Memoria del fuego

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Veinticinco más fueron desaparecidas la noche del 16 de mayo de 1998 hace 25 años en la ciudad de Barrancabermeja en una de las horribles masacres cometidas por un comando paramilitar.

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Veinticinco años no fueron suficientes para que Leydy Guevara de 21 años, quien está sentada debajo de una calurosa e improvisada carpa de vivos colores parecida a la de un circo, olvidara un día como hoy. En sus manos sostiene un clavel morado como alguien que va a hacer una ofrenda. Su lánguida mirada se pierde hacia al fondo de una plazoleta donde varias fotografías de personas que se encuentran diseminadas por el piso son acompañadas de flores de claveles y no me olvides. Al fondo de la plazoleta, sobre una tarima hay una mesa principal con varias sillas vacías y tres banderas que ondean por la acción del viento, una mujer silenciosa está apoyada sobre la mesa y mira hacia todos lados seguramente esperando a los representantes del alto gobierno que nunca llegaron. Sobre un improvisado atril minutos antes una joven mujer perteneciente a un colectivo de víctimas de la ciudad llamado “28 de febrero” ha proferido un conmovedor discurso que hizo sollozar a los asistentes. Suena un clarinete, acompañado del “tam tam” de un ancestral tambor como símbolo de resistencia. Una mujer afro de turbante colorido baila y canta a todo pulmón una endecha triste. Los asistentes a ese evento contemplan en silencio las 32 fotos de las personas, siete de ellas asesinadas a sangre fría como en un capítulo extraído de la novela de Truman Capote. Veinticinco más fueron desaparecidas la noche del 16 de mayo de 1998 hace 25 años en la ciudad de Barrancabermeja en una de las horribles masacres cometidas por un comando paramilitar. Entre las fotos que mira la joven que sostiene el clavel están la de dos adolescentes quienes iban a cumplir dieciséis años y dos hermanos mellizos de veinte. El clarinete ejecutado de manera magistral por el hombre de rasgos afrodescendiente sigue sonando, ahora la mujer ataviada con ropa del folclor del pacifico baila y zapatea por toda la plazoleta llevando en sus manos una especie de vasija. Tambor y clarinete siguen sus pasos. Los asistentes la acompañan con las palmas. De su garganta sale un cantico de júbilo que hace conmover al improvisado auditorio. Leydy mira a la mujer y no aparta su vista de las fotografías y los ramos de no me olvides que a esa hora son remecidas por una suave brisa. Por la avenida motos y carros con sus conductores pasan raudos indiferentes a lo que sucede en ese evento conmemorativo. La joven que sigue sosteniendo la flor pertenece a un colectivo juvenil llamado “memoria del fuego” como en la trilogía de Eduardo Galeano. Este grupo de jóvenes se han encargado durante un cuarto de siglo en mantener viva la memoria histórica de sus seres queridos, ya son la tercera generación; porque algunos de los sobrevivientes de esa barbaridad han ido falleciendo, como fue el caso de Jaime Peña, líder durante muchos años del colectivo de víctimas del 16 de mayo. Papá Jaime, como cariñosamente le llamaban los miembros del colectivo, recorrió cielo y tierra preguntando qué pasó con su hijo de 16 años y por las demás víctimas que dejó esa horrible noche.

Papá Jaime partió hace un año a la eternidad dejando al colectivo con un vacío irreparable. Algunas personas como Zoraida Gómez y otras valerosas mujeres siguen en pie de lucha, en resistencia como ellas lo dicen en todo momento. Después de 25 años, la verdad sobre ese suceso les ha llegado a retazos, de manera fragmentada. A Zoraida le desaparecieron su esposo esa misma noche, un humilde vendedor de rifas y chanche que salió al bazar de la cancha del barrio El Campín donde sucedió esa macabra carnicería. Zoraida, pasados 25 años aún recuerda, la ropa que llevaba su compañero esa noche y el último gesto que le hizo, un ademan con una de sus manos indicándole que en unos momentos regresaría. Ella quedó preparando la mesa para cenar juntos. Nunca regresó. El trabajo de los jóvenes fundadores del colectivo “memoria del fuego” ha sido motivo de inspiración para que otros muchachos como ellos conformaran otros colectivos como son los “jóvenes constructores de paz”, “generarte” los cuales trabajan y tienen una incidencia fundamental en las comunas y barrios vulnerables de la ciudad donde viven la mayoría de ellos para preservar la memoria histórica que es una de sus grandes preocupaciones para las nuevas generaciones. Estos últimos están organizados en trabajo comunitario con niños y jóvenes en talleres de arte y cultura. Recibiendo el apoyo de entidades como el SJR, la iglesia con su pastoral juvenil, la red juvenil ignaciana de los jesuitas, un hermano llamado Diego del colegio fe y alegría. La red de víctimas de la ciudad. En estos muchachos se ven las ganas y la tenacidad para que esa dolorosa historia jamás se repita en las nuevas generaciones, como ellos, asqueadas por la violencia.

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─Esa noche el cielo lloró! “Dios nos ha dado mucha fortaleza para soportar esta barbaridad”, musita Luz Marina López, humilde mujer, madre de dos mellizos de veinte años que fueron desaparecidos esa noche. Un torrencial aguacero se desgajaba sobre la comuna siete de la ciudad, media hora antes una tanqueta de la policía apodada la “viuda negra” había hecho varios recorridos por las calles de la comuna, rondando por los lados en donde se desarrollaba un bazar para recoger fondos para una obra comunitaria. Sus pobladores no vieron nada raro en ello, ya que de vez en cuando hacía su aparición en el sector. Cuando el evento comunitario estaba nutrido de personas hizo su incursión el comando “para” quien dejó una estela de muerte de siete personas en el sitio y las restantes fueron desaparecidas.

Después de veinticinco años no se ha sabido de ellas.

Por las atezadas mejillas de Luz Marina resbalan dos “lágrimas secas” como alguna vez lo escribió el poeta Nicolás Guillen en una de sus elegías. Después de veinticinco años se pregunta ¿por qué les sucedieron esas cosas a sus hijos?, los dos mellizos, uno de ellos de profesión jardinero y su hermana, una joven que apenas intentaba ubicarse laboralmente en un almacén de la ciudad. Ha trascurrido un cuarto de siglo en la soledad, luchando a brazo partido como lo dicen todos los del colectivo.

La tarde va cayendo, Zoraida ayuda a levantar a Luz Marina de donde está sentada. A lo lejos un relámpago surca el firmamento, es presagio de que va a llover. Ambas mujeres salen caminando sin afanes, una apoyada en el hombro de la otra como dos seres que están por encima del bien y el mal, que lo han visto y contemplado todo en este valle de horror. Varias gotas de lluvias de desgajan en el ocaso, las primeras luces voltaicas se encienden sobre las calles y difumina a las dos mujeres que de espaldas se pierden al final de un callejón parecidas a la imagen del Quijote y su escudero Sancho contemplar a los desafiantes molinos de la comarca. Para Zoraida y Luz Marina y los demás miembros del colectivo, son los molinos del olvido.

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*Ubaldo Díaz, Sacerdote. Premio Nacional de cuento y poesía ciudad Floridablanca. Premio de periodismo pluma de oro 2018 – 2019 – 2022. Email: [email protected]

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