El carrito de la filosofía

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Esa frase, no sé por qué, permaneció por muchos años deambulando, enseñando filosofía por las polvorientas calles de dicho municipio.

Créditos: Courtney Cook

Uno de los primeros filósofos que conocí cuando niño, fue un vendedor de helados. Si, un vendedor de conos. Era un hombre macizo y silencioso, de pulidos bigotes parecido a un duque zarista. Ese filosofo empujaba un pequeño carro bajo la canícula de la tarde por las polvorientas calles de un municipio del caribe colombiano. Ese carro tenía por el frente y por los costados una llamativa frase: “no sé por qué”. Los niños y transeúntes que degustaban sus deliciosos conos, que eran los únicos en la región, le interrogaban el porqué de la frase; no respondía palabra alguna y seguido abría un tanque de aluminio empotrado sobre el improvisado carrito del cual evaporaba un aliento glacial, de ahí sacaba con una cuchara de aluminio una crema de vivos colores parecida a un arcoíris que untaba con maestría sobre conos que se podían comer. La verdad nunca me pregunté en que material eran elaborados. Al fondo donde se parqueaba “el carrito de la filosofía” existía una legendaria cancha de futbol llamada “la bonga”, donde algunos equipos de futbol guerreaban bajo el sopor intenso de la tarde, esa cancha o remedo de estadio no poseía graderías, solo unas líneas marcadas por cal de manera artesanal para que los espectadores no invadieran el campo. O seguramente para corregir el rumbo de la pelota; correteada por un diminuto hombre sacado de una caricatura quien fungía como réferi de esos encuentros.

Ese hombre portaba un desteñido uniforme donde sobresalían las cuatro letras de la rectoría del futbol mundial. Seguramente ese organismo internacional no sabía que existía ese hombre o le importaba un carajo, le era indiferente, o tal vez era un remedo lo que hacía ese diminuto y curioso personaje. Un grupo desarrapado de niños indiferentes al juego de los adultos jugaban a policías y ladrones sobre las calles que quedaban alrededor de la cancha. Muchos años después lo volví a ver, su pequeña microempresa al parecer había crecido, sus hijos, unos cachorros silenciosos igual que el, empujaban varios carritos con otra inscripción novedosa que decía: “que digan lo que quieran”. Esa frase, no sé por qué, permaneció por muchos años deambulando, enseñando filosofía por las polvorientas calles de dicho municipio, algunos grupos reunidos en las esquinas bajo la sombra de los almendros, los entendidos de la filosofía de la vida al verlo pasar conjeturaban sobre las frases del carrito de la filosofía. No sé por qué, fue la frase preferida de chicos y grandes en esa olvidada población, y no estaban lejos en encontrar muchas respuestas a sus vidas, ya que al ver pasar el carrito de helados los ponía a reflexionar sobre el porqué de la vida, de las cosas, principio y fin último de la filosofía.

Detrás de una cerca desportillada el hombre que nos ponía a pensar, todas las tardes se enclaustraba en una calurosa habitación, parecida a un laboratorio de alquimia, ahí preparaba cuidadosamente los ingredientes de sus helados, y meditar en la próxima frase que deambularía por las desoladas calles. Afuera el sol caía como plomo, a un lado de esa habitación, el carrito de la filosofía permanecía ladeado, volcado hacía un callejón, mientras uno de los cachorros lo lavaba y despercudía con un chorro de agua salido de una estriada manguera perecida a la trompa de un elefante. Ahí permanecía en estado de abandono hasta el día siguiente cuando lo alistaban para salir a las calles con su carga de alegría y filosofía.

*Ubaldo Díaz, Sacerdote. Premio nacional de cuento y poesía ciudad Floridablanca. Premio de periodismo pluma de oro APB 2018 – 2019 – 2022 – 2023 – 2024. En las categorías prensa escrita (crónica, perfil, reportaje), email: [email protected]

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