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En estos días cuaresmales, el breviario recomendaba esa historia dramática narrada en el libro del génesis donde se encuentra la historia de un joven hebreo llamado José vendido por envidia, por sus hermanos a sus enemigos en veinte monedas de plata.
Lo tomé entre mis manos y con júbilo le estampé un beso. Había viajado más de cuatrocientas millas en medio de los revoltijos de un furgón que recorren las maltrechas carreteras de este país o seguramente en las entrañas de un tiburón de vientre plateado que vuela a treinta mil pies de altura. Poco importa por donde había llegado, el asunto es que reposaba en mis manos sano y salvo. En días pasados le había escrito a mi madre para que buscase en mi biblioteca personal el ejemplar “José y sus hermanos” de Thomas Mann. Le dio la orden a una de sus nietas, esta fue presurosa y lo bajó de uno de los anaqueles. La anterior petición se la había hecho porque en estos días de cuaresma en el “breviario”, libro de oraciones del siglo XI que los curas que aún le obedecen a Francisco llevan a todos lados para realizar sus meditaciones personales, entre las miríadas de estas últimas sobresalen los coloquios de Agustín de Tagaste, Ambrosio de Milán, Juan Crisóstomo a quien le llamaban “boca de oro” por la contundencia de sus exhortaciones, Pedro Claver, Teresa de Ávila, un tal Juan de Cruz, místico español el cual en su monumental obra de 1.300 páginas compuso un poema, llamado la noche oscura del alma…. Digo los que le obedecen a Bergoglio porque se acercan vientos de cisma entre la Iglesia de Roma y la iglesia del país donde es originario Tomas Mann. En estos días cuaresmales, el breviario recomendaba esa historia dramática narrada en el libro del génesis donde se encuentra la historia de un joven hebreo llamado José vendido por envidia, por sus hermanos a sus enemigos en veinte monedas de plata. Al final José se sale con las suyas. Lo que es el breviario para los religiosos y religiosas es el “vademécum” para los médicos, se convierte casi en una extensión del cuerpo. Cuando abrí el envoltorio en el que venía recubierto apareció la primera parte de la tetralogía del escritor alemán, era un libro de tapa dura, de un azul desteñido, que un amigo me regaló hace años y tenía la urgencia en volver a leer. En el anverso del libro tenía escrita mi dirección y al lado quien lo remitía, noté que no era la letra de mi madre, ya que su caligrafía es igual a un jeroglífico egipcio que solo sus hijos con el paso de los años hemos podido descifrar. Alguna vez con la paciencia agotada la acompañé a las oficinas de un notario, donde iba a realizar no sé qué tramite. “El abogado del diablo” así les decían a algunos de ellos en la época paramilitar cuando elaboraban escrituras fraudulentas legalizando predios adquiridos a sangre y fuego por esas despiadadas hordas que actuaban sin Dios ni ley; el certificador de la fe pública le había largado un mamotreto de papel y ella estampaba su rúbrica con toda la paciencia del mundo, no tenía afán, este último la miraba en silencio y exasperado, ya que por su culpa le estaba haciendo perder plata, al final la miró con condescendencia, adivinando lo que pensaba el tinterillo le dijo abrumada: “esa es mi firma, no tengo otra”. El notario se alejó del mesón malhumorado y con una diminuta mujer remitió las mismas cuartillas de papel donde aparecía su autógrafo casi o peor que el de mi madre. Salimos del despacho notarial y caminamos en silencio por una solitaria avenida, antes de cruzar la calle murmuró la frase de Poncio Pilatos: “lo que está escrito, escrito está”.
*Ubaldo Díaz, Sacerdote. Premio Nacional de cuento y poesía ciudad Floridablanca. Premio de periodismo pluma de oro 2018 – 2019 – 2022. Email: [email protected]