Un día con el último líder social

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Hoy hemos retornado a nuestras tierras con el ánimo de cultivar paz; han sido muchas las personas y acompañantes que nos han respaldado en esta lucha que apenas comienza.

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Son las 5 de la tarde. Misael Payares Guerrero, octogenario guerrero de las causas sociales y pacificas se pasea de un lado a otro en la soledad de un “cambuche” parecido a la tienda de un beduino que permanece instalada debajo de varios árboles frondosos; después de unos minutos sale con carpeta en mano donde sobresalen hojas de papel troqueladas con sellos postales provenientes de una fría y burocrática oficina gubernamental. Con el peso de los años sobre su espalda, atraviesa a grandes zancadas el amplio tramo de árboles que lo separan de una rústica banca de madera donde varios hombres de rasgos nórdicos de una ONG internacional lo esperan y saludan efusivamente. Misael los mira con indulgencia, se sienta, se cruza de piernas, abre el cartapacio y ordena meticulosamente las hojas de papel que guarda celosamente como tesoro. Con aire de pontífice comienza a hablar; dentro de la misma tienda beduina un niño de brazos flota en una hamaca con ojos bien abiertos, escruta a Misael y a sus acompañantes como si no fueran de este mundo. Debajo de los grandes árboles en lo que parece ser una improvisada cocina, se escucha el susurro de varias mujeres acompañado de un ruido de loza; a lo lejos un trueno rompe el silencio de la tarde, Misael hace una pausa, acomoda sus lentes bifocales, lee algo que tiene en las manos, anota varios jeroglíficos, susurra palabras ininteligibles, se mete en un monólogo; sus interlocutores lo escuchan atentos y aguzan el oído para no perder detalle del diálogo. Anochece. Un nuevo relámpago parte el firmamento en dos, es signo de que va a llover, Misael lo sabe y queda extasiado unos segundos contemplando los negros nubarrones que se forman en el horizonte. En la distancia sobre los árboles centenarios se escucha el parloteo de varios loros, vuelan varios insectos buscando las primeras luces voltaicas, Misael se incorpora, está inquieto, toma aire y pontifica palabras que salen de sus labios como sentencia:

 “Los campesinos de Buenos Aires —sur de Bolívar―, entramos a la hacienda Las Pavas en el año 1997. Eran terrenos baldíos, muchos años atrás”, señala Misael.

― “Mi abuelo Eliseo Payares las fue civilizando poco a poco, luego las dividió en pequeñas parcelas, eso sucedió por allá en los años cincuenta”

Las mujeres han recogido la loza y en procesión silenciosa desaparecen en los “cambuches”; el niño de la hamaca trata de incorporarse, lloriquea y tira de la falda de una de ellas; Misael lo mira por encima del hombro con aire dulzón; los hombres de origen europeo se han acomodado en varias sillas y en silencio monacal escuchan al octogenario, que ahora parece reflexionar, baja la voz como si alguien pudiese escucharlo:

― “En el año 2003 entraron las autodefensas del bloque central Bolívar al corregimiento de Buenos Aires —señala algunas casas de palma—. Ese día incendiaron ranchos, arrasaron cultivos y dieron la orden a la población de desocupar el pueblo”.

El niño sigue sollozando agarrado de la falda de su progenitora que con voz afectuosa le cede algo parecido a una pelota; un joven silencioso de bigote incipiente que antes estaba alejado del cenáculo cambia de posición y se sienta junto al anciano, lo escucha hipnotizado; un perro famélico que dormía a los pies del octogenario se levanta fastidiado y lanza furibundas dentadas a varias moscas que lo molestaban, cojeando se pierde en la distancia; las primeras luces titilantes de color ocre se encienden de manera intermitente alumbrando el caserío, el joven que permanece al lado del viejo sonríe y murmura:¡ hágase la luz¡, los grillos cantan, el olor a hierba recién mojada embriaga; se escucha la voz de Misael que prosigue su relato y mira a una mujer de sonrisa tímida y rostro bronceado por el sol que hace su entrada con una pequeña bandeja que porta un termo con café humeante.

― “En el año 2007, cuando los ‘paracos’ se desmovilizaron —anota Misael— interpusimos un trámite ante la UNAT para que nos adjudicaran estas tierras”; al proferir la palabra “unat” el viejo masculla letra por letra como si estuviera haciéndole digestión; pensativo se despacha en contra de esa extinta e inoperante entidad del Estado.

— ¿Los de la unat o los del incoder?, le interrumpe un hombre que está alejado de la tertulia recomponiendo una motobomba. Misael lo mira y dice: “todos son la misma mierda, es el mismo marrano con distinto lazo”. El hombre sonríe indignado y vocifera algo que al parecer es una grosería que no se alcanza a escuchar, porque la motobomba que ha reparado inicia un ronroneo, al final se estabiliza en un tableteo semejante al ruido de una poderosa batería antiaérea. El sonido invade el lugar, la máquina succiona de un pozo de aguas subterráneas un líquido amarillento acompañada de barro que es vomitado por una gruesa y estriada manguera parecida la trompa de un elefante.

― “Los de la unat —prosigue el viejo— enviaron desde Cartagena varios funcionarios a hacer una inspección ocular a los terrenos para iniciar el debido proceso de extinción de dominio, y aquí tengo ese documento”; lo sacude en medio de la oscuridad, mientras mueve su rostro curtido por el sol en señal de indignación. “¡Aquí lo tengo!”, repite con vehemencia y señala unas hojas de papel que deslumbran ante la luz de la luna que ya ha asomado su rostro. Uno de los europeos, hombre espigado de mejillas rosáceas, sin dejar de mirar al anciano toma el papel en las manos; excitado por la curiosidad, lo observa detalladamente, llena un pocillo de café y se sienta nuevamente sin dejar de mirar al abuelo; la primera oleada de zancudos invade el lugar, el anciano hace un ademán e invita a los demás a resguardarse; al cabo de una hora, todos descansan en “cambuches”, los europeos en sus cómodos sleeping. El perro famélico aúlla, una estrella inmóvil brilla en el firmamento al lado de una luna brillante parecida a un plato de metal. La silueta femenina que llevaba el termo de café en las horas de la tarde cruza la soledad inmensa de la noche acompañada por el silbido de un pájaro noctámbulo.

La mujer de rasgos campesinos, con expresión beatífica en su rostro, viste sencillamente, su edad no llega a los setenta años; sentada en el tronco de un árbol susurra un himno parecido a una canción de cuna, la brisa húmeda que sopla desde el oeste acaricia su cabellera, al cabo de unos minutos se incorpora y camina hacia Misael que permanece sentado de espaldas al caserío con la mirada arrebatada y metido en sus reminiscencias esperando el nuevo amanecer; ese día llevaba una camisa celeste y pantalones negros un poco ajustados; ahí estuvieron por un largo rato uno al lado del otro mirando los inmensos cultivos de palma de aceite que se abrían ante sus ojos. Cultivos de palma que han sido el motivo de discordia con esta comunidad campesina.

(Texto relacionado: 1923)

Era un nuevo amanecer, ¿cómo sería el nuevo día en una comunidad de desplazados por la violencia?, algunos hombres tomaban el primer café de la mañana, otros para no perder la costumbre tomaban sus herramientas de trabajo y las preparaban, así no hubiese tierra donde cultivar; la mayoría deambulaban de arriba abajo, las mujeres de la tarde anterior canturreaban en un círculo himnos religiosos, otras menos devotas se dedicaban a los quehaceres culinarios, el viejo Misael que se ha mudado de ropa ahora viste un inútil chaleco antibalas que le baila en su frágil cuerpo, a su lado reposa un celular que casi nunca tiene señal; un hombre silencioso que la UNP le ha asignado lo acompaña a todas partes hasta para ir al baño, últimamente las amenazas en contra de su vida se han incrementado, en el último mensaje intimidatorio le recordaron que para la cabeza no existían chalecos antibalas; unido a eso, amparados en la penumbra, hombres armados les incendian ranchos y cultivos, envenenan las aguas para que mueran sus animales, el cerco a esta comunidad campesina de 123 familias es asfixiante.

Los europeos van llegando al árbol frondoso del día anterior; donde aparece grabada la imagen de un corazón flechado con dos nombres que un día se prometieron amor eterno; detrás de ese centenario árbol cuelga una rustica tablilla donde está escrito: “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos se llamaran hijos de Dios”. Misael mira su reloj, saluda con tímida sonrisa a todos, se deja caer en una silla, con una varita en la mano traza signos en el suelo donde aparece el mapa de la isla de papayal y su exterminio sistemático. Prosigue su relato de la tarde anterior:

― “En el año 2007 proseguimos el trámite de extinción de dominio; en agosto del año 2008 le escribimos al entonces presidente Uribe, relatándole la situación de nuestro caso y por medio de su secretaria privada nos respondió en un escueto comunicado que esas tierras ya estaban en proceso de extinción de dominio y delega a un abogado de la unat para el respectivo trámite”; el abuelo muestra una hoja de papel parecida a un pergamino donde al final se observa la rúbrica de Alicia Arango ex secretaria privada de Uribe.

― “En el 2009 ya estábamos asentados en la hacienda Pavas ubicada en el Peñón – sur de Bolívar, un día aparecieron unas personas en camionetas cuatro puertas mostrando unos títulos donde decían que eran propietarios de esas tierras. Ese día llegó el abogado o apoderado de esas personas, un hombre recio, con voz de trueno, acompañado de varios policías; nos amenazó y nos conminó a todos que desapareciéramos de ahí porque esas tierras ya tenían dueño”. Esas tierras, según se sabe, se las compraron a Emilio Escobar Fernández, primo de Pablo Escobar, recalca Misael. Hay un profundo silencio. “Desde ahí, desde ese mismo día empezaron los problemas con esas personas” —remata el viejo—. Guarda silencio mientras ve pasar por su lado a una sencilla mujer con un plato humeante lleno de plátanos y varios pescaditos encima.

― “Ese abogado —prosigue— venía cada rato a amenazar y a amedrentar; en ese primer momento hubo un amparo policivo de desalojo por parte de ellos —el octogenario se incorpora un poco, cierra los ojos y como buscando la fecha en su memoria—, musita: ese día fue… —¡el 19 de febrero del 2009!, le complementó el joven cachorro que había permanecido silencioso durante toda la tertulia y que no le había perdido movimiento en ningún momento al escolta de la UNP— …nos llegó una nota de la inspección de policía del municipio del Peñón – Bolívar, donde nos querían hacer firmar para el respectivo desalojo. Recurrimos en una acción de tutela ante un juez de San Martín de Loba – Bolívar, el cual falló a nuestro favor; ese fallo de primera instancia detuvo el desalojo; ellos, la contraparte, impugnaron esa decisión recurriendo a un juez de Mompox, el cual en segunda instancia les dio la decisión a ellos. Y ese juez dejó en firme el amparo policivo que nos desalojó el 14 de julio del año 2009, el cual no quiero acordarme” —concluye el viejo, hace una pausa, baja los ojos, su voz se quiebra, enmudece, toma asiento, hay un silencio—

Humillados y ofendidos

Las retroexcavadoras, en un ruido ensordecedor, escarban y empujan cambuches de un lado a otro, algunas braman, toman impulso botando grandes bocanadas de hollín; a su paso devoran y dejan regados techos de palma, girones de enseres y cuanto se cruza en su camino; se escucha el crujir de la madera despedazada por sus imponentes palas, hace calor. Cien metros separa a un grupo de campesinos, niños y policías enfundados en armaduras negras parecidos a guerreros medievales; estos golpean insistentemente sus “macanas” contra los resistentes escudos como en un ritual de guerra, avanzan, se acercan lentamente, la retaguardia va acompañada de otros policías con chalecos antibalas como si fueran a una guerra, los campesinos aterrorizados retroceden, se escucha el llanto de un niño, detrás se oye la voz de un oficial que ordena proceder al desalojo; tres curas de la región que han acompañado a los campesinos durante varios años, hacen cadena humana frente a los labriegos intentando impedir que los maltraten; después de algunas deliberaciones, y horas de tensión, los campesinos optan por salir pacíficamente con sus pocas pertenencias encima, en fila india van dejando las parcelas. Los policías finalmente toman el control de los predios mientras el abogado, enjugándose el sudor de la frente y respirando profundo, felicita a la fuerza pública por hacer cumplir la ley. “Ese día fue el día más negro para la comunidad” —musita Misael— recomponiendo su voz mientras sus interlocutores se miran entre sí y lo observan con cara de asombro. “Desde ese día empezó nuestro éxodo, vivimos dos años fuera de nuestra tierra”, optamos por iniciar nuestra lucha jurídica:

― “Una mañana lluviosa de marzo se aparecieron unas personas del Programa Desarrollo y Paz del Magdalena Medio con sede en Barrancabermeja y un enviado de monseñor Leonardo Gómez Serna, obispo de Magangué y su pastoral social, acompañados por dos abogados de la clínica jurídica de la Universidad Javeriana, a escuchar nuestra problemática. Ahí, en esa fría mañana se completó el proceso de acompañamiento. Hoy, después de varios años litigios y amenazas —suspira Misael— la Corte Constitucional, por medio de la sentencia unificada 655 del 26 de octubre de 2017, nos dio la razón. “Hoy hemos retornado a nuestras tierras con el ánimo de cultivar paz; han sido muchas las personas y acompañantes que nos han respaldado en esta lucha que apenas comienza. Entre las labores de estos campesinos está la siembra de comida, de pan coger para garantizar la seguridad alimentaria en la región y cien hectáreas de bosque para paliar el calentamiento global.

— “Tengo 80 años; si los violentos no me permiten seguir viviendo, no sé quién terminará mi legado” —mira al joven que lo ha escuchado toda la tertulia, este último se ruboriza y baja la mirada—

— “¡Soy Misael Payares; ¡esta tierra no me pertenece, pertenezco a esta tierra y espero que ella abra sus brazos algún día y me acoja en su seno!”. Las palabras de este frágil e inerme líder campesino tienen una fuerza cautivante, la fuerza del verbo, del Logos que a pocos mortales se les ha concedido; culmina el diálogo mostrándoles a los europeos el mapa de la aterradora cifra de asesinatos de líderes sociales en los últimos años en Colombia. Uno de los extranjeros le hace una obligada pregunta en un perfecto inglés británico: ¿does not feel fear? inquietud que es traducida por una silenciosa mujer que ha hecho de interprete todo el tiempo. Misael suspira y responde como si fuera una de sus últimas palabras: “una cosa es tener miedo, que todos lo tenemos y otra cosa es ser cobarde”. Un desarrapado niño interrumpe el coloquio en el pequeño cenáculo y se refugia en el regazo de uno de los últimos lideres sociales que la violencia ha perdonado en este país, el abuelo le acomoda su raído jersey y acaricia la amarillenta cabellera maltratada por el sol. El infante se adormece en sus piernas.

Otro de los europeos que lo ha escuchado, se levanta, da un rodeo y vocifera en un perfecto francés: “vous etes des personnes admirables”. Sobre la media tarde, Misael hace una pausa en su relato, el sol está en lo más alto del firmamento, hace calor, se desabrocha el chaleco antibalas, un puñado de niños corretean debajo de la floresta, Misael hace un giro, se despide y desaparece como había llegado.

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*Ubaldo Díaz, Sacerdote. Premio Nacional de cuento y poesía ciudad Floridablanca. Premio de periodismo pluma de oro 2018 – 2019 – 2022. Email: [email protected]

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