Sobre el espacio público en Cartagena. Parte I, la muralla

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No tenemos que pagar cocteles de cuarenta mil pesos para encontrar los símbolos de nuestra ciudad.

En el libro sobre Cartagena, titulado los Desterrados del Paraíso, hay un capítulo muy interesante de Francisco Javier Flórez Bolívar, en el que expone cómo el turismo en Cartagena se ha construido desde una lógica perversa. Se trata de «un proyecto de ciudad donde los monumentos son considerados el patrimonio más importante, y la gran mayoría de sus habitantes termina ubicada en un segundo plano».

El debate sobre lo que entendemos los cartageneros como patrimonio se reabre con la noticia del desalojo de Café del Mar, para el cumplimiento de la sentencia del Consejo de Estado de 2022. Lo llamativo es que esto pasa justo en el gobierno de un alcalde con alta popularidad, que además es asociado a una gestión de irrestricto apoyo al desarrollo del sector privado. La narrativa no cuadra, porque en un gobierno de izquierda hubiese sido fácil tildar el acto de expropiación, mientras que uno de banderas demócratas se aferra al discurso del cumplimiento de un fallo judicial.

La opinión de la ciudadanía es contradictoria. Mientras algunos aplauden la recuperación del espacio público de todos, otros lanzan vaticinios sobre como el baluarte terminará convertido en un orinal inseguro rodeado de vendedores ambulantes. “Conociendo como se manejan las cosas en esta ciudad”, es una expresión recurrente en Cartagena para esperar siempre lo peor.

Esto sucede porque desconfiamos profundamente entre nosotros. Nos vemos como contrapartes en el juego de habitar la ciudad. El título del libro, los Desterrados del Paraíso, es una muestra de que los más valientes enfoques por repensarse la ciudad han estado dirigidos a denunciar la exclusión, el racismo y el clasismo que sin ninguna duda existen en Cartagena; por lo que es un esfuerzo que debe continuar. Sin embargo, hay una desventaja al luchar desde este único frente, y es que nos hemos acostumbrado a pensar a Cartagena desde la narrativa de las dos ciudades. De un lado, los que apuestan por incluir experiencias lujosas en el centro histórico que generan empleo y, de otro lado, el cartagenero de piel afro que subsiste con el rebusque y la informalidad, pero que es el alma de la ciudad. En ambos hay desorden y chabacanería, pero los unos no dialogan con los otros porque sencillamente creemos que somos diferentes.

La única forma de jalonar todos para el mismo lado es creyéndonos parte de la misma Cartagena y teniendo una narrativa común sobre la ciudad que queremos. Resulta que la construcción de esta identidad de ciudad pasa por el sentido que le damos al espacio público, pues según la forma en la que accedemos a este creamos nuestro sentido de pertenencia. Me reconozco en la ciudad que habito.

El Consejo de Estado determinó que la forma en la que Café del Mar accedió al uso del baluarte vulnera los derechos colectivos al goce del espacio público y del patrimonio, porque la figura de contrato de arrendamiento representa un goce exclusivo del espacio en favor de la sociedad comercial. En su análisis, el Consejo de Estado no desconoce que existen elementos contractuales –que no el contrato de arrendamiento– que permiten habilitar el uso privado de bienes de uso público. Lo que deja claro es que no puede dejar de garantizarse el cumplimiento de las finalidades públicas que son inherentes a este tipo de bienes, esto es, el uso y el goce por parte de la comunidad.

La cuestión no es Café del Mar, sino como podemos habitar los cartageneros el centro histórico. Autores como Henri Lefebvre han desarrollado la idea del “derecho a la ciudad”, al reconocer que en una sociedad que segrega, los diferentes grupos sociales no se encuentran y eso impide la movilidad social y la igualdad de oportunidades. La apropiación equitativa del espacio público no se opone a su explotación económica ni a su administración mediante alianzas público-privadas, lo que requiere son políticas urbanas inclusivas y una visión de ciudad que promueva activamente la igualdad.

Aplaudo que el gobierno distrital haya dado cumplimiento a la sentencia y más aún, que se haya planteado repensar el baluarte para el acceso de todos. No tenemos que pagar cocteles de cuarenta mil pesos para encontrar los símbolos de nuestra ciudad. Que todos transitemos el espacio público es la apuesta correcta para superar una la Cartagena que sectoriza la experiencia de habitarla. Es un buen momento para crear nuestras nuevas tradiciones e ir todos juntos a ver el atardecer en la muralla.

Sobre el futuro que nos preocupa, tendremos que ser todos vigilantes. Quiero creerle al alcalde cuando dice que el lugar será preservado, pero la fe no puede sostenerse en el personaje, sino en todos los cartageneros que podemos exigirnos entre nosotros el orden. Aunque no voté por este gobierno, reconozco que hoy se respira un ánimo entusiasta en la Cartagena del centro histórico. Hay una apuesta clara por crear una marca de ciudad que logre dotarnos de la identidad colectiva positiva que hace rato olvidamos. En lo particular, me gusta lo colorido de las campañas y las sonrisas que se despliegan en la publicidad, mientras ondea nuestra bandera.

Lo anterior no pretende desconocer que los problemas de la ciudad son profundos y que la inseguridad, el desempleo y la tasa de embarazo infantil requieren medidas propias y no necesariamente coloridas. Pero esto no deslegitima la importancia de los planes por la construcción identitaria de la ciudad. Reivindicar el espacio público es una tarea prioritaria para forjar nuestra identidad colectiva.

Flórez Bolívar tituló el capítulo del libro con ese ímpetu valiente que lucha contra las injusticias en la ciudad: «culto a la piedra, desprecio a la gente», dijo. Para la renovación de la narrativa, me quedo pensando en la posibilidad de cambiar el orden de los factores: ¡la piedra para el culto a la gente!

*Carolina Isabel Llanos Vergara. Abogada cartagenera, actualmente funcionaria de la Corte Constitucional, con una maestría en estudios políticos y otra en derecho constitucional.

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