Réquiem por Keynes y por la reforma tributaria

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Que el pensamiento de Keynes  ilumine con algo de sensatez a un gobernante a quien, en mala hora todavía, le queda tiempo para seguir agobiándonos con sus disparates.

John Maynard Keynes (1883-1949) fue el economista británico que en los años 30 del siglo pasado logró oxigenar al capitalismo en el momento en que pasaba por la más grande crisis que hasta entonces se había vivido, luego de terminada la Primera Guerra Mundial.

En el mundo, las industrias estaban paralizadas, el desempleo llegaba a cifras inmanejables, los bancos habían perdido liquidez ante la imposibilidad de los acreedores de pagar sus créditos, las bolsas de valores se desplomaron, la pobreza aumentaba en todos los sectores. La depresión, no solo económica, cundía en todas las capas de población. Parecía el apocalipsis. 

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Hoy, en un contexto que ya se percibía crítico y vino a ser afianzado por la pandemia, vivimos una situación con características similares. Aunque con distintas magnitudes, la depresión económica afecta a todos los países del mundo, la quiebra o parálisis de las empresas no cede, la informalidad y el desempleo arrastran a millones de personas a la pobreza, la desigualdad crece y la crisis sanitaria sigue cobrando la vida de millones de personas. 

De acuerdo con el Fondo Monetario Internacional -FMI-, en 2020 la economía mundial se contrajo cerca de 4.5 puntos, siendo la peor caída desde la década de 1920. En su más reciente informe, la Comisión Económica para América Latina ­­–CEPAL-, da cuenta de que en América Latina, la región más afectada del planeta, en 2020 se cerraron 2,7 millones de empresas y se presentó una caída del 7.7% en su economía, la cifra más elevada durante los últimos 120 años. El número de personas pobres en la región pasó de 192 a 209 millones entre 2019 y 2020; de ellas, 78 millones se encuentran en situación de pobreza extrema, ocho millones más que en 2019.

En Colombia, por su parte, el DANE reportó una caída del 6,8% del PB durante 2020 y 3,75 millones de personas desempleadas, que corresponde una tasa promedio de desempleo de 15,9%, aunque algunas ciudades están por encima de esa cifra. La tasa de informalidad bordea el 65% y la pobreza monetaria aumentó de 29 % en 2019 a 31,5% a final de 2020, cerca del 30% de la cual está en situación de pobreza extrema, es decir, un 14,3% del total de la población del país. 

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El escenario es muy preocupante cuando la solución al tema de la pandemia se ve todavía muy lejos, a juzgar por la lentitud con que avanza el proceso de vacunación, especialmente en Latinoamérica.  A pesar de tener solo el 8,4% de la población mundial, participa con el 28% de las muertes por Covid-19 y solo el 3,2% de la población ha recibido las dos dosis de la vacuna. Sería más rápido si no hubiera acaparamiento por parte de los países ricos -el 80% de la producción ha sido comprado por ellos- y si frente al cálculo egoísta de los laboratorios que controlan las patentes de producción se prefiriera la vida de los millones de seres humanos de los que nos estamos despidiendo mientras se llenan sus arcas. Ése, el de la quiebra ética y moral de los que subsumen la vida al cálculo económico es, más que la pandemia, el peor desastre de la humanidad.  

Pero preocupa también la incertidumbre que existe sobre lo atinadas o no que puedan ser las medidas de los gobiernos, tanto para impulsar la recuperación de las economías como para dar respuesta a los enormes problemas sociales que la crisis sanitaria ha ido acrecentando. Lo cierto es que la recuperación no será en el corto plazo y el desafío supera cualquier cálculo que las lógicas tecnocráticas de las oficinas de planeación pudieran presentarnos. 

Como parece estar ocurriendo ahora, por lo menos en Colombia, la teoría económica vigente en la gran depresión de los años treinta se quedó sin bases para dar una respuesta adecuada a la solución de la crisis. Los llamados economistas neoclásicos, entonces en boga, partían de que el libre albedrío del mercado se encargaba de generar los ajustes y llevar la economía a situaciones de equilibrio. Las crisis se consideraban transitorias y los mercados de trabajo, de bienes y servicios, de capitales, principalmente, encontrarían por sí mismos y llegado el momento su punto de estabilidad. 

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En consonancia con lo anterior, el rol del Estado era secundario e incluso su intervención se consideraba contraproducente para la buena marcha de la economía. Allí se centra el punto nodal de lo que hoy se conoce como neoliberalismo.  

Fue entonces cuando Keynes, retando los postulados neoclásicos, puso sobre la mesa nuevos propuestas que, aunque con resistencia, fueron asumidas por los gobiernos de las grandes potencias y de prácticamente todos los países. Se apartó de la tesis de la transitoriedad de las crisis, desestimó el poder del mercado para corregir por sí mismo las fallas y reivindicó el papel del Estado para moderar los auges y caídas de la actividad económica.

El punto sustancial de Keynes es que la dinámica de la economía descansa en el hecho de que haya los niveles de demanda suficientes para absorber la capacidad productiva y garantizar los canales por donde fluyan los mercados de bienes y servicios y, en otras palabras, contar con consumidores con ingreso disponible y capacidad de compra, lo que el mercado por sí solo no resuelve. De ahí el papel fundamental del Estado a través de políticas, especialmente fiscales, que incentiven la inversión y eviten el encarecimiento de los bienes de consumo, de los equipos, insumos y materias primas para mantener en vigor las dinámicas productivas y corregir además los desequilibrios sociales. 

Contrasta lo anterior con la propuesta de reforma de tributaria presentada por el Gobierno al Congreso de la República, que eufemísticamente llama de solidaridad sostenible. Una reforma que vuelve a golpear a los sectores medios y de más bajos ingresos, en cuyos hombros quiere descargar el peso del desequilibrio entre los ingresos y gastos del Estado, que se busca atribuir a los efectos de la pandemia, pero que en realidad es el resultado de un manejo equivocado de sus finanzas, expresado en el despilfarro, la corrupción, el gasto inoportuno e innecesario, entre otros en burocracia, y la cantidad de exenciones que se mantienen sobre los niveles empresariales de más alto rango. 

Contrario a lo que expuso Keynes, la propuesta del Gobierno, antes que alentar el crecimiento de la economía profundizará la crisis. La idea de extender el IVA a bienes de consumo básico, gravar los  servicios públicos y extender el impuesto a la renta para un mayor número de asalariados, en un momento especialmente tan crítico, limitará más la capacidad  de crecimiento de la demanda y con ello la posibilidad de que el país se conduzca por una senda de crecimiento y de estímulo a la producción y al empleo.  

Peor aún, es una propuesta que profundizará las desigualdades y condenará todavía más a la exclusión a una mayor porción de los ciudadanos: los que van a descender de la clase media, los altamente vulnerables que caerán en la pobreza y los que ya se están sumando a las cifras crecientes de pobreza extrema porque ya ni siquiera pueden ejercer en la informalidad y han quedado por fuera del mercado de trabajo debido a su edad o a que no reúnen las condiciones de calificación requeridas.

La propuesta no hace más que reafirmar lo lejos y desconectado que está el señor Duque de la situación por la que el país y el mundo atraviesan; ni siquiera el sentido común le alcanza para advertir que, en vez de apagar, está atizando el fuego, en un momento en que el país está ad portas de un profundo estallido social que nadie sabe a dónde podría conducirnos. Es tan evidente su falta de criterio para hacer frente a la crisis, como tan sobrada su abyección a la ortodoxia neoliberal del FMI y el Banco Mundial y sus políticas de ajuste, de cuyas políticas lo único que va quedando es el oneroso saldo social y la práctica destrucción del aparato productivo nacional.

Lo que se requiere es de medidas dirigidas a lograr una más equitativa redistribución del ingreso, perfectamente posible a través de un sistema de tributación progresivo, donde paguen más lo que tienen más; que elimine las exenciones que se mantienen sobre grandes capitales, cuyo peso es protuberante sobre el déficit fiscal; que controle la evasión y la elusión; además, se necesita un gobierno austero y capaz de leer el momento que no solo el país sino el mundo entero enfrenta para dirigir a dónde y cómo corresponde la captación de los ingresos y la dirección de los gastos.

La  idea de que es una propuesta para la solidaridad sostenible es tan falaz como absurdo y desatinado que se nos convoque a pagar la culpa de quienes por gobernar de espaldas al país y de rodillas ante los intereses de unos pocos hoy solo tengan para mostrarnos el saldo en rojo de las cuentas del Estado. Más absurdo todavía que, al mismo tiempo, se decida invertir quince billones de pesos en la compra de aviones de combate que terminarán oxidándose en los hangares del aeropuerto militar  y que miles de millones de pesos se destinen a maquillar la deslucida imagen del gobernante con nuevos noticieros o programas diarios de televisión, que podrían tener un mejor destino si se pensara en las necesidades más urgentes que nos acusan. 

Vale en este momento un réquiem por el alma y el retorno, por lo menos transitorio, del pensamiento de Keynes, que ilumine con algo de sensatez a un gobernante a quien, en mala hora todavía, le queda tiempo para seguir agobiándonos con sus disparates; también de paso un réquiem por la desatinada propuesta de reforma tributaria que, por fortuna, parece haber nacido muerta.  

*Orlando Ortiz Medina, economista de la Universidad Nacional y magíster en estudios políticos de la Universidad Javeriana.

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