los fenómenos de violencia y terror que se están desplegando por el Covid-19 en Colombia. Se mencionó cómo los grupos armados toman provecho de la situación para seguir propagando amenazas, perpetuando crímenes y asesinando líderes sociales, indígenas y agricultores.

Los grupos armados han adquirido, en la coyuntura, una oportunidad para solidificar su control en las zonas más remotas y sometidas por la beligerancia. Prueba de ello es el anuncio amenazante del frente “Oliver Sinisterra” , en las poblaciones aledañas a Tumaco, que se dirigía a la comunidad y les ordenaba un toque de queda con repercusiones mortales de no cumplirse, asumiendo desde el poder represivo facultades soberanas.

Otras investigaciones de Human Rights Watch señalan cómo en el sur de Bolívar, en donde hay una presencia significativamente débil del Estado, existen comunidades que sufren el aumento de amenazas y ultrajes de forma deliberada. De esta forma se vive un doble flagelo, por una parte la incertidumbre y las repercusiones que la misma coyuntura trae consigo y, por otra, las tensiones de violencia generadas por los grupos armados. 

La pandemia no puede convertirse ni en excusa para la consolidación del control zonal de los grupos armados, ni en un dispositivo que invisibiliza otras problemáticas por la carga mediática que demanda. La violencia no es inmune a las más extremas medidas sanitarias y tampoco al más extenso de los confinamientos. Todo lo contrario: se aprovecha de la carencia en la coordinación regional y estatal, solidificándose en los vacíos que deja el Estado.

La carta de Bachelet publicada hace un mes y las preocupaciones de Human Rights Watch son crónica de una muerte anunciada de lo que sucedió, sucede y seguiría sucediendo. La violencia no cesa y las comunidades vulnerables están viviendo un calvario que se aumenta en provecho de la pandemia. Otro ejemplo, como si hicieran falta, ocurrió el 26 de abril cuando la junta de acción local de la vereda Vitoyó, en el municipio de Jámbalo, denunció la incineración de un centro de educación indígena para niños. Un hecho reprochable que otorga una mirada hacia la situación de urgencia y constante amenaza en la que se encuentra un grueso del país.

Aunque las medidas sanitarias de la administración de Iván Duque frente a la pandemia han sido relativamente acertadas, han sido insuficientes frente a las necesidades de seguridad y cubrimiento en las zonas de conflicto. Sería bueno recordar que, en uno de los países más desiguales del mundo, “las medidas generales” caen en una condición de imposibilidad para una sección representativa de la población. Por eso, es necesario hacer una crítica frente a la poca visibilidad y carencia de seguimiento que se le ha dado a los crímenes deliberados contra las comunidades en riesgo. El tapabocas puede proteger contra el Covid, pero no es antibalas.

*Santiago Quintero, comunicador social de la Universidad Javeriana, publicista, diseñador. @Santiag13233870

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