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La política criminal no puede seguir siendo reactiva y pensada como una política penal. Debe pasar a una propuesta que, con el liderazgo de las autoridades locales y la comprensión del delito por parte de la Policía Nacional, integre iniciativas de políticas sociales, con un enfoque mixto de zanahoria y garrote.
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El deterioro de la percepción de seguridad urbana en Colombia se ha visibilizado en las últimas semanas a través de las redes sociales por el aumento significativo de delitos de alto impacto como la extorsión, el hurto en todas sus modalidades y los homicidios. De acuerdo con la encuesta de Invamer publicada en abril de 2021, el 93% de los colombianos encuestados manifestó el crecimiento de la inseguridad en sus regiones. La percepción al respecto es incluso más alta que la que tenía el país en noviembre del 2020, especialmente en zonas como la región Caribe. Ello se encuentra también acompañado de una sensación de impunidad que estaría llevando a la ciudadanía a no denunciar.
Con base en los datos del Sistema Estadístico Delincuencial de la Policía Nacional, en 2020 y hasta el 30 de agosto de 2021, en la región Caribe se registraron 3.376 homicidios, 34.838 casos de hurto a personas, 1.394 casos de extorsión, 17.542 casos de violencia intrafamiliar y 7.665 delitos sexuales. Aunque el comportamiento de algunos delitos como el hurto a personas ha disminuido en relación con el 2019, en gran medida por las restricciones impuestas por la pandemia, existe un aumento de la percepción de inseguridad en la ciudadanía. Esto podría deberse a que el número de casos sigue siendo alarmante y a que existe un alto subregistro, producto de la renuencia de los ciudadanos a denunciar ante la ineficiencia del sistema judicial y los procesos de legalización de captura, además del crecimiento despiadado de lo que hemos denominado “el contador de la muerte” que, por ejemplo, en Santa Marta, a corte del 3 de noviembre de 2021, asciende a 145 homicidios.
¿Qué es lo que está pasando en la región Caribe? ¿Por qué el hurto, la extorsión y los homicidios parecen estar desbordándose? Peor aún, ¿por qué la respuesta institucional no da garantías, ni resultados contundentes a pesar de que expertos y defensores de derechos humanos hemos demostrado y alertado sobre cómo el proceso de expansión y reconfiguración del Clan del Golfo y de otros grupos armados organizados – GAOs – han desencadenado una disputa por el territorio y el control de las rentas criminales del narcotráfico, microtráfico y lavado de activos en la región Caribe, principalmente en Santa Marta, Barranquilla y Cartagena?
Al respecto, 360-grados.co publicó una investigación sobre la guerra entre organizaciones criminales en Barranquilla y como está siendo liderada por criminales de alto perfil y exparamilitares, cuyas “oficinas de cobro” se encuentran divididas, enfrentándose además con estructuras como las del Clan del Golfo y carteles como el Tren de Aragua. Durante el último mes han generado cobros de extorsiones a comerciantes y empresas de buses hasta por 300 millones de pesos.
En Santa Marta, el panorama es similar en cuanto a la guerra entre las Autodefensas Conquistadoras de la Sierra Nevada y el Clan del Golfo, quienes se disputan las mafias ilegales y generan sin piedad sus ajustes de cuentas en el territorio. Estas guerras producen fronteras invisibles, amenazas, desplazamientos y el reclutamiento de niños, niñas y jóvenes que terminan como repartidores en el microtráfico. Esta situación, junto al pandillerismo local, las bandas criminales, el accionar en el territorio de Ex975 (ex paramilitares acogidos al proceso de Justicia y Paz, que luego de pagar sus condenas salieron a delinquir) y una inmensa debilidad institucional por parte de las autoridades nacionales y a nivel local, que no coordinan acciones a través de la política pública, hoy nos tienen sumidos en una crisis de seguridad en la región Caribe.
Empero, los análisis criminológicos del comportamiento de estos delitos de alto impacto, proporcionados por la Policía Nacional a través de su sistema estadístico (que además es público) y el análisis del contexto que los acompaña en relación con el narcotráfico y el accionar de las estructuras neo-paramilitares, no es tenido en cuenta para el diseño e implementación de las acciones por parte de los entes territoriales, autoridades competentes y de articulación en la política criminal.
Infortunadamente, en los municipios no se están desarrollando las acciones de prevención y disrupción estructural del delito que, con capturas de alto impacto, eviten que las organizaciones sigan mutando y creciendo. A esto se le suma que el sistema judicial no está funcionando como es debido y, por ende, no hay garantías efectivas para lograr condenas en delitos graves como el homicidio; nuestras capacidades para desarrollar labores de inteligencia e investigación criminal son débiles ante la necesidad de conocer a fondo a qué se están dedicando las organizaciones criminales, cuáles son las rutas del narcotráfico, dónde se guarda y distribuye la mercancía en el caso del microtráfico, quiénes son los verdaderos titiriteros debajo de los operacionales y cuáles serían los golpes estructurales al lavado de activos.
Evidenciando la inoperancia de las instituciones, que no han logrado recuperar el control administrativo, judicial y policial del territorio. En consecuencia, el aumento de la criminalidad es una de las preocupaciones más grandes que tenemos quienes nos dedicamos al activismo y liderazgo social por las implicaciones que tiene en materia de derechos humanos. Lo cual debe ser también una prioridad para el Estado, por el impacto en la calidad de vida de los colombianos, los costos para el sector privado y empresarial y el gasto público, cuya inversión no está garantizando la efectividad y disminución de las conductas delictivas
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Por otro lado, existe una estrategia por parte del Gobierno de golpear objetivos de alto valor estratégico, que termina siendo efectiva solo mediáticamente y de manera temporal, pues no es acompañada de intervenciones integrales en los territorios, produciendo una calma momentánea. Por ejemplo, el pasado 23 de octubre de 2021 fue capturado en Dairo Antonio Úsuga David alias Otoniel, identificado como el jefe máximo del ‘Clan del Golfo’, cuya aprehensión es sin duda alguna un golpe estratégico contra el crimen organizado. Esta captura no significa “el mayor golpe al narcotráfico en décadas” como lo anunció el presidente Iván Duque, ni un cambio estructural en las dinámicas del Clan del Golfo ya que las rentas criminales y el territorio, siguen bajo su control. Si bien es una captura importante, no supone el fin del narcotráfico, ya que poseen una estructura con gran capacidad de sucesión y en la que ya se estaría posicionando como nuevo jefe el segundo al mando, Jobanis de Jesús Ávila, alias “Chiquito Malo”.
De esta manera, el Gobierno ha insistido en implementar una política criminal reactiva, en la que se privilegia el modelo penal del castigo y no se garantizan el acceso a justicia, ni las capacidades para que, desde el sistema carcelario, puedan darse los procesos de resocialización e integración social de los reclusos, para reducir el comportamiento de los delitos.
En gran medida, esto obedece al hecho de que si bien, en términos discursivos la política criminal en el país enuncia como prioridad la prevención de delito, las acciones concretas están orientadas casi que exclusivamente en la detección y corrección de los actos punibles. Expertos como Gómez y Zapata (2020) han explicado que esto revela una relación lineal entre los componentes del sistema penal colombiano, basada en la idea que una mayor definición y endurecimiento de penas a través de las leyes aumenta el número de denuncias y, por lo tanto, más capturas serán sancionadas y producirán más procesos judiciales.
En términos reales, lejos de lograr el objetivo, se genera sensación de impunidad por todas las denuncias que no consiguen imputaciones correctas y efectivas y que terminan por aumentar la desconfianza institucional y la naturalización del delito. A ellos se suma una política penitenciaria y carcelaria débil, que ha centrado su inversión en la ampliación de la oferta de cupos y de infraestructura, rezagando, por ejemplo, la ejecución de programas para la resocialización de los reclusos y que ha convertido a las cárceles en centros de operaciones desde los que se organizan extorsiones y homicidios selectivos y en los que, además, han participado miembros del Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario – INPEC -.
Desde el poder legislativo, se han realizado 20 reformas al Código Penal entre 2009 y 2017, en las que se han tipificado nuevas conductas punibles, aumentado penas y modificado causales, que, a la hora de la verdad, no han sido efectivos para la prevención y que, en la realidad, encuentran cuellos de botella en la capacidad de implementación por parte del Estado, ya que solo el 4% de las denuncias interpuestas durante el año, terminan con el ingreso del acusado al sistema penitenciario.
De este modo, se genera un efecto dominó en el que, al definirse más conductas punibles, se congestiona el sistema judicial y se sobrepasa la capacidad del sistema penitenciario para ejecutar las penas privativas de la libertad.
Paradójicamente, aunque el nivel de impunidad es alto y es pequeño el porcentaje real de personas que llegan hasta los centros de reclusión, la cantidad de sindicados y condenados sobrepasa la capacidad institucional y genera los problemas de hacinamiento en los establecimientos carcelarios de Colombia y que, en la región Caribe en departamentos como La Guajira, alcanza el 230%, en Magdalena el 178% y en el Atlántico el 81,6%. Esta situación impacta de manera negativa en las probabilidades de desarrollar exitosamente cualquier programa de resocialización y acompañamiento a los reclusos, quienes además estarían en condiciones que vulneran sus derechos humanos.
Tenemos, entonces, que el trabajo legislativo para cumplir con sus funciones debe partir de nuestro marco jurídico y constitucional para no generar populismo punitivo. Asimismo, debe fortalecer la capacidad del sistema judicial para procesar las denuncias y capturas para garantizar mayor efectividad y un equilibrio que permita que el sistema penitenciario no siga colapsando, llevando a la reincidencia y al fracaso de la política de resocialización e integración social a nivel nacional.
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La política criminal no puede seguir siendo reactiva y pensada como una política penal. Debe pasar a una propuesta que, con el liderazgo de las autoridades locales y la comprensión del delito por parte de la Policía Nacional, integre iniciativas de políticas sociales, con un enfoque mixto de zanahoria y garrote que incluya prevención y cultura de la legalidad y también la disrupción estructural del delito, que dé resultados importantes e incremente la operatividad y sinergia de entidades como la Fiscalía General de la Nación, la Policía Nacional, el INPEC, entre otros, para recuperar el control del territorio, disminuir la impunidad y recuperar la confianza ciudadana en las instituciones, las cuales deben ser por naturaleza las armas más eficaces en un Estado social de derecho para luchar contra la criminalidad.
*Norma Vera Salazar, defensora de derechos humanos, investigadora, activista de género. @NormaVeraSa