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Dedicado a mi padre.
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Se había marchado de casa. No recuerdo las circunstancias, días anteriores tuvo una dificultad con su esposa, quien fue nuestra madre, recogió sus pocos bártulos y se fue a la Alta Guajira en búsqueda de varios hermanos que hacía décadas habían trashumado a esa zona seguramente persiguiendo la bonanza marimbera, no puedo dar fe de eso. De lo que sí puedo dar testimonio es que algunos regresaban esporádicamente comprando este mundo y el otro, los más juiciosos se enriquecieron materialmente hasta mas no poder. Cuando esa riqueza llegaba a los herederos se esfumaba como por arte de magia. Uno de mis tíos maternos a quien le decíamos el judío errante, había recorrido el globo terráqueo y leído todos los libros del mundo. De sus manos siendo un niño, recibí madame Bovary, recuerdo mucho la caratula de esa edición pirata, en ella aparecía Emma de Bovary con mirada perdida y llena de satisfacción después de haber cometido adulterio – como decía mi madre -. El judío errante afirmaba en privado que mis otros tíos eran burros cargados con plata. Nosotros, los hijos de mi padre que aun éramos pequeños no entendíamos el motivo de su partida. Mi madre y él dirimían sus conflictos fuera de nuestro alcance. Lo que recuerdo es que de un momento a otro no lo vimos más, la pregunta obligada a nuestra progenitora era dónde estaba nuestro padre, ella siempre fue una mujer hábil en todo el sentido de la palabra y supo gambetear esa inquietud infantil al mejor estilo de un curtido futbolista: “su papá se fue a trabajar y va a estar mucho tiempo por fuera”. Cuando el asedio se hacía insostenible nos colocaba a leer las lecturas diarias sobre el reluciente mesón que en la mañana servía para labores culinarias y por la tarde se convertía en un ágora donde se dibujaba, leía, reía y se disertaba sobre las moralejas de las fábulas de Esopo y La Fontaine. Recuerdo que las lecturas con las que más nos regocijábamos eran “la zorra y la cigüeña”, “la hormiga y la cigarra”. Revolviendo una olla humeante rodeada por el matriarcado de mis hermanas, estas últimas pelaban, rayaban sobre una pequeña tabla raíces y tubérculos y luego con maestría los vertían en la olla incandescente, mi madre terciaba sobre la fábula de la zorra y la cigüeña y pontificaba sobre el valor de la amistad, la lealtad, de no creer de buenas a primera en las intenciones de las personas, y terminaba con una frase como sentencia: “el que es nunca deja de ser”; la segunda era la amistad de una hormiga y una cigarra, la primera cantaba y se divertía, y la otra trabajaba y atesoraba para pasar el invierno; mi madre tomaba como ejemplo la hormiga y hablaba sobre el valor del ahorro, de ser previsivos en la vida, la verdad disentía de ella porque a pesar de que la cigarra sucumbió al cruel invierno, murió feliz, cantando.
El grupo de niños nos mirábamos con asombro y desconcierto ante la respuesta ya un poco devaluada por parte de ella que nuestro padre había salido a un largo viaje, sabíamos que él tenía las posibilidades de hacer su trabajo cerca de su familia, y casi nunca se había ausentado de nuestro lado. Las veces que lo hacía, regresaba el mismo día y cuando se tardaba mirábamos ansiosos el camino por donde muchas veces aparecía montado en un corcel que tenía un lucero estampado en la frente. Uno de sus preferidos, corriendo salíamos a abrazar al hombre y a la bestia, el animal se sentía intimidado y resoplaba ante semejante invasión; tanta melosería de nuestra parte, él nos decía con dejo de severidad y broma: “tengan juicio, déjenme desmontar”, las alforjas de esa montura llegaban repletas de dulces y baratijas que conservábamos como tesoros. Ese olor a pan que nuestro padre emanaba cuando llegaba de viaje, era inconfundible.
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Pasados varios meses, ya casi nos habíamos olvidado de su presencia, una tarde solariega, permanecíamos todos en un mutismo existencial volcados sobre el mesón de nuestras lecturas y tareas escolares, mi madre estaba al fondo en silencio bordando o deshaciendo costuras al mejor estilo de Penélope. A esa hora casi siempre hacía lo mismo mirando de vez en cuando en la distancia a sus hijos que entretenidos leían, recitaban, escribían y borraban jeroglíficos sobre una vieja pizarra. De un momento a otro, un hombre alto, apuesto, de perfil romano, en mangas de camisa y sombrero de ala gacha parecido a un lugarteniente de al Capone, de piel bronceada por el sol de la guajira el cual le daba un aire de turista mediterráneo, entró y caminó por el centro de la sala con una radio grabadora en una de sus manos donde sonaba de manera intermitente la canción “un hombre solo” del juglar Jorge Oñate, magistral composición inspirada por uno de los grandes compositores del género vallenato Roberto Calderón. Es una de esas canciones que ninguna mujer de este planeta por muy grave que sea la falta proferida por el hombre amado, dejaría de perdonarlo. Ese hombre caminaba seguro por la sala canturreando e improvisando el estribillo de la canción.
Un hombre solo
No puede vivir
Un hombre solo
Se puede morir
Ese hombre que había entrado por ese salón con la dignidad de un príncipe que había sido derrotado en muchas batallas, era mi padre. Todos quedamos como piedras viendo al recién llegado canturrear una y otra vez el estribillo de la hermosa melodía.
El rostro de pedernal de mi madre, quien seguramente pensaba: “ni Roberto Calderón te salva”, mudó a una leve sonrisa y le ordenó a la hermana mayor del matriarcado: “dele de tomar algo a su papá”.
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*Ubaldo Díaz, Sacerdote. Premio Nacional de cuento y poesía ciudad Floridablanca. Premio de periodismo pluma de oro 2018 – 2019 – 2022. Email: [email protected]