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Un libro de culto que nos exhorta a ver el árbol que distorsiona el tiempo, el árbol que tenemos enfrente, aquel mensajero auténtico de la naturaleza.

Hace poco, cuando recorría con parsimonia la librería del barrio, encontré lejos de la estantería de novedades un ejemplar del ensayo “El árbol” de John Fowles. Me pregunté si, ante la fragilidad del mundo, los libros que hablan de la naturaleza pueden sustituir el anhelo de un paraíso verde o, incluso, sofocar la sensación de habernos convertido en humanos despiadados. Me di cuenta que el jardín casero jamás logrará ahogar las culpas globales.
Imagino que estos confusos sentimientos son obvios en tiempos de postpandemia, llenos de ganas de montaña y aire y a los que se contraponen la desesperanza por la deforestación en el Amazonas y el plástico flotando como islas sobre los mares. No es casual, entonces, que esta crisis climática induzca a filósofos y poetas a narrar y dibujar con exuberancia la belleza del mundo natural. Las librerías están llenas de manuales de jardinería o herbarios ilustrados que buscan redimirnos.
Me devoré el texto de Fowles. Es un relato meticuloso, poético, lleno de sugestivas asociaciones a los recuerdos y espacios de su infancia. Lo publica en 1979 a sus cincuenta y pico de años cuando ya estaban bien vividas las dos décadas de la psicodelia y la liberación. El ensayo comienza en el jardín de su padre, un jardín donde los manzanos y perales eran podados con excesivo esmero y sus frutos circulaban por los mercaditos de la clase media inglesa. Fowles devela su abismo con la casa paterna; es decir, mata al padre para descubrir su propio lado “salvaje” y, así, sacudirse la manía familiar de sentir que el “backyard” de su casa en Essex debería ser, ante todo, algo útil. Es claro que su sentido de vida estaba lejos de la tienda de tabacos que su padre tenía en Londres y, como buen seguidor de Sartre y Camus, arremete contra el prototipo de un individuo moderno y ambicioso. A la idea de utilidad le contrapone la urgencia interna de sumergirse en el caos verde. Se pregunta si podríamos vivir de un modo distinto, sin ladrillos y sin afanes.
Leer hoy “El árbol” es una bofetada porque es ver que el futuro de Fowles ya está aquí, la destrucción sigue sucediendo: “A diferencia de los tiburones blancos, los árboles no poseen la capacidad de defenderse cuando se les ataca”, dice. Triste y, acto seguido, como una perla reluciente en un pantano, el ensayo nos lleva a la relación entre lo indescifrable y el acto poético. Explora el nexo entre los bosques y el viaje literario, entre los recuerdos y lo que dejamos olvidado en la infancia. Para crear, insiste, hay que escuchar el rugido del salvaje mundo interior; para crear hay que ser la anarquía y recobrar el tiempo. Es la experiencia directa, la manera de percibir y el arte lo que pueda salvarnos. Tal vez.
Desde mi ventana, veo el sauce verde amarillo de la esquina, rodeado de rejas, un árbol en el que nadie repara porque hoy son pocos los que levantan la mirada cuando caminan. Me deja sentir su conexión con la sabana de Bogotá, sus montañas, quebradas y mirlas, y escucho la invitación de Fowles a retirarnos dentro de la esfera más indómita del propio ser porque es como volverse hacia el misterio del lenguaje y de las palabras que son selva sin explorar. ¡Vaya relato potente para nuestros tiempos! Un libro de culto que nos exhorta a ver el árbol que distorsiona el tiempo, el árbol que tenemos enfrente, aquel mensajero auténtico de la naturaleza. Ojalá no sea demasiado tarde.
*Diana Castro Benetti. Economista, bogotana y fanática lectora. Autora del libro “Los Días. Éxtasis, poesía y libertad”. Directora Ejecutiva en la Fundación Malpensante. @DCastroBenetti